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ARMANDO ALMADA ROCHE

  VIRGINIA WOOLF: UNA HISTORIA DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE - Por ARMANDO ALMADA ROCHE - Domingo, 24 de marzo de 2010


VIRGINIA WOOLF: UNA HISTORIA DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE - Por ARMANDO ALMADA ROCHE - Domingo, 24 de marzo de 2010

UN 28 DE MARZO DE 1941 SE SUICIDABA LA GRAN ESCRITORA

VIRGINIA WOOLF: UNA HISTORIA DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE

 

Por ARMANDO ALMADA ROCHE


Intentaremos trazar, a modo de recordación, una breve semblanza de una escritora singular, por numerosas razones. Desde la publicación de su primera novela en 1915, Virginia Woolf, junto a James Joyce y también, según algunos, D. H. Lawrence, ocupa un destacado lugar en la literatura inglesa. Sin embargo, tanto Joyce como Lawrence ocupan el panteón de los célebres y celebrados desde hace muchos años, pero, para Virginia Woolf, la hora de popularidad, aunque gozara de aprecio y consideración anteriores, empezó a sonar en la década de los setenta. Quizá quien más ha contribuido a esa popularidad fue, precisamente, Quentin Bell —sobrino y biógrafo in extenso de la autora— y la copiosa obra de Virginia Wollf, por cuya calidad indudable muchos lectores se acercan hoy.
 
Dentro del espacio temporal en que vivió la Woolf, (1882-1941) asistimos a los últimos años del victorianismo; el afianzamiento de las ideas socialistas que culminarían con la creación del Partido Laborista (del cual fue miembro), la culminación de las aspiraciones de las sufragistas con la consecución del voto para la mujer en 1918 (también en las luchas feministas intervino, aunque discretamente, al nivel físico; pero es decisivo su aporte teórico a la causa de la mujer en dos de sus títulos); dos guerras mundiales; el auge del fascismo en Europa… Es muy fácil seguir históricamente el período y comprobar que, en sus rasgos sobresalientes, aparece siempre la aportación propia de Virginia Woolf.
 
Estaba en lo cierto el poeta T. S. Eliot, cuando al morir la autora señalara que se había dado en su vida “una concurrencia de cualidades y circunstancias que no se habían dado con anterioridad y no creo que vuelvan a darse”. A través de las líneas de este trabajo, podemos seguir muy bien la trayectoria de una mujer nacida en el seno de una verdadera aristocracia intelectual, quien, por cierto, antes de tomar la pluma, era ya la narradora oficial de la familia, la persona a la que sus hermanos mayores solicitaban, noche tras noche, que desgranara las hazañas de un personaje de ficción que les encantaba. Una mujer que fue el centro de un grupo intelectual, el Grupo de Bloomsbury, que reunió a muchas de las personalidades inglesas más destacadas de la primera mitad del siglo pasado, no sólo en el campo literario, sino también en el plástico, económico, filosófico… y contestatario. Objetores de conciencia durante la Primera Guerra Mundial y padres espirituales de la generación de los años treinta (el poeta W. H. Auden, los novelistas Christopher Isherwood y E. M. Forster, John Lehmann, el biógrafo Lytton Strachey, el economista J. Maynard Keynes y otros), antifascistas medulares que apoyaron a los republicanos españoles en la Guerra Civil, costándoles en algunos casos (como en el del propio sobrino de la autora Quentin Bell) la vida. Virginia Woolf y su marido ocupan además un puesto de honor en el mundo de la edición inglesa, al crear en 1917, casi como hobby, la que sería una de las editoriales más prestigiosas, la Hogarth Press, en la que dieron a conocer autores como Eliot, Catherine Mansfield y Freud al mundo anglosajón.
 
 
 
 
Miembros de la Medianoche
 
Hablemos un poco más del Grupo de Bloomsbury, el espacio vital de Virginia Woolf y su círculo de intelectuales inconformistas, recorrer el camino de sus vidas, tras las huellas de la escritora británica.
 
