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ARMANDO ALMADA ROCHE

  MANUEL MUJICA LÁINEZ, O UN TAL MANUCHO - Artículo de ARMANDO ALMADA-ROCHE - Domingo, 12 de Setiembre de 2010


MANUEL MUJICA LÁINEZ, O UN TAL MANUCHO - Artículo de ARMANDO ALMADA-ROCHE - Domingo, 12 de Setiembre de 2010

MANUEL MUJICA LÁINEZ, O UN TAL MANUCHO

ESTE MES SE CUMPLE EL CENTENARIO DE SU NACIMIENTO

 

Artículo de ARMANDO ALMADA-ROCHE

 
 
Fue un ser excepcional, único, y un narrador cuya imaginación pobló con enjundia refinadamente estética muchos libros, algunos de los cuales se consideran con justicia clásicos auténticos. Era un personaje fascinante que cautivaba con sus historias, ocurrencias y gestos de actor consumado a quienes lo escuchaban. Personaje burlón y tierno, bondadoso y agresivo, enormemente vital, de una inteligencia aguda para la observación y para no perderse en idealismos vanos; su pasión por los viajes, por los libros, por las colecciones, por los objetos, a los que dedicó páginas hermosísimas; su existencia de castellano en el caserón de Córdoba, El Paraíso, en el que transcurrieron sus últimos años, no sin escapadas a la amada, añorada Buenos Aires, la misma que en su “Canto” inmortal, le quemaba el labio, de tan enamorado, al decir su nombre. Nadie podrá reemplazarlo.

Mujica Lainez, como Borges, pensaba que el placer era la única justificación válida para leer un libro, pero también para escribirlo. Manucho (así lo llamaban sus amigos y también quienes no lo eran) amó toda la vida que le contaran historias, así como le encantaba contarlas. En las reuniones sociales, tenía el magnetismo de un gran actor. Quienes compartían una mesa con él sabían que todo se desarrollaría de acuerdo con la división del trabajo tan mentada por Marx: los anfitriones se ocuparían del menú; Mujica Láinez, de la conversación; y el resto de los invitados, de escuchar con la atención: eso les habría de permitir al día siguiente llamar por teléfono a sus relaciones para diseminar las últimas ocurrencias de Manucho. Él, por su parte, aprovechaba las anécdotas que le narraban los demás para recrearlas en cuentos y novelas.   
 
 
 
 
 
LA NACIÓN
 
Cuando en 1870 Bartolomé Mitre fundó La Nación tenía cuarenta y ocho años. Había sido ya presidente de la República. Volvía a su vocación de periodista para ejercer sobre el país una gran influencia a través de los principios de libertad y democracia. No se había apartado de sus estudios del pasado —son testimonios elocuentes su Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina y su Historia de San Martín y de la Emancipación Americana— ni de la tarea de traductor de Dante y Horacio, como prueba de su vocación literaria. Todo esto signaría el destino del diario.
   
Autores de otras literaturas como León Tolstoi, Emile Zola, Herbert G. Wells, Anatole France, José Ortega y Gasset, Paul Groussac, Rubén Darío, José Martí, Machado de Asís y Maurice Maeterlinc alternan en las páginas literarias con escritores como Roberto J. Payró, Rafael Obligado, Pedro B. Palacios (Almafuerte), Ricardo Rojas, Manuel Gálvez y Leopoldo Lugones. La nómina es larga, pero tal vez convenga agregar los de Miguel de Unamuno, Benito Lynch, Horacio Quiroga, Enrique Larreta, Alberto Gerchunoff, Baldomero Fernández Moreno, Francisco Luis Bernárdez, Ezequiel Martínez Estrada, Victoria Ocampo, Conrado Nalé Roxlo, Pedro Miguel Obligado, Eduardo González Lanuza, Raúl González Tuñón y Roberto Ledesma. El diario tiene ya su prestigio asentado en las letras.   
 
Cuando Manucho ingresa a La Nación, está al frente del diario Jorge A. Mitre, miembro de la tercera generación. El futuro novelista tiene veintidós años y trabajará en la redacción treinta y siete. Darío es entonces una sombra; no así su recuerdo, siempre vivo. En esa sala de periodistas, según la tradición, el más grande poeta de la lengua nacido en tierras americanas, ha escrito muchos poemas de su Prosas profanas, Lugones y Gerchunoff son, sí, las presencias reales.   
 
