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AUGUSTO ROA BASTOS (+)

  HIJO DE HOMBRE, 1997 - Novela de AUGUSTO ROA BASTOS


HIJO DE HOMBRE, 1997 - Novela de AUGUSTO ROA BASTOS

HIJO DE HOMBRE

Obras de AUGUSTO ROA BASTOS

Biblioteca Paraguaya El Lector, Colección Literatura, Nº 4

Editorial El Lector,

Asunción-Paraguay 1997 (269 páginas)

 

 

Esta edición de HIJO DE HOMBRE mantiene las modificaciones que introdujo Roa Bastos en la primera edición paraguaya con el sello de El Lector en 1982, que sin variar las características de las primeras ediciones, cambia algunos elementos y los enriquece, siguiendo con los dictados de su propia concepción literaria, ya que Roa Bastos sostiene que “un texto se es vivo, vive y se modifica”. Con esta edición El Lector pone nuevamente al alcance del público paraguayo una de las joyas de la narrativa nacional y latinoamericana para solaz de sus lectores.



NOTA DEL AUTOR

HIJO DE HOMBRE, en su versión original, fue publicada en Buenos Aires en. 1960. Con esta novela se iniciaba una trilogía narrativa inspirada en la vida y en la historia (le la sociedad paraguaya. Hijo de hombre, Yo El Supremo y El Fiscal (esta última actualmente en curso) se han ido elaborando lentamente, amasados en los zumos de la realidad paraguaya, en las extrañas y trágicas peripecias de su vida histórica y social: esa realidad que delira y que nos echa al rostro ráfagas de su enorme historia, según la sintió y describió Rafael Barrett a comienzos del siglo.

En la literatura del Paraguay; las particularidades de su cultura bilingüe, única en su especie en América Latina, constriñe a los escritores paraguayos, en el momento de escribir en castellano, a oír los sonidos de un discurso oral informulado aún pero presente ya en la vertiente emocional y mítica del guaraní. Este discurso, este texto no escrito, subyace en el universo lingüístico bivalente hispano-guaraní, escindido entre la escritura y la oralidad. Es un texto en el que el escritor no piensa pero que lo piensa a él. Así, esta presencia lingüística del guaraní se impone desde la interioridad misma del mundo afectivo de los paraguayos. Plasma su expresión coloquial cotidiana así corno la expresión simbólica de su noción del inundo, de sus mitos sociales, de sus experiencias de vida individuales y colectivas.

En su conjunto, mis obras de ficción están compuestas en la matriz de este texto primero, de este texto oral guaraní, que los signos de la escritura en castellano tienen tanta dificultad en captar y expresar que las formas y las influencias culturales y literarias venidas de afuera no han conseguido borrar.

HIJO DE HOMBRE, la primera novela de la trilogía mencionada, me permitió precisamente profundizar esta experiencia de búsqueda en el intento de lograr la fusión o imbricación de los dos hemisferios lingüísticos de la cultura paraguaya en la expresión de la lengua literaria de sus narradores y poetas; dos universos lingüísticos de tan diferente estructura y funcionalidad. Traté de hacerlo a través de las formas  de la experiencia simbólica y semántica que permitieran esta síntesis más allá o por lo menos en una dirección diferente de la simple mezcla de léxico y sintaxis del JOPARA del castellano paraguayo hablado, fórmula que utilicé sin éxito en mis primeros libros.

La tentativa ensayada en HIJO DE HOMBRE por el camino de una aglutinación semántica tampoco me satisfizo del todo. Así, después de veinte años, me encontré retocando y corrigiendo el texto narrativo de Hijo de hombre, animado por las experiencias realizadas en dos novelas posteriores, CONTRAVIDA (inédita aún) y YO EL SUPREMO. Corregir- y variar un texto ya publicado me pareció urca aventara estimulante. Un texto -me dije pensando en los grandes ejemplos de esta práctica transgresiva- no cristaliza de una vez para siempre ni vegeta con el sueño de las plantas. Un texto, si es vivo, vive Y se modifica. Lo varía y reinventa el lector- en cada lectura. Si hay creación, ésta es su ética. También el autor -corno lector- puede variar- el texto indefinidamente sin hacerle perder su naturaleza originaria sirvo, por- el contrario, enriqueciéndola con sutiles modificaciones. Si hay una imaginación verdaderamente libre y creativa, ésta es la poética de las variaciones. Esto hace posible la aventura de las metamorfosis de los libros éditos o inéditos en busca de su identidad, exactamente, corno lo hace el hombre a lo largo de su vida; ese misterioso ajuste de dos abstracciones: el fondo y la forma. Pero la forma no es sino el fondo que remonta a la superficie, decía. Víctor Hugo. Y esto sucede a veces -casi siempre- muy lentamente.

