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GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

  LA NOCHE DEL CATORCE - Por GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ - Año 2015


LA NOCHE DEL CATORCE - Por GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ - Año 2015

LA NOCHE DEL CATORCE

 

Por GUIDO RODRÍGUEZ ALCALÁ

 

Editorial: SERVILIBRO

ISBN: 978-99953-0-728-8

Descripción: 301 páginas; 20 cm

 

 

Año: 2015

Asunción – Paraguay


Ya está en librerías la más reciente novela publicada por el historiador, crítico, ensayista, periodista y novelista histórico Guido Rodríguez Alcalá, La noche del catorce, que acaba de ser presentada en la Libroferia el viernes y de la cual ofrecemos un adelanto exclusivo a los lectores: las páginas que narran los acontecimientos de la noche crucial del 14 de mayo de 1811, cuando un grupo de jóvenes oficiales paraguayos –entre ellos, Vicente Ignacio Iturbe, Antonio Tomás Yegros, Pedro Juan Caballero, Juan Bautista Rivarola y Mauricio Troche– se apoderan de los principales cuarteles de Asunción y se sublevan contra el gobernador Bernardo de Velasco. La novela La noche del catorce abarca todo el complejo proceso de independencia en Paraguay, desde el antecedente de las invasiones inglesas a Buenos Aires en 1806-1807 hasta el congreso asunceno de octubre de 1813.


«Mientras el capitán Pedro Juan Caballero redactaba una carta intimatoria para el gobernador Bernardo de Velasco, este veía entrar en su despacho a Marcelino Rodríguez, el porteño procesado por intentar liberar a los prisioneros de la batalla de Paraguarí mantenidos en un barco. “Aquí le traigo a este individuo, que estaba preso en el cuartel de la Plaza y se escapó, lo prendimos de nuevo”. La presentación del oficial de guardia fue acompañada de un fuerte empellón al fugitivo.

“¡Mi estimado amigo! ¡Qué alegría verlo! Esta vez no se nos ha de escabullir”, le dijo el alcalde al reo con su mejor tono de sorna policial.

“¿Escapar, señor alcalde? ¡A mí me echaron del cuartel!”.

“¡No se pase de gracioso, Rodríguez! ¡Usted se queda aquí, bien asegurado!”. Asegurar era entonces sinónimo de encadenar o de poner prisiones; una barra de grillos pesaba unos once quilos, y algunos llevaban más de una.

“Disponga, señor alcalde, para decirle la verdad, prefiero no volver al cuartel, ¡esa gente da miedo!”

“¿De qué gente habla usted?”

“De la que acaba de entrar; son demasiados, ya no cabe una aguja, y por eso han echado a los presos, para hacerle lugar; muchos de esos individuos van a pasar la noche en las celdas, por falta de espacio”.

“¿Quiénes son?”

“Dicen que milicianos del coronel Yegros, de Itapúa, y del coronel Cabañas, de las Cordilleras”.

“¿Y por dónde llegaron?”

“Por el lado de Campo Grande, no sé los demás”.

“¿Los demás? ¡Hable claro!”

“Los que tienen que llegar en la madrugada; muchos más todavía, según dicen, de distintos partidos”.

“Teniente, ¡llévese a este mentiroso a la guardia! ¡Este no es el momento para embustes!”

Poco después llegó otro de los procesados por la fallida liberación de los argentinos; otro preso expulsado del cuartel y capturado por los leales de Velasco, que repitió y confirmó la historia de Rodríguez: en el cuartel se apiñaba una multitud de individuos armados que echaban a golpes a los presos para ocupar sus celdas.

A una discreta seña de Velasco, su edecán, Fernández, llevó a otra habitación al teniente Abreu con un pretexto cortés. El gobernador, los regidores, los vecinos y oficiales fieles debían evaluar la situación con plena libertad, sin la presencia del portugués, de cuyas verdaderas intenciones se desconfiaba, pese a la alianza ocasional entre España y Portugal, viejas enemigas.

“No entiendo qué ha pasado, porque sabíamos todo”, deploraba Gutiérrez.

“Todo menos la fecha, señor Gutiérrez”. De acuerdo con lo tramado y descubierto, Fulgencio Yegros debía iniciar la marcha en julio y dirigirse desde Itapúa hasta las Cordilleras, donde se le uniría el coronel Cabañas. Blas Rojas de Aranda, comandante de la ocupación paraguaya de Corrientes, debía navegar río arriba para sumarse a los anteriores en la capital; presidía el comité de recepción a los camaradas el capitán Caballero. El jefe militar del movimiento era Yegros, y el civil, Fernando de la Mora. “Todo cambia si Yegros y Cabañas están en la capital o a un paso de ella”.

“Señor gobernador, tenemos una orden precisa del virrey Elío, la de mantenernos firmes. Si cedemos ahora, ¿qué pasará después?”

“¿Quién le asegura a usted que habrá un después?”

“Con el debido respeto, señor gobernador, nuestra posición es firme. Los catalanes esperan una señal para usar sus fusiles, nuestros pedreros pueden dar buena cuenta de esa chusma”.

