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ARMANDO ALMADA ROCHE

  WALT WHITMAN, O CANTO A MÍ MISMO - Artículo de ARMANDO ALMADA-ROCHE - Domingo, 5 de setiembre de 2010


WALT WHITMAN, O CANTO A MÍ MISMO - Artículo de ARMANDO ALMADA-ROCHE - Domingo, 5 de setiembre de 2010
WALT WHITMAN, O CANTO A MÍ MISMO
 
 
Artículo de  ARMANDO ALMADA-ROCHE
 
 
 

Walt Whitman está destinado a ser —ya lo es— una figura legendaria de la historia de Norteamérica. Como uno de sus héroes, George Washington, el poeta de la democracia ha asumido algunas de las cualidades del mito. Su figura voluminosa y su rostro encuadrado en tumultuosa barba son más familiares que sus escritos, más citados más que leídos en su totalidad; y en efecto, su cara, que él se complacía en exhibir, tiene el carácter simbólico y representativo de las estatuas de Alejandro Magno, los retratos impresionantes de Washington y las fotografías del Lincoln reconcentrado y sombrío de los años tardíos.
 
 
Esta leyenda de un hombre representativo de talla heroica, ni los tempranos estudios reverentes ni las posteriores biografías objetivas y mucho más exactas de Whitman nos la explican en forma adecuada. Hubo un solo período, breve por cierto, de su vida exterior que pudiera calificarse, siquiera medianamente, de heroico, y él mismo ensalzó con tanta frecuencia y entusiasmo los servicios que durante la guerra civil prestó en los hospitales que más de un enemigo descarriado lo ha acusado de elaborar una leyenda de escasa base real.
 
 
 
  
 
Una parte de la verdad   
 
Hay no solamente una leyenda, sino también gran cantidad de hechos nada heroicos y mucha insinuación en los numeroso libros referentes a Whitman. Algunos de estos libros trazan una estampa de hombre superficial, aunque esto encierra una gran dosis de verdad, que evoca al Whitman maduro, rubicundo y barbudo, soberbio, idolatrado por un círculo de amigos entre los que no había ninguno de renombre, vilipendiado o mal juzgado por la vasta mayoría de los intelectuales de su patria; ignorado por las masas, para los cuales, al decir de él, escribía; un profeta reconocido tan sólo por unos pocos, una parte harto grande de estos pocos, residente fuera de los Estados Unidos. Los lectores de esos libros recordaban que cuando se abocó a labrar la magna carrera vaticinada por Emerson echó mano (fracasando ruidosamente, por cierto) de todos los medios de publicidad, limpios unos y dudosos otros, de la pose hasta la autoidolatría. Evocan a un anciano paralítico, sentado en una habitación desarreglada entre montones de cartas y manuscritos, borroneando en cuartillas referencias a controversias caducas mucho tiempo atrás y homenajes rendidos a su genio, con objeto de ayudar a sus discípulos a elaborar una leyenda de grandeza que soslayara o echara en olvido los hechos de una vida gris y mediocre. Así lo recordaban muchos que conocían su historia, y todo esto es verdad, sí, pero sólo una parte de la verdad.   
 
 
Pues la verdad es que una biografía satisfactoria de interior y de los misteriosos procesos creativos de la poesía. Ha sido en la vida interior de Whitman donde acontecieron las grandes cosas; algunas de ellas heroicas. Ha sido su vida interior la que impregnó a Hojas de hierba de la grandeza que posee, grandeza muy superior a la que le reconocían sus contemporáneos. Cuando en el cenit de su existencia el poeta escribió acerca de Hojas de hierba: “Quien toca a esto, toca a un hombre”, dijo la verdad. Todos recelamos de las biografías interpretativas, pero la biografía de Whitman debe ser interpretativa, pues las fuentes de una exposición de lo que reviste verdadera significación en su vida están en sus escritos. La vida tangible de Walt, que tuvo por escenario los teatros neoyorquinos, las calles de Brooklyn, los hospitales de Washington y su habitación en Camden, es un mero subproducto del proceso de esa vida interior condicionada a su vez por influencias espirituales no menos que materiales. Y al americano que creó en sus poemas con base en lo que veía y oía lo entendió desde un principio como símbolo de una fe y de un sueño.   
 