Además -me dije mistificando un poco la realidad de las cosas-, si una, sola vez muere el hombre, el autor quiere que su libro renazca muchas veces. Comprendí que ésa no era urna idea descartable ni errónea. Desde Shakespeare a Borges, desde la versión de los códices mayas y aztecas a los cuentos y relatos de la tradición popular y universal, desde las escritoras anónimas del Medioevo a los textos orales de las culturas indígenas y mestizas; desde, digamos, François Villon a Emiliano R. Fernández, el mayor poeta paraguayo bilingüe, la letra se subordina al espíritu, la escritura a la oralidad. Esta poética de las variaciones que subvierte y anima los «textos establecidos» forma los palimpsestos que desesperan a los críticos sesudos pero que encantan a los lectores ingenuos.

El anciano Macario, uno de los habitantes de HIJO DE HOMBRE, bajo la aparente obsesionada fijeza de sus relatos, varía constantemente las voces y los sueños de la memoria colectiva encarnados en ese diminuto cuerpo esquelético y espectral que puede caber cuando lo entierran -es decir cuando sobreviene su segundo nacimiento- en el ataúd de una criatura.

Durante más de veinte años, durante toda mi vida, he imitado sin saberlo al viejo Macario y siento que todo autor; hasta el menos ilustre y capaz y justamente por ello mismo, debe proceder a la ética y a la poética de las variaciones. Lo hace de todos modos, aunque no se lo proponga, de un  libro a otro, de tal modo que la última versión es exactamente, en  la vuelta completa del círculo, la negación de la primera.

** Así, esta versión de HIJO DE HOMBRE es una obra enteramente nueva sin dejar de ser la misma con respecto al original en cuanto mantiene esencialmente su fidelidad al contexto originario de cuya realidad no es más que una de las posibles fábulas que la palabra portadora de mitos puede inventar:

AUGUSTO ROA BASTOS- Toulouse, 1982


ÍNDICE
NOTA DEL AUTOR

I. HIJO DE HOMBRE


II. MADERA Y CARNE


III. ESTACIONES


IV. ÉXODO


V. HOGAR


VI. FIESTA


VII. DESTINADOS


VIII. MISIÓN


IX. MADERA QUEMADA


X. EX-COMBATIENTES.

 

**/**

X. EX COMBATIENTES  (FRAGMENTO 1 A 5)

Bajó del tren lentamente, titubeando con desgana. Daba la impresión de que le costara reconocer el lugar o de que no tuviera mucho interés en quedar allí. Los ojos se le achicaron bajo el pesado resplandor de la siesta.

Aplastó sobre la frente el ala del arrugado sombrero que llevaba una cucarda pegada al cintillo, y acabó de descender la plataforma de uno de los coches de segunda, apoyando casi a tientas los pies descalzos en el andén. En medio del barullo y de los empujones, al principio no se fijaron en él. Yo sí; yo lo vi enseguida, pero me quedé observándolo disimuladamente porque imaginé lo que iba a pasar y no quería ser el primero en notar su llegada. Estaba estrenando el cargo; debía guardar las apariencias, el espíritu de autoridad. Ese hombre nos ponía de nuevo ante ciertos hechos irremediables; al menos para nosotros. A él mismo, sin duda, le costaba hacerse cargo de ellos. Quizá a eso se debía su actitud de despego, de rechazo.

Miró alejarse el convoy. Entonces a su indecisión se mezcló el desaliento como si de pronto sintiera que lo habían abandonado en un desierto. Giró la cabeza hacia las casas y los ranchos que flotaban en el polvo, a la sombra de las ovenias y de los paraísos chamuscados por el sol. Acaso le resultaba difícil de verdad reconocer su pueblo al retorno, luego de los tres años de guerra, no porque el pueblo hubiese cambiado mayormente en ese tiempo, sino porque los cambios se habían producido en él, en la parte de adentro de los ojos, y no acertaba a ubicarlos en el exterior.

Miró la carretera que partía en dos el caserío. A lo lejos, el montículo verdinegro de Tupã-Rapé palpitaba en las retracciones. La visión del cerrito pareció orientarlo.