El ingreso se produce de un modo inesperado. Manucho acaba de ser despedido del cargo que venía desempeñando desde hacía dos años en el Ministerio de Agricultura y Ganadería. Ese empleo fue su primera, pero no única experiencia en el mundo de las oficinas oficiales. Lo entristeció, lo desconcertó. Detrás estaba la autoridad paterna, que exigía que él trabajara y estudiara Derecho. Lo hizo, lo hacía, por obediencia filial, y esperando quién sabe qué, como ocurre con los jóvenes. La dura prueba tuvo dos etapas. En la Dirección de Economía Rural y Estadística del Ministerio recibió, al ser incorporado, el aliciente de ver reconocido su saber en idiomas. Se le encomendó la tarea de traducir. La satisfacción de ser útil realizando una ocupación de acuerdo con sus conocimientos duró muy poco. Le pidieron la versión de una voluminosa obra en inglés con datos y estadísticas sobre ganadería tan alejados de sus intereses que sumaron el aburrimiento al arduo trabajo.   
 
 
 
PREDESTINADO A ESCRIBIR
 
 
Creció en una familia de vocaciones literarias. Por su madre, Lucía Láinez Varela, también escritora, estaba emparentada con los neoclásicos Juan Cruz y Florencio Varela, próceres de  la  literatura argentina; con los Varela periodistas de La Tribuna, hombres del 80; con el romántico Miguel Cané, a quien le dedicó un libro; con el hijo de éste, el autor de Juvenilia, y con Manuel Láinez, fundador y director de El Diario. Es natural que en los hábitos y en las conversaciones familiares gravitaran de modo profundo estas herencias y remembranzas, sobre todo en el infante Manuchito (así lo apodaban), imaginativo y predestinado a escribir.   
 
Cuando nos enfrentamos con la obra de Mujica Láinez, y al margen de otras muchas impresiones, quizá lo que más nos llama la atención es la profunda coherencia de ésta, en el sentido de que, se hable del Buenos Aires colonial o de la Italia renacentista, tenemos la sensación de estar ante una misma voz, una misma conciencia que, ubicada en distintos lugares y con máscaras diferentes, construye un mundo y lo evalúa a partir de una similar concepción de él.   
Esta experiencia de lectura resulta aún más llamativa si tenemos en cuenta que la mayoría de sus narraciones están escritas en primera persona, es decir que surgen de voces individuales e individualizadas, las cuales, además, son de muy diversa naturaleza. Si digo “naturaleza” no es gratuitamente, sino porque, al margen de tratarse de personajes ubicados en diferentes tiempos y espacios, sus narradores encarnan en formas tan poco convencionales como una casa —La casa (1954)—, un hada —El unicornio (1968)—, un perro —Cecil (1972)— y una alhaja —talismán— El escarabajo (1982).   
 
Un segundo factor llamativo es que el tono varía radicalmente de una narración a otra y así, de relatos nostálgicos, si no dramáticos, como es el caso de Los viajeros (1955), pasamos a otros donde campea el humorismo más zumbón, según ocurre con los puntillosos cronistas de Crónicas reales (1967) y De milagros y de melancolías (1968).   
 
La abundancia de los libros de  Mujica Láinez y la diversidad de géneros —poesías, ensayos, biografías, cuentos, novelas— suele desdibujar a los lectores recientes la profunda unidad ideológica y estilística de la obra, desde las iniciales Glosas castellanas (1936), hasta los textos publicados después.   
 