 
He aquí, el niño difícil de las letras norteamericanas, término justo, ya que en algunos aspectos Whitman nunca pasó más allá de su adolescencia. Y he aquí también el profeta, más propiamente el vidente de la democracia americana, otro término justo, pues ningún otro poeta, y ningún otro prosista, salvo Lincoln, dio expresión cabal a los ideales de la misma. El niño difícil, constantemente, trató de asir lo que no era capaz de aprender y dejó gran parte de su obra en un estado caótico, caos que por desgracia se ha reflejado en muchos de los libros tempranos escritos sobre él. El vidente, dotado de una de las mentes más agudas y proféticas de la historia moderna, se desenvolvió en un mundo de sueños y fe con un realismo que resultó chocante y un egotismo que repugnó a sus contemporáneos. El poeta —verdadero gran poeta— como un joven potro de pura sangre y retozón, sin riendas que lo sujetasen, rara vez dio lo mejor que podía dar de sí más que durante unas cuantas líneas por vez; tampoco tuvo inconveniente en volver la espalda a la poesía cuando la prosa le servía igual.
 
 
Una tarea imposible  
 
 
La clave de estas aparentes contradicciones y confusiones no debe buscarse en una reseña minuciosa de la vida cotidiana de Walt. Tal o cual biógrafo, valiéndose de insinuaciones o jactancias, o bien del testimonio dudoso de los poemas de Whitman, ha tratado de condimentar esta vida cotidiana con viajes hipotéticos, amantes libertinas, hijos ilegítimos y veladas alusiones a vicios y degeneración. Sin embargo, aun en el caso que todo cuanto cuenta por ahí sobre las actividades ocultas de Whitman fuese cierto, ellas no explicarían un fervor apasionado que tenía raíces más hondas y palpitantes. No explicarían, ante todo, su lenta gestación como el gran poeta de la democracia y uno de los grandes poetas del amor. Las claves del llamado misterio de Walt Whitman no han de buscarse en trozos ocultos de experiencia personal, sino en la historia única de la América eléctrica en la que maduró, una América cargada de idealismo espiritual y sobrecargada de energía intelectual y física, así como en su propia vida interior, condicionada por su juventud transcurrida en esta América. Como también, desde luego, en su psicología y fisiología, a cual más peculiar. No son claves fáciles de descubrir, ni son los resultados fáciles de describir con una apreciación justa a la vez que con una reserva crítica. Pero no es una tarea imposible.   
 
 
Y es una tarea que vale la pena de ser acometida, pues aunque Walt Whitman se complació a veces en la pose y con frecuencia no puso cuidado en la elaboración de sus frases, cabe acreditarlo ahora, sin temor de equivocarse, siete grandes realizaciones, que serían un galardón de gloria duradera en la imaginación al sueño americano de un continente cuya población se librara de las injustificas del pasado y organizara una vida nueva y mejor, accesible a todo el mundo. Articuló y definió de la manera más adecuada, para la imaginación, el credo democrático que ha sido y es todavía la única fuerza cohesiva nacional en los Estados Unidos. Estableció un ideal para la democracia internacional, que ha resultado ser tan profético en su vaticinio del peligro como acertado y noble en su concepción. Volviéndose hacia el hombre de carne y hueso, el trabajador, los amantes, los amigos del buen comer y beber, se emancipó de las inhibiciones de aquella época mojigata e hipócrita y reintegró la sexualidad a la literatura como consorte del espíritu. También desechó la timidez de los intelectuales del litoral oriental, que persistían en la mentalidad colonial, y en su cultura continuaban cultivando las tradiciones inglesas, y trató de hablar en nombre de una América nueva aun no articulada. Además, marcó la transición, en la literatura americana, de lo local y provinciano a lo nacional y continental. Por último, hizo lo que únicamente escritores realmente grandes han hecho: forjó un gran estilo para expresarse a sí mismo y a su país a través de la poesía, si bien, por desgracia, de ninguna manera estuvo siempre a la misma altura.   
 