Empecemos con las casas en que Virginia Woolf y sus amigos vivieron a lo largo de diferentes etapas: la Little Talland House, de Rirle, cercana a Charleston, donde se refugió Vanessa, la hermana de Virginia, al amor de Duncan Grant; la casa encantada de Asheham, que se divisaba —antes de su reciente demolición— a través de los árboles al pie de Itford Hill; Monk’s House, en Rodmell; la Berwick Church, casi enteramente pintada por Vanessa Bell y Duncan Grant, en cuyo pequeño cementerio fueron enterrados; Manorbier Holford, uno de los sitios elegidos por Leonardo y Virginia para su luna de miel. Y Cornwall, Saint Yves, los acantilados desde donde Virginia contemplaba Godrevy, su faro inalcanzable. Kew Gardens, Milton, New Forest, Sissinghurst Castle, Knole, Long Barn, por donde Vita Sackville-West paseaba acompañada de grandes perros su elegancia aristocrática; y, a unas millas de Lyndhurst, la casa de campo de Janet Case, la profesora de griego de Virginia.
 
Las raíces de este círculo de elite hay que buscarlas en las casi secretas sociedades estudiantiles, Apostles y Midnight, del Trinity y del King’ s Collage de Cambridge. A los apóstoles pertenecían Leonard Woolf, Lytton Strachey y Saxon Sydney Turner, quienes trabaron amistad con Thoby Stephen y Clive Bell, miembros de la Medianoche.
 
Su matrimonio con Leonardo Woolf era muy especial. Lo compartían todo intelectualmente, pero sin entrar uno en el espacio psíquico ni corporal del otro. Él era en extremo racional; ella era hipersensible, imaginativa. Antes de casarse y después, Virginia depositó su intimidad en mujeres, en un sentido u otro, excepcionales: Violet Dickinson, Vita Sackville-West, Ethel Smith… Su alimento era el afecto, adoraba a su hermana Vanessa, tendía hacia el cariño maternal. Hay que recordar que perdió a su madre a los trece años, lo que originó su primera gran depresión.
 
En Virginia no había un feminismo exclusivo. Con una actitud un tanto libertaria, rechaza la autoridad para establecer reglas éticas para hombres y mujeres, y proclama que una mente de altura debe ser andrógina. Algunas revelaciones sobre la escritora aluden a su rechazo de la sexualidad, su frigidez, o un cierto asomo de lesbianismo.
 
De la Virginia Woolf, gran narradora entre sus hermanos antes de emplear su talento narrativo y su imaginación sobre el papel, a la autora de una novela, van bastantes años. Puesto que se da el caso de que publicó su primera novela a los treinta y tres años, lo cual no significa que su actividad literaria fuera tardía. Cartas, diarios, colaboraciones, críticas —que forman un corpus notable dentro de su producción— son anteriores a la fecha de edición de su primera novela. Una vida, casi diríamos, vertida constantemente en el papel, enmascarada con la fantasía, en el caso de su labor de novelista, o realista en sus diarios y cartas. Hasta tal punto Virginia Woolf nació, vivió, respiró literatura, que su muerte, por decisión propia (“la muerte, una experiencia que nunca podré narrar”, dijo en cierta ocasión John Lehmann), echándose al río Ouse con pesadas piedras en los bolsillos, le permitió dejar un documento conmovedor y único: tres cartas (un borrador y otra definitiva a su marido, Leonardo Woolf; y otra a su hermana, Vanessa Bell). Así como la cruel y congénita compañera, la locura, ese “vicio absurdo” que la empujaba a la muerte, como cuando recién pasados los treinta ingirió cien tabletas de veronal, o en su infancia se arrojó de una ventana…, ese “vicio absurdo” o enfermedad crónica con ataques periódicos, como alguien definió esa obsesión de la muerte, del último de los cuales no se sobrevive, y que la inmovilizó periódicamente y le sirvió, concretamente, para darnos un personaje insuperable dentro de la literatura contemporánea, el Septimus Warren Smith, de La señora Dalloway, sólo por citar un ejemplo. Porque Virginia Woolf hizo de sus privilegios y de sus taras material literario, letra escrita, seguramente porque lo que la animó, desde siempre, fue una verdadera pasión: la de escribir.
 
La muerte. Las palabras
 
Su país: Inglaterra, con sus tradiciones, sus castas. Una evolución.
 
Su territorio: el lenguaje.
 
Y dos fechas:
 
1882: el nacimiento
 
1941: el suicidio
 
Y más allá de las tradiciones, los acontecimientos, la lengua, las guerras y las fechas: el mundo y sus lenguajes. La escritura de los paisajes, la duración de los elementos. El tiempo no reglamentado.
 