Echó a andar con lentitud. El polvo se enroscó a su escuálida figura. Subió hasta la picuda cara de pájaro donde la piel reseca se pegaba al hueso, curtida, grabada a fuego por los espinos del Chaco, por los gránulos morados de la pólvora que le embijaban los pómulos terrosos, uno de ellos arado a quemarropa por el tajo de una bala. Estaba cambiado, sí; pero a él lo reconocieron de inmediato.


2

-¡Miren quién llegó! -gritó uno-. ¡El sargento Crisanto Villalba!... Pero aún ese nombre sonaría extraño para él. No hizo ningún gesto. No hizo caso. Siguió andando lentamente, como si además de miope hubiera llegado sordo.

La noticia levantó un reguero de exclamaciones y comentarios entre la gente aglomerada en torno a la estación. Se le arrimaron varios hombres, también con andrajos del uniforme de campaña; uno de ellos apoyado en sus muletas. A otro le faltaba la mitad de un brazo. Tenía la manga de la blusa doblada y sujeta con un alfiler de gancho. El recién llegado se detuvo y los miró con su cara impasible, más oscura del lado de la cicatriz por el reviro del sombrero.

-¡Por fin llegaste, Jo!... -tanteó Eligio Brisueña, agitando hacia él la manga vacía, sin animarse todavía a completar el apodo.

-¡Ou Jocó! -gritó alguien.

Los otros al oír eso se descosieron.

-¡Jocó!...

-¡Jocó!...

-¡Jocó!...

Ese seguía siendo su verdadero nombre. Nombre de pájaro. Se arremolinaron a su alrededor. Estaba parado en el polvo como entre gente extraña cuyas caras no conocía o no recordaba. Los miraba con su negra cara de garza, un poco encorvado por el peso de la abultada bolsa de víveres que apretaba bajo un brazo con cierta desconfianza. Las llamitas de los ojos volvieron a parpadear en las cuencas profundas. No era falta de visión seguramente. Toda esa sombra que traía dentro era la que le impediría ver en la luz meridiana. No volvía ciego; tan sólo desmemoriado acaso. El famoso verdeolivo del Chaco estaba lleno de remiendos y zurcidos hechos pacientemente. Tres pedacitos de cinta tricolor, tan desteñidos como la cucarda del sombrero, se hallaban cosidos al bolsillo izquierdo de la chompa, atestiguando las tres cruces que vendrían dentro de la bolsa de víveres. Llevaba la manta arrollada en bandolera. De uno de los bolsillos asomaba la achatada cuchara de lata. Gruesas venas y nervios como sogas le subían por el cuello.

Me hicieron llamar. No tuve más remedio que ir. Lo acorralaban en una actitud especial, entre respetuosa y condescendiente todavía, algo incómodos, pero bulliciosos, contentos de recuperar al compueblano, al retrasado compañero de allá lejos.

Me metí entre ellos. Lo palmeé amistosamente el hombro.

-¿Qué tal, Crisanto?

En la bolsa de víveres hubo un apagado ruido de hierros que entrechocaban blandamente. Pensé que sería el plato y el jarro del equipo. Venía con todo encima.

-¿No te acordás del teniente Vera? -le dijo Pedro Mártir, señalándome.

-No...

En realidad, Crisanto me conocía poco. Yo había salido de Itapé siendo muchacho.

-Ahora es nuestro alcalde...

-Ah...

-¡Se acabaron los jefes políticos! -escupió Hilarión Benítez, apoyándose en sus muletas-. Ahora tenemos alcalde... Por primera vez un compueblano, por lo menos.

-Ah...

-¡Jha... Crisanto chal... -dijo Corazón Cabral, señalando los trocitos de cinta en el bolsillo de la chompa-. ¡El único ex combatiente condecorado del pueblo de Itapé!

Una imperceptible sonrisa jugó sobre la boca del recién llegado. Un chico harapiento se coló en el grupo y se puso a mirarlo, con aire adormilado. Tenía la boca amelcochada con jugo de naranjas agrumado por el polvo. La costra seca le chorreaba sobre el pecho, moteado por las manchitas blancas del albarazo.

-¿Y qué tal, Jocó, ch'amigo? -preguntó Taní López-. ¡Qué dice el hombre!

-Nada. Silencio... -dijo al fin con esa voz mansa y seca, que no salía de su voluntad.