 
Muchos tienen todavía a Walt Whitman por un tipo extravagante, un loco o un salvaje. Para ellos me apresuro a exponer desde ahora los factores de la vida de este hombre que el biógrafo debe consignar y explicar. Autodidacto, aun cuando recibió una educación más amplia de lo que se cree comúnmente; poeta nato, a no dudarlo, pero singularmente inarticulado, imitativo o vacuo en las modalidades literarias corrientes de su juventud, Walt Whitman llegó a ser un hábil e influyente redactor político, convencional y conformista en todo menos en una marcada tendencia al humanismo liberal. Al comienzo de lo que pudo ser un resonante éxito periodístico, las controversias que precedían a la Guerra Civil lo dejaron sin una facción en que apoyarse. Pero antes que sucediera esto, una receptividad aguda, obrando como un fermento en su vida interior, irrumpió en su esfera consciente y agitó violentamente su imaginación. Su interés se desplazó del honorable lector burgués de sus editoriales al hombre común que no leía, el trabajador, el pioneer, el hombre común al que se ofrecía la oportunidad de elevarse en un nuevo continente que brindaba libertad y riqueza sin par. Y se exaltó con ideas de la pasión física espiritual como don común a la humanidad toda.
 
 
Intuyó que esta gente sencilla y esta base común labrarían la nueva América, y acaso el Nuevo Mundo; creyó ardientemente que debía forjarse para la democracia una nueva cultura, basada desde luego en el pasado, pero suficientemente rica, amplia, sencilla y pletórica para civilizar a la raza americana. Esta cultura ya existía pero estaba aún sin articular, excepción hecha de sus necesidades más perentorias; sin articular particularmente en sus amores, sus credos y sus sueños. Whitman decidió convertirse en el portavoz de ella, y penosa, torpemente, se puso a la obra, con exiguo discernimiento como para darse cuanta de cuándo, ni siquiera cómo, fracasaba, y con una pasión demasiado profunda como para desalentarse por su fracaso poco menos que absoluto ante el embargo; se convirtió en el portavoz de un nuevo lenguaje sobre —ya que no para— el hombre común, encontrando un tópico nuevo de la literatura en las masas pletóricas, incultas, pero ardientemente ambiciosas de Norteamérica.  
 
 
Las playas y el mar  
 
 
Sería la locomotora de una locomotora en invierno, de Whitman, con su belleza trepidante y empuje irresistible, devorando distancias, un símbolo de la señora Gilchrist, mujer explosiva y ardiente, espiritual y físicamente, que vino de Londres ¿para casarse con él? Bien puede ser, pues Whitman era un simbolista mucho antes de escribir este poema, más aún, antes de recurrir al simbolismo. Tan pronto como encontró su propia modalidad poética, comenzó a escribir, según decía, “en forma indirecta”, expresión por la que entendía en general a través de símbolos. Manhatan no era en su imaginación la misma cosa que el Nueva York real. Era un Nueva York simbólico. Y Paumanok, nombre con que los indios designaban a Long Island, la Isla Larga pisciforme, simbolizaba para él su juventud no menos que la realidad geográfica. Nació entre las colinas de esta isla, y si bien la mayor parte de su juventud y su temprana adultez tuvieron por escenario la ciudad, volvió asiduamente al ambiente rural de Long Island para visitar a sus padres o a sus abuelos, emplearse de maestro de escuela, hacer caminatas, vagar (lo que significaba para él meditar y absorber) y buscar el contacto con las playas y el mar.   
 
 
Walter Whitman (1789-1855), el padre de Walt, fue el hijo de Jesse Whitman y de Hannah Brush, que había sido maestra de escuela y era considerada por todo el mundo como mujer “superior”. Ese Walter Whitman, padre, era un hombre superior a la vez que frustrado. Poseía carácter y un espíritu nada común, admiraba a Thomas Paine, al que su padre y acaso él mismo habían conocido, era subscriptor del The Free Inquirir, el diario un tanto revolucionario de Fanny Wright, y cuando se radicó en Booklyn se suscribió a un diario editado en dicha ciudad. A los quince años de edad se había hecho aprendiz de un carpintero en Nueva York y de él, así como de sus tíos segundos Isaac y Jacob, aprendió el oficio. Más tarde se hizo constructor, indicio de que su parte de las tierras propiedad de la familia ya no daba abasto a las necesidades de los Whitman. El ramo de la construcción ciertamente atravesaba por un período floreciente en la república que se expandía pujante, y Walter Whitman esperaría amasar rápidamente una fortuna. Sin embargo, en los años de niñez de Walt, su padre parece no haber poseído tierras, y si nunca se hundió del todo en la tanda de crisis que alternaban con las épocas de gran prosperidad, tampoco llegó a ninguna parte. El hombre gastaba un geniecito:
 