Virginia Woolf, una escritora; una de las más grandes autoras del siglo pasado. Una mujer inserta en su época, en su medio social, pero presa de la locura, en lucha con ciertos tabúes (sin duda alguna, precursora del Movimiento de Liberación de la Mujer). También editora, crítica literaria lógica, implacable; luchadora eficaz; autora célebre, incluso mundana. Militante socialista. Pero sobre todo —no conviene olvidarlo— del ámbito del trabajo de creación, obrera de este trabajo. Apasionada. De la raza de Proust, de Flaubert, y que no se detendrá ante el peligro mental que representa cada uno de sus libros. Y que se agrandaba ante ese peligro.
 
Conoceremos su talante profesional, intelectual, brillante. Celosa de otros escritores, pero editora convencida de escritores en los que cree y a los que defiende. La veremos luchando por la libertad de las demás mujeres, y protegida como pocas lo fueron por un hombre: Leonardo Woolf, su marido. La veremos atormentada por sus fantasmas; cocinando el haddock (especie de bacalao que se come ahumado); oponiéndose al nazismo. La veremos privada de los niños que no deseaba. Y, sin duda, advertimos en su naturaleza más sensualidad que sexualidad. Sabremos de su ascendiente sobre los demás; del ascendiente de su clase sobre ella; del ascendiente de la historia. Su sobrino y sus amigos la recordarán. Seguiremos su constante lucha, su patética pelea por conservar la razón. Pero no deberemos olvidar la obra que durante toda su vida extrajo de ella su energía, la agotó a la vez que tomaba forma, más allá de los símbolos en cuyo seno vivía y contra los que a veces arremetía encarnizadamente.
 
 
 
El agua. La mujer. La carta. El padre. El sexo, con ambigüedad. Las horas. La alimentación. Las moradas. La muerte. Las palabras.
 
Virginia Woolf no se negó a la maternidad. Fue Leonardo quien, tras una consulta a los médicos, en el período de depresión de Virginia que siguió a su luna de miel, decidió que la maternidad podría influir de manera seria sobre su salud inestable. Ella envidió los hijos de su hermana Vanessa y vivió con verdadera pasión la niñez de sus sobrinos.
A Virginia Woolf se llega más directamente a través de su material autobiográfico que de sus libros. Así, el Diario de una escritora, la biografía de Virginia Woolf, de Quentin Bell, los volúmenes de sus cartas, la edición completa de los diarios, las cartas de Vita Sackville-West a Virginia, lo que se anuncia como íntimo retrato de Leonardo y Virginia Woolf en A marriage of true minds, y una muy extensa bibliografía sobre esa “literatura del yo” de otros miembros del círculo Bloomsbury. Pero después de leer todas las novelas de Virginia y acudir a la fuente, hasta ahora inagotable, de su bibliografía, hay tres puntos, cuando menos, en la personalidad de la autora que permanecen en penumbra: su locura y su suicidio; el feminismo y el carácter de sus relaciones con otras mujeres; y su frigidez y la verdadera naturaleza de su matrimonio, esa relación con Leonardo Woolf que ella nos lo presenta feliz en su diario (no deja de subrayarlo incluso en su carta de suicida), pero cuyas luces y sombras jamás se realizan en profundidad.
 
 
 
La algarabía, la incertidumbre
 
No hay en los diarios una exploración profunda de estas zonas íntimas. Roger Pool lo intentó en La Virginia Woolf desconocida, un libro subjetivo que produce una impresión poco fiable. Sabido es que la bibliografía sobre Virginia Woolf y Bloomsbury fluye por dos canales bien distintos y que responden a dos actitudes encontradas: por un lado, apasionamiento y devoción por cuanto atañe a ese círculo de elite, y a Virginia como personaje principal de Bloomsbury; y, por otro, rechazo, casi aversión (el matrimonio Leavis, desde su asentada situación académica en Cambridge, sería el ejemplo más claro) por cuanto a ellos se refiere.
 