Como cifra primordial de esa continuidad se sitúan los cuentos de Misteriosa Buenos Aires (1950). A pesar de la independencia de cada una de las ficciones que integran el libro, domina en él una relevante unidad, marcada desde el guión de fechas que distinguen a cada uno de los cuentos a partir de “El hambre” (1536), situado en la época desoladora de la primera fundación de la ciudad, la de Pedro de Mendoza, hasta “El salón dorado” (1904), correspondiente a la declinación de los años más prósperos de la Argentina. Cada una de las ficciones ha sido concebida a partir de los rasgos culturales dominantes en las fechas indicadas: tal conciencia histórica impone una matización sutilísima de la escritura, ya que no se conforma con la recreación arqueológica, típica de los tradicionalistas hispanoamericanos de ayer y de hoy, sino que recupera las esencias espirituales de cada época; por ello, recurre al francés —“Le royal Cacambo” (11761)—, en claro homenaje a Voltaire, o al verso –“El ángel y el payador” (1825)—, o “Una aventura del Pollo” (1866)—, el primero en coincidencia con un aspecto poco recordado de la poesía popular argentina, el segundo en directa relación con Del Campo.   
 
La diversidad estilística va acompañando el desarrollo de la ciudad natal del escritor, matizando la cualidad adelantada por el adjetivo que aparece en el título del contenido; de tal manera, el volumen elabora una auténtica fundación mitológica de la ciudad, demorándose en los años coloniales, los menos atendidos por poetas y narradores.   
 
 
EL RESCATE DEL PASADO PORTEÑO
 
 
Las coincidencias cordiales del narrador con el pasado porteño de aldea y de “gran aldea” (según la insustituible designación de Lucio V. López) puede aclararse con unas líneas de Estampas de Buenos Aires, 1946: “La ciudad (actual) se nos escapa de entre las manos; se nos va hacia arriba y hacia la pampa. Por eso es menos nuestra. Quienes la habitaron antes de que diera el gran salto hacia las nubes y hacia el suburbio debieron quererla como a un animal doméstico, al cual se podía acariciar sin que huyera, espantadizo. En el siglo pasado, Buenos Aires era un perrazo enorme, echado junto al río sobre la playa de toscas. Sus moradores la poseían totalmente, cada uno de ellos”.   
 
El rescate del pasado porteño, a partir de tradiciones orales o escritas, ha sido documentado minuciosamente por la vocación de investigador sin prisa que apoya todas las ficciones de Mujica Láinez. Tal documentada inmersión en épocas pretéritas nunca pone distancias entre el narrador y el ámbito de ficción, sino que se cumple como penetraciones emotivas, celebrando las coincidencias y eludiendo discretamente los distingos. Pueden ejemplificar esa actitud los dos cuentos que se sitúan en la época de Rosas: “El tapir” (1835) y “El vagamundo” (1839); el autor era unitario, por herencia y por razonamiento, pero tal diferencia se propone estéticamente; en el segundo de esos cuentos, el servilismo de la ciudad dominada por Rosas se concreta en una intensa visión de rojo, en la que no se lee la palabra esperable, sangre, sino que es insinuada por el desfile apoteótico que desnuda la mentalidad de los devotos del tirano: “Todo es rojo en la parroquia de Monserrat, esta mañana de fiesta: las colgaduras, los cintajos, los abanicos, las testeras y las coleras de los caballos, los chiripás que ondulan en la brisa”. El párrafo así comenzado ejemplifica la depuración de los rasgos del estilo, reconocible ya en Don Galaz de Buenos Aires, 1938, la primera novela del autor. Este relato, endeudado con la picaresca, recrea la Buenos Aires del siglo XVII, que un personaje contrapone a la imagen idealizada de Castilla, como preludiando el retrato de 1950: “Aquí corremos riesgo de enmohecer y de infernar el alma. La pampa mesma, con parecer un lago dilatado, ampara cosas que no son de este mundo: trasgos e misterios. De tan bella, América bien pudo ser posada del Diablo”. Los arcaísmos, que aquí aparecen como puntos de referencia temporal, fueron luego abandonados por el escritor, para confiarse en coincidencias más sutiles: la mentalidad de cada época, diferenciada estéticamente.
 
Dentro de la obra de Mujica Láinez, hay tres novelas paródicas que representan una recusación de los tres ejes que, hasta el momento, había desarrollado en su producción —el rescate de la estirpe, el espacio y el individuo a través del tiempo— por medio de un discurso que mima, exagerándolo y haciendo surgir sus convenciones, el del cronista empeñado en recuperar el pasado, es decir, el discurso que él mismo había elegido como lugar textual propio. En este sentido las parodias cumplirían la función de denunciar la inoperancia de su proyecto literario anterior, recusando su tarea de rescate del país, la clase, la familia, el individuo y la historia universal, tarea que emprendiera apoyándose, según varios críticos lo han señalado, en una ideología que prolongaba la de los hombres del 80 y que puede calificarse de conservadora y esteticista.   
 