 
“El padre, recio, soberbio, guapo, duro, irritable, injusto,  
El golpe, la palabra vehemente y violenta, el trato tenaz  
Y artero, las mañas…”.
 
 
Pero, a pesar de esta descripción nada lisonjera, Walt lo respetaba, aun cuando no le tenía cariño, y parece que era un hombre honrado y bonachón. Era un carácter tan independiente como Walt mismo. “Mi padre solía decir”, contó a Orase Traubel, “que ya que uno ha de ser un burro, es consuelo serlo al menos a su manera”.   
 
 
Walt Whitman, bautizado con el nombre de Walter, pero desde muy temprano llamado Walt, nació en la “nueva casa”, en West Hills, el 31 de mayo de 1819. Cuando tenía cinco años de edad, su padre fue a vivir a Brooklyn, por entonces una ciudad próspera y floreciente, para ejercer allí su oficio. De modo que Walt, aunque había nacido en una granja, sabía poco de la vida rural, tal como la conoce un hijo de campesino. Tras esa primera infancia se asomaba al campo como visitante y como observador, y sólo alguna vez, o ninguna, como trabajador rural. Para el joven Walt el campo era donde vivían sus abuelas. Cuando el doctor Bucke escribía la biografía de Whitman, éste agregó a las pruebas de imprenta las siguientes líneas: “Ambas abuelas, que lo querían mucho (y todos los años visitaba durante un tiempo a la una o a la otra, hasta que era ya muy grandecito), eran mujeres nobles y simpáticas. A la muerte de su propia madre, llamó a su hermana Marta y a las dos abuelas citadas, “las mujeres más simpáticas y buenas que yo he conocido y conoceré nunca”.
 
 
Hojas de hierba  
 
 
La leyenda difundida por sus biógrafos tempranos, en el sentido de que Walt fue un joven de tantos que a fines de la tercera o comienzos de la cuarta década de su vida tuvo alguna experiencia mística que hizo de él un profeta y un poeta, es pura hipótesis de admiradores reverentes; enterados de su vida exenta de acontecimientos, creyeron que el material peligroso de la imaginación que de repente se volcó en las Hojas de hierba, y no se parecía a nada que había escrito antes, se debía a alguna visión deslumbrante; como la de Pablo en el camino de Damasco. Mas ese muchacho de cabellos negros ciertamente era primitivo, como su madre, desde que tuvo conciencia, un poeta en su etapa de descubrimiento.   
 
 
Se dedicaba al trabajo manual cuando le daban ganas o necesitaba el jornal, o bien cuando debía ayudar a su padre. Pero el dinero extra con que pagó la primera edición de su libro provino acaso de ganancias derivadas de su actividad especulativa. Cuando ese mismo año 1855, murió su padre y Hojas de hierba (que se había convertido en su carrera) no le proporcionaron ni dinero ni fama, se desentendió de un negocio que no podía ser de su interés —nunca estaba interesado en ganar más dinero del que absolutamente necesitaba— y volvió, no a la política, de la que estaba desengañado, sino al periodismo. Como también a la revisión y ampliación de Hojas de hierba, que entonces habían cobrado un impulso que aseguraba su marcha progresiva.   
 