En los diarios se encontrarán datos suficientes para conocer los elementos dispares del mundo interior de Virginia y las dudas en torno a su ánimo depresivo, ¿o locura?, a las causas o motivos del suicidio, al rechazo de su cuerpo y de la sexualidad. Y junto a todo esto, las depresiones desesperantes, las inquietudes, las inseguridades, las contradicciones, la espera angustiosa de la crítica de sus libros frente a los proyectos ilusionados de la obra siguiente.
Los años veinte son una época de extraordinaria creatividad para Virginia Woolf. Publica sus novelas conocidas, Jacob’s Room (El cuarto de Jacob, 1922), Mrs Dolloway (La señora Dolloway, 1925), Al faro (1927) y Orlando (1928). En los últimos diez años de su vida, escribió, además, la biografía Flush (1933), terminó la segunda serie de los ensayos The Common Reader (1932; la primera se había publicado en 1925), la novela The Years (Los años, 1937), el ensayo Three Guineas (Tres guineas, 1938), la biografía de Roger Fry (1940) y la novela Between the Acts (Entre actos, 1941). Finalmente, trabajaba en Anon, una personal historia de la literatura inglesa, quizá un nuevo Common Reader, en el que tenía que adoptar su mirada crítica, ese punto de vista tan diferente al creativo: “Lo que me agota mentalmente es el conflicto entre dos tipos de pensamiento, el crítico y el creativo, cómo me atormentan la discordancia, la algarabía, la incertidumbre que hay fuera”.
 
Se dice que padecía de algo más grave que una neurosis. Su marido estaba absolutamente seguro de ello. No olvidemos que en su familia había casos de locura. Cuando le llegó el momento estaba verdaderamente alienada. Gritaba. Las enfermeras no podían dejarla un instante. Era una cosa espantosa. Sabemos que sufrió dos crisis antes de su matrimonio con Leonardo. Se afirma que Leonardo tenía miedo de introducir una tercera persona, un psicoanalista. Temía que los síntomas se recrudeciesen si Virginia hablaba de su locura con una tercera persona.
 
Creemos que aprovechó sus estados de conciencia para producir sus mejores obras; por ejemplo, La señora Dolloway. Al faro, Las olas, Entre actos, fueron una auténtica exploración de los más recónditos confines del alma. Escribir sus libros era para ella una aventura peligrosa, muy arriesgada. Todo el que vive una aventura semejante está siempre en peligro.
 
Su profundo conocimiento de las mujeres y de ella misma en tanto mujer, liga a Virginia Woolf a ese mundo donde ellas se insertan tan “totales”, tan vivas: el mundo natural de los paisajes, de los espacios y del tiempo.
 
Pero por más que esos mundos se estructuren y sirvan de base a la sociedad, las mujeres, tan enraizadas e incorporadas, ven sus caminos cortados. Las puertas se cierran; las de las bibliotecas, las de las universidades, las de todos los puestos claves y de las carreras reservadas a los hombres. Se enarbolan carteles que las excluyen. Existen prohibiciones que les impiden conocerse a sí mismas y sobre todo pensar en su cuerpo, hablar libremente de él.
 
Por todas partes surgen limitaciones relativas a las mujeres. Esta cultura, esta actividad, acaparada por hombres, se utiliza por nosotros para dominar a las mujeres, para imponerles un estatuto minoritario y esquemas de vida concedidos por nosotros. Virginia va por derecho al corazón del problema: se trata de un problema económico.
 
 
 
Los hombres somos propietarios y pretendemos seguir siéndolo.
 
Se trata de una colonización, de una segregación.
 
Virginia lucha por la liberación de la mujer, por su derecho a la autonomía, por su derecho a ser ciudadanos libres de este mundo con el que se comunican de un modo tan natural. De ese modo usurpado.
 
 
 
Segura de sí
 
En 1940 se dirigen a nosotros los hombres desde Tres guineas:
 
Los dictadores interfieren hoy en sus libertades; les dictan el modo de vida. Y ya no se limitan a hacer una diferencia entre los sexos, sino entre razas.
 
Experimentan en ustedes lo mismo que experimentaron sus madres al verse excluidas y mantenidas en el silencio en tanto mujeres. Actualmente están excluidas, se las tiene en silencio en tanto judías, en tanto que demócratas, en razón de vuestra raza o de vuestra religión.
 
No es una vieja fotografía lo que hoy pueden mirar. Son ustedes mismas las que marchan en esta procesión. Y la cosa es distinta.
 