“Si comienza el fuego, aunque no lo comencemos nosotros, morirán varios vecinos y, por supuesto, nos echarán la culpa a nosotros. Debemos obrar con tacto para evitar lo peor”.

A la residencia de gobierno llegó el teniente Vicente Iturbe, muy alterado, con el escrito de Caballero. El edecán Fernández trató de calmarlo: ¿Por qué tanta molestia, si dentro de poco recibiremos dinero del capitán general de Mato Grosso? ¿Mato Grosso también? ¡Pensábamos que se pretendía entregar la provincia a Río Grande solamente! ¡Más a nuestro favor y más en su contra! Fernández, un as de las indiscreciones, era muy resistido por los paraguayos y por eso una de las exigencias de Caballero fue la destitución del edecán, juntamente con la de Benito Velasco, el sobrino del gobernador. ¿Qué más nos piden estos señores?, se preguntaba Velasco en voz alta, revisando la nota con sus incondicionales. ¿Los archivos oficiales? Los recibirán previa revisión. ¿El dinero de las Reales Cajas? Que no se ilusionen, porque es poco. ¿Las armas? Vamos a pensarlo. En la madrugada del 15 de mayo hubo un activo intercambio de notas entre Caballero y Velasco, este deseoso de ganar tiempo para conseguir lo mejor dentro de las circunstancias; la experiencia le había enseñado que, en caso de asonada, las demoras favorecían a la autoridad. Él estaba con el virrey Liniers en enero del nueve, y vio cómo se cansaron y se fueron Álzaga y sus amigos, corridos por la lluvia, después de haber exhibido a gritos la destitución del gabacho, quien no se molestó en contestarles y les ganó por cansancio. También podían cansarse los paraguayos, con la diferencia de que la casa de los gobernadores de Asunción no tenía los muros de la fortaleza de los virreyes, y esto lo sabían los alborotadores.

“¡Esto es inaceptable! ¡Es una junta, señor Velasco!”

“¡Señor Gutiérrez, mis enemigos piden que me quede y usted me despide!”

“¡No he dicho eso!”

“No diga más y será mejor”.

Al amanecer, el teniente Iturbe pronunció la frase célebre: “Quince minutos os doy de plazo, pasados los cuales obrará la artillería”. Para entonces, ya se habían emplazado cañones frente a la casa de los gobernadores. Velasco aceptó el ultimátum solo después de mandar a casa a sus soldados, permitiéndoles llevarse sus armas.

Fray Fernando Caballero estaba impresionado. ¡Ese niño a quien había bautizado y tenido en brazos, su sobrino Pedro Juan, convertido en un conductor esclarecido! No pudo resistir la tentación de preguntarle:

“¿Qué hubieras hecho si pasaban los quince minutos y…?”

“No sé, pero resultó”.

Ni los hombres de Yegros ni los de Cabañas habían llegado a la capital: aquellos dos presos cuyos informes alarmaron a Velasco fueron enviados por Caballero; una argucia que, sumada a la amenaza de abrir fuego, terminó por confundir al adversario.

“Este Caballero me ha dejado gratamente sorprendido”, comentó Pedro Somellera, más asesor de Caballero que de Velasco, y cuyo hermano Benigno hizo de servidor de cañón en el momento difícil. Los hermanos Somellera, Marcelino Rodríguez, Pedro Domecq, José de María, Narciso de Echagüe, Gregorio de la Cerda y otros hombres de las provincias de abajo hicieron de la jornada aquella una anticipación del Mercosur.

“Cada hombre tiene su momento”, le contestó Mora, por un momento receloso de la decisión de Caballero, la de adelantar la fecha del golpe sin esperar a los hombres del interior. Fue arriesgado y atinado al mismo tiempo, porque al día siguiente cambiaba la guardia de los cuarteles, que ya no se abrirían a los conjurados.

Velasco fue destituido como gobernador y nombrado presidente de una junta de tres miembros, aunque se hubiera pensado hacerla de cinco, sin excluir a Yegros ni a Cabañas, el vencedor de Tacuarí. El cambio de programa por causa mayor obligó a formar una junta provisoria, para mandar hasta que llegaran Yegros y los demás. Uno de los miembros se eligió sin discusión, y fue el español Juan Zeballos, aceptado sin objeciones. ¿El otro vocal? Caballero no quería un cargo que lo apartara del mando directo del cuartel. Fernando de la Mora no quería estar en la junta provisoria sino en la permanente. Entonces fray Fernando propuso a su candidato, rechazado por Iturbe y Caballero, ¿por qué incluir a un hombre que no ha hecho nada por la revolución? El franciscano dio su autorizada garantía: respondo con mi sangre por mi sobrino José Gaspar.»

Guido Rodríguez Alcalá. La noche del catorce. Asunción, Servilibro, 2015.

 

 

Fuente: Suplemento Cultural del diario ABC COLOR

Publicado en fecha: Domingo, 26 de Abril del 2015

Fuente en Internet: www.abc.com.py

 

 

 

 

 

 

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