-Tardaste en venir -dijo Hilarión, como si le hiciera un reproche. -Ya cerró un año desde que se hizo el Desfile de la Victoria -dijo Corazón Cabral, clavándole sus ojos burlones.

Tardó un rato en responder. Le costaba encontrar la voz o hacer funcionar el mecanismo que la ponía en movimiento.

-Me quedé allá -dijo.

-¿En el Chaco? -preguntó Pedro Mártir. -No, en Asunción.

-¿Y a hacer qué? -dijo Eligio Brisueña.

-En el acantonamiento. Esperando la desmovilización.

-¡Para qué iban a apurarse! -farfulló Hilarión Benítez-. ¡Total, ya te sacaron el sebo del cuero!

-Pero te tiró la querencia -dijo Taní López. -Vine...

-Primero llegué yo -informó Hilarión-. Cuando en el Hospital Militar me entregaron mi nueva pierna de peterevy... Después, el cabo Brisueña.

-Para mí no hubo brazo de madera -dijo éste.

-Punteamos la retirada hacia aquí -continuó Hilarión-. ¡Ya éramos estorbo! Después vinieron los otros... Taní López, Pedro Mártir, José del Carmen...

-¡Y yo! -dijo Corazón Cabral, interrumpiéndolo.

-Después llegaron los hermanos Goiburú -continuó Hilarión-. Como siempre, uno tras otro, como butifarras, para volver enseguida a la cárcel cuando lo desgraciaron a Melitón Isasi...

Tuvo que parar. Todos lo mirábamos con muda reconvención. Taní López afiló nerviosamente contra la blusa la uña del meñique, larga como pezuña de kaguaré.

-¡Llegaron todos! -dijo amoscado Hilarión, rompiendo el silencio. Creyó necesario hacerse el gracioso para aflojar el malestar que había provocado. Señaló a Taní López-: ¡A éste ni a cañonazos le pudieron trazar la uña!

Nadie rió.

-Creíamos que ya no ibas a volver, Crisanto -le dijo el viejo Apolinario Rodas, cuya cara no se veía bajo el inmenso sombrero pirí-. ¿Vas a quedarte ahora en tu valle?

-No sé. A según...

Algo aburrido, en medio del rumoreo, el chico se ocupaba en pasar los dedos por la muleta de Hilarión Benítez.

-Tu bolsa está bien abuchada -dijo Corazón Cabral, golpeándola un poco. Volvió a repetirse el blando sonido-. ¡A lo mejor viene llena de libras esterlinas! -se congració.

-No. Un poco de requecho nomás...

Soltaron las carcajadas, como en desahogo. Yo no pude reírme. Eran algo excesivas. Una risa adrede que brotaba no del buen humor, sino de ese difuso malestar que nos envolvía.

Una vieja con el hábito de la Orden Terciaria, tiró de la manga a Corazón Cabral y lo sacó un momento del corrillo. Le cuchicheó algo al oído.

El asintió molesto, irritado contra la vieja, que de seguro le hablaba de algo demasiado obvio. Se desembarazó de ella como pudo y regresó junto a nosotros.

En ese momento a Hilarión Benítez volvía a escapársele otra imprudencia.

-Aquí está tu hijo, Crisanto -puso la mano sobre las greñas del zaparrastroso mitã'i que le frotaba la muleta.

El silencio se arremangó de nuevo sobre el ruedo. Hilarión escupió con fuerza, irritado contra sí mismo. El chico rayaba el polvo con el pulgar del pie. Veíamos brillar entre las crenchas los ojillos duros y negros, parecidos a los del padre. Entonces éste se fijó en él por primera vez.

-Eh..., Cuchuí -murmuró distraído, sin alegría, sin asombro, sin ternura. Nada más que un saludo de pájaro a otro pájaro.

Empujado por Hilarión, el chico avanzó hacia Crisanto y se quedó junto a él, no se sabía si con miedo o con algo de vergüenza. Para animarse empezó a rascar levemente la rugosa tela de la bolsa. Crisanto apartó con la mano la uñita enlutada de tierra, como si espantara un tábano.

-¡Viva el sargento Crisanto Villalba! -gritó Corazón Cabral, para zanjar de algún modo la situación.

-¡Vivaaa!... -coreamos todos.

-¡Tres hurras al valiente hijo del pueblo, al invicto sargento Jocó! -volvió a gritar Corazón, entusiasmado con el éxito-. ¡Hip..., hip..., hip!...