Virginia Woolf, en Un cuarto propio, en Tres guineas y en numerosas conferencias, reclama para las mujeres la posibilidad de trabajar, de instruirse, de hablar. La posibilidad de afirmarse libremente en su cuerpo y en su pensamiento. Describe la larga opresión de los jóvenes por parte de sus padres, la explotación por parte de los hermanos del patrimonio familiar y por los maridos de la vida de sus mujeres, de su tiempo y de la sustancia de sus vidas.
 
No se pierde en idealismos ni ideologías. Su voz sigue siendo hoy la vanguardia. También en Tres guineas y en 1940, Virginia Woolf se atreve ya entonces a comparar la opresión de las mujeres a la represión nazi. Reconoce en ambas las mismas raíces; un mismo objetivo: la explotación.
 
Virginia tenía conciencia política, pero no sentido político. Creemos que Talleyrand decía que la política “es el arte de lo posible”. Ella no comprendía lo posible. Era más bien lo imposible lo que ella comprendía.
 
A propósito de Tres guineas, obra feminista en la que Virginia compara la posición minoritaria de las mujeres con la de las minorías judías bajo el nazismo y califica de racista la actitud de la sociedad al respecto de las mujeres. Si comparamos Un cuarto propio con Tres guineas, estoy seguro de que Un cuarto propio tiene más valor como polémica y también como obra de arte. En esta obra, Virginia está de mejor humor, se muestra espiritual y convence más. En Tres guineas hay cólera y angustia. Además, por entonces sufría mucho. Estaba fuera de sí. En Un cuarto propio hay serenidad, se muestra segura de sí.
 
Los territorios de la locura que han fascinado y absorbido a tantos creadores (Nietzche, Nerval, Artaud), Virginia Woolf los escapaba. En su obra, en la que no falta la búsqueda, la investigación a través del lenguaje, por el lenguaje, de una cierta y muy libre lectura del mundo —de su instantánea captación— no exploró, por lo menos voluntariamente, esas regiones que le eran tan familiares; esos espacios a los que otros intentaron acceder esperando encontrar esa presencia inmediata, no censurada, sin talar, sin el cerco de una enunciación formal a base de preocupaciones morales o funcionales (que forman un todo) mediante un aparato lingüístico que actúa como una pantalla de la verdadera escritura de las cosas.
 
Este mundo que hemos convertido en un palimpsesto. Este mundo que pensadores, poetas, músicos e investigadores se afanan por descubrir en su texto inicial forma un nivel de apariencias que subyuga a Virginia Woolf, acaso mejor que su transparencia.
 
La mañana del 28 de marzo de 1941, un día frío de primavera, Virginia agarró su bastón para dar su último paseo. Cruzó las marismas hacia el río Ouse, dejó clavado el bastón en la orilla, y hundió su desesperación en el agua. Tres semanas más tarde, unos niños encontraron el cuerpo flotando sobre el río, cerca de Piddinhoe. El cadáver fue incinerado en Brighton, el 21 de abril, y Leonardo enterró las cenizas bajo uno de los dos grandes olmos del jardín de Monk’s House, que el matrimonio había bautizado con sus nombres. El olmo de Virginia fue derribado, poco después, en una tormenta y las cenizas trasladadas unos metros más lejos. Se señaló el lugar con una reproducción del busto que Stephen Tomlin hiciera de la escritora. Como epitafio, las últimas palabras de su novela Las olas: “¡Contra ti me lanzaré, entero e invicto, oh Muerte!”.
 
No hay en su diario, en los días que precedieron a su trágica muerte, ninguna alusión al suicidio. Sí a su lucha contra la depresión que solía culminar el final de un libro, ahora Entre actos, y que, esta vez, hay que considerar de las más profundas. Aquella mañana en que decidió su muerte, es probable que más que el miedo a la locura, que sin duda sintió, lo que le impulsara a acabar con su vida fuera el terror a no salir de esa situación, a quedarse sin el punto de apoyo que era la escritura cuando se veía “en peligro de ir a la deriva”.
 
 
Fuente: artículo de Armando Almada - Roche
 
armandoalmadaroche@yahoo.com.ar
 
(Desde Buenos Aires especial para ABC Color),
 
en el SUPLEMENTO CULTURAL del diario ABC COLOR
 
del domingo, 24 de marzo de 2010
 
Fuente digital: www.abc.com.py
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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