 
 
COMPROMISO HISTÓRICO
 
 
Sin embargo, la consecuencia de tal recusación no es la ruptura total con su anterior concepción del mundo, ni la adopción de una nueva perspectiva lingüística e ideológica, sino la clausura del proyecto de reconstrucción histórica que al comienzo emprendió. Lo que se mantiene de su postura previa es el esteticismo —ahora fuera de toda pretensión histórica— el cual regirá la construcción de sus seis libros finales. Dicho esteticismo es el que primero lo hace volverse hacia el presente —según se percibe en Sergio (1976), Los cisnes (1977) y El brazalete (1978)—, luego lo impulsa a escribir esa especie de epitafio desencantado de su saga porteña que es El gran teatro (1979), en el cual nada perdura de su anterior intento de explicar las causas de la decadencia de la clase alta porteña y, por fin, lo conduce a reincidir en el recuento histórico —El escarabajo, ya lo hemos dicho— pero eludiendo todo juicio de valor respecto de lo ideológico o toda reflexión acerca del destructor paso del tiempo, para concentrarse en las diversas encarnaciones temporales de un valor que el Mujica Láinez final considera trascendente: el amor.   
 
Asimismo, tal pervivencia del esteticismo es lo que permite que su prosa se mantenga, exteriormente, homogénea, si bien, cuando la analizamos con atención, se advierte que, en estos últimos libros, carece de la pasión y el empuje que la caracterizaban y que, en mi opinión, eran correlativos de su compromiso histórico.   
 
Mujica Láinez, crítico de arte y también de literatura, era un hombre muy de su tiempo, según lo prueban numerosas páginas, pero nunca se dejó avasallar por las novedades artísticas, sino que rescataba en ellas lo memorable, lo que podía sobrevivir al momento de su elaboración.   
 
Por el entusiasmo y la cautela de su espíritu, noblemente hospitalario, su argentinismo se afirmó en su tierra, particularmente su ciudad natal, para avizorar los llamados del ancho mundo, que lo estimulaban, sin politizarlo en el cosmos; idiomáticamente se centraba en morosas lecturas de clásicos (castellanos, franceses, ingleses y argentinos), así como en la tradición hogareña de buenos conversadores; todo ello matizado por su capacidad de diálogo, tan atenta a la diversidad de los interlocutores.   
 
De esa riqueza mental se alimenta su estilo literario, alejado de las tentaciones casticistas como del criollismo añorante de gauchos y malevos; de tal toma de distancia crecen sus coincidencias con escritores del 80, como lo señalamos más arriba, en particular Miguel Cané y Lucio V. Mansilla, los que más lo seducían entre los iniciadores del proceso de modernización intelectual argentina.   
 
Este autor de tan excepcional categoría vivía, como tal, sometido a una disciplina severa, cuyos resultados potenciaba la natural facilidad de la pluma, la de su pronta estilográfica. A esa ventaja, que lucía, sobre todo, en la actividad periodística, se sumaban la rápida inteligencia y la curiosidad insaciable. Y otra virtud, la de no dejar nada que escribir para después. Por la mañana redactaba a mano las páginas de sus libros; luego las pasaba a la atareada Underwood que hoy se exhibe en la casa museo de Cruz Chica, entre cientos de objetos y miles de libros. El resto del tiempo lo dedicaba a La Nación —donde durante muchos años tuvo a su cargo la crítica de arte— y a la vida social. Comidas en casa de gente amiga (era un comensal codiciado), cócteles y jornadas de teatro, ópera, conciertos y cine lo mantenían al tanto de la actualidad artística. Sus intereses, en esta esfera, eran múltiples. Cabía preguntarse cómo persona de tanta actividad laboral y social podía, a la vez, escribir libros tan elaborados y de extensión considerable.   
 