 
Sin embargo, aun cuando desde el punto de vista de las ventas la primera edición de Hojas de hierba fue uno de los fracasos más rotundos de que dan cuenta los anales de la literatura, de ninguna manera cabe decir lo mismo de la recepción que ella encontró entre los críticos. El libro fue acogido bastante bien por los profesionales que recibieron un ejemplar gratis. Fue discutido a fondo, y ampliamente, con la conciencia, de que se estaba en presencia de algo nuevo y potente en las letras americanas. Si la reacción más frecuente fue el disgusto y hasta el desprecio, tal hecho constituía, en cierto modo, dado el tema, un éxito. Hojas de hierba cayó mucho mejor que la primera producción de Poe y por lo menos tan bien como Una semana en los ríos Concord y Merrimack, de Thoreau.      
 
 
Canto a mí mismo  
 
 
En lo que respecta a este primer libro experimental de Whitman, libro delgadito, desparejo, de una agresividad defensiva en comparación con Hojas de hierba muy ampliadas que habían de seguir, es de señalar que los contados norteamericanos que lo leyeron no juzgaban al Whitman con el que nosotros estamos familiarizados, sino tan sólo a un aguilucho de erizado plumaje. Debieran tenerse presente estas palabras de Walt: “Quien toca a este libro, toca a un hombre”. Es imprescindible una incursión en el campo de la crítica para explicar lo que Walt hizo y lo que logró; mas la mayor parte de la discusión de ésta y las posteriores ediciones de Hojas de hierba es tan estrictamente biográfica como el relato de las aventuras que corrió en las calles de Nueva York: “Yo… vivo en ella, y mis poemas, —¡oh, son muy míos!”.  
 
 
Los críticos de esta primera edición, excepción hecha de los que quedaron demasiado escandalizados por el lenguaje franco de los poemas, como para fijarse en otra cosa, leyeron y discutieron el sermón poético con interés y aprobación. Pero (como acaso también Emerson) dejaron de tener presente las explicaciones de Whitman al leer los poemas. La casi totalidad de ellos pasaron por alto su afirmación más importante, o sea que el poeta mismo debe ser la época, transfigurada, quedando desconcertados y estupefactos ante un Walt Whitman que parecía haberse entregado a todo, desde el salvajismo y la sensualidad hasta místicas identificaciones con el espíritu rector del universo.   
 
 
El primer poema que leyeron se tituló más tarde “Canto a mí mismo”. Era un rico compendio de todo cuanto el autor poseía a la sazón y de la mayor parte de lo que había de poseer jamás. Era el corazón de Whitman, bien que aun no lo mejor de él. Este canto ilustra, y estaba destinado a ilustrar, lo que Whitman entendía por poesía, y su enunciado está en la primera línea antes citada:
 
 
“Yo me celebro a mí mismo y a mí mismo me canto”. 
 
 
Y si estas Hojas de hierba, que unían tierra y cielo y se ofrecían como la exaltación y revelación de Walt Whitman, un norteamericano, si estas Hojas de hierba habían de ser verdaderos poemas y si América constituía una realidad nueva en el mundo y el hombre común, tal como se expandía en América, un tópico nuevo en la literatura, los poemas mismos debían ser algo nuevo, experimentos, inventarios, repeticiones, símbolos, descripciones del flujo de la conciencia de este Walt Whirman representativo, hasta que el todo se transformara en un hombre, en vez de un libro, y el hombre apareciera como un microcosmo de la humanidad toda, la buena y la mala, la pobre y la rica, la fuerte y la débil, en tierra americana y, acaso, en el mundo entero. Esto hacía necesario una nueva elocuencia, un nuevo enfoque y un nuevo objetivo. Walt Whitman no acertaría la primera vez. No acertaría nunca por completo, no obstante que hasta el fin de sus días se consagraría a esta tarea.   
 
 
En 1881 publicó Ramas en noviembre; en 1888-89 la octava edición de sus poemas y tercera de sus obras completas, en 1891 Adiós a mi imaginación, con nuevos poemas, y en 1892, la novena edición de Hojas de hierba.   
 
 
Murió Walt Whitman plácidamente, pidiendo disculpas por su tardanza en morir, de la mano en la de su amigo Traubel, el 26 de marzo de 1892.
 
 
Armando Almada-Roche
 
(Desde Buenos Aires, especial para ABC Color)
 
REVISTA CULTURAL DE ABC COLOR
 
Domingo, 5 de setiembre de 2010
 
Fuente digital: www.abc.com.py
 
 
 
 
 
 
 

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