Con Mujica Láinez se extingue un creador de raza, un novelista fecundo, de personalidad singular, brillantes facetas y rico anecdotario que buriló su obra con la rigurosa precisión y el amor a la belleza de un artista del Renacimiento. Todas sus obras, recalcamos, trasuntan ese noble fervor estético y, a la vez, una imaginación y fantasía abundantes, un sutil poder de observación y capacidad para recrear ambientes mundanos en los que, dentro y fuera de la ficción él se movía con soltura, haciendo gala de chispeante ingenio —atributo inseparable de su talento— y de una refinada concepción de la vida.   
 
 
 
LA FELICIDAD DE NARRAR
 
Con todo, conviene precisar que detrás de esa apariencia de hombre exquisito, irónico y hasta frívolo, se hallaba un tenaz trabajador de las letras, un autor cuya ejemplar honradez intelectual le hacía documentarse con el máximo rigor acerca de épocas y ambientes, antes de llenar con su suntuosa caligrafía cientos de cuartillas, esforzándose por conseguir el giro colorido, la imagen plástica, el matiz sugestivo. Ese trabajo arduo y minucioso se refleja, sin embargo, en su prosa de natural fluencia y amenidad; una prosa que trasluce la felicidad de narrar del autor.   
 
En uno de esos viajes por Europa, conoció Bomarzo, no lejos de Roma, donde, en el parque del castillo, un noble italiano había hecho esculpir unos sorprendentes monstruos de piedra. Nada mejor que este hallazgo para encender la inventiva del escritor y franquearle la entrada al mundo deslumbrante del Renacimiento; nada mejor para espolear su portentosa imaginación y su pasión de erudito. La novela se apoyó en una copiosa y precisa documentación, rebuscada con deleite y asentada en cuadernos que han quedado como testimonios de una empresa asombrosa. En Los ídolos había llamado “flaubertismo” a ese afán de documentarse. En tal sentido, Bomarzo (1962) resultó una de las hazañas de nuestra literatura.   
 
Bomarzo se publicó aun contra cierta crítica adversa (se insinuó que la novela no debía haber sido escrita en la Argentina y que, a pesar de su “atrevimiento”, el libro resultaba “casi anacrónico”), se impuso y comenzó su carrera de los honores (carrera que, en los mejores casos, necesita a veces del escándalo, como ocurrió): en 1963 obtuvo el Primer Premio Nacional de Literatura, y al año siguiente, el Premio Kennedy, compartido con Rayuela, de Julio Cortázar.    Aquel 19 de mayo de 1967, en el Lisner Auditórium de Washington, Estados Unidos, los aplausos que premiaron la ópera Bomarzo, de Alberto Ginastera sobre la novela de Manuel Mujica Láinez, se extendieron por más de seis minutos. Comenzaba en ese momento una singular trayectoria para esta obra, que incluyó una absurda prohibición en el propio país de sus autores. Porque ese mismo año Buenos Aires asistiría, atónito, a la eliminación de Bomarzo de la programación del Teatro Colón, víctima de la irresponsable censura. Posteriormente, en 1972, la ópera se estrenó en el Colón.   
 
Este grande escritor argentino fue amo y esclavo de su vocación literaria. En sus escritos y en su existencia, nada estuvo librado al azar y todo, desde sus anillos hasta sus chalecos multicolores, apuntaba al mismo blanco: la perduración literaria. Verlo y escucharlo era ya leerlo. Su imagen hacía las veces de espejo por el que se ingresaba en una obra que enaltece a la literatura argentina y enriquece a sus lectores.   
 
El día de su deceso Ernesto Sábato señaló que con la muerte de Mujica Láinez “desaparece un hombre de letras entrañablemente vinculado a la vida de Buenos Aires, ciudad a la que amó como muy pocos. Supo describir en innumerables relatos cada lugar porteño con una sutil alianza de misterio y distinción”.
 
 
Fuente:
 
MANUEL MUJICA LÁINEZ, O UN TAL MANUCHO
 
Artículo de ARMANDO ALMADA-ROCHE
 
Artículo publicado en el Suplemento Cultural,
 
Diario ABC COLOR,
 
Domingo, 12 de Setiembre de 2010.
 
Espacio web: www.abc.com.py
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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