Se había juntado mucha gente. La pequeña multitud vitoreó con un entusiasmo un poco falso. Yo sentía que mis gritos trataban de exaltar no al ex combatiente del Chaco, sino a esa triste sombra parada en la luz cenital, la escueta, la indomable sombra de un hombre.

-¡Qué hacemos aquí a la luz de la luna! -dijo Corazón Cabral-. Vamos al boliche de Cantalicio para bautizar tu regreso -invitó. Los ojos oscuros bailoteaban radiantes en la cara sanguínea, mojada de sudor-. ¡Vamos al boliche!

-¡Vamos..., yo pago la vuelta, señoras! -dije.

-No... -se resistió-. Tengo que irme ya a Cabeza de Agua...

-No, Jocó -porfió Corazón-. No te vamos a largar. Caíste prisionero. Después de tanto tiempo, no vas a hacernos este desaire. No todos los años sale una guerra como la que acaba de terminar. Hubo un remolino de entusiasmo.

-¡Jho..., sargento Villalba, héroe del glorioso Boquerón! -halagó Eligio Brisueña-. ¿Te acuerdas de la Punta Brava donde yo perdí el brazo y donde ganaste tu primer ascenso agarrando a uña limpia la pieza bolí?

-¡Salto adelante..., Compañía Villalba!... ¡Carrera maaar!... -tronó Corazón, aprovechando el momento y parodiando el somatén de tantos entreveros.

Crisanto parpadeó vivamente. La quijada se distendió, pero no dijo nada. Sólo estranguló un irreconocible sonido. Por primera vez, algo parecido a la emoción chispeó en sus pupilas, arañado por el grito de guerra en algún nervio hondo y sensible, transportado de golpe sin duda a algún ardiente cañadón, en medio del humo de la pólvora, del tableteo de las ametralladoras y de la explosión de las granadas. Alcanzó a amagar vagamente un ademán de lanzamiento. Quizá no fuera sino un espasmo reflejo de los músculos, del recuerdo. Luego se quedó quieto, petrificado, palpitante la filuda nariz, hinchadas las sogas del cuello, centelleantes y oblicuos los ojos. Estuvo así un instante. De pronto oiría otra vez las voces, las risas, vería las caras torcidas, las muecas, los guiños de complicidad.

Los ojos volvieron a apagarse, a fruncirse los párpados. Se dejó conducir como un buey mansejón. Cuchuí trotaba a su lado.

Era una procesión triste y silenciosa, a pesar de los gritos y las risas. El silencio iba por dentro. Llevábamos casi en peso a un hombre con tres cruces, una por cada año de combates y sacrificios, de furiosos soles, de furiosas y estériles penurias en el infinito y furioso desierto boreal, en cuyo vientre hervía el furioso y negro petróleo.

Por eso hacíamos ruido, como cuando antaño caía la langosta y debíamos ahuyentarla con el tamboreo de las latas y el humo de las quemazones. Hacíamos ese ruido para aturdir a Crisanto, para ocultarle el rastro, la devastación de la plaga. Lo arrastrábamos hacia el boliche para ayudarlo a olvidar por anticipado lo que acaso ignoraba todavía.


3

Las mujeres empezaron a parlotear todas juntas en el corro formado en torno a la vieja de la cofradía, que al fin consiguió imponer su habilidad de oracionera y llevar la voz cantante.

-¡No sabe nada por lo visto! Ni siquiera su cara cambió al verlo a Cuchuí... ¡A su propio hijo!

-Y ha de ser así nomás, hermana Micaela -apoyó una-. No preguntó por Juana Rosa. No ha de saber nada todavía...

-Y si no preguntó por Juana Rosa -le cortó otra-, es porque sabe. ¡Cuando se sabe no se pregunta!

-Eso también es verdad -dijo la que había apoyado a la vieja de la Orden.

-Puede saber o no saber... -tornó a decir ésta, gesticulando, con una intermitente contracción en un pómulo-. Si sabe todo, se hace el desentendido. Por vergüenza... Pero no. Para, mí, que no sabe nada todavía. ¿Le vieron la cara? ¡Una cara muerta!

El cristiano no puede esconder la desgracia cuando le come por dentro.

-A lo mejor vuelve Juana Rosa...

-¿Para qué? -cortó la vieja-. ¡Ya la habrá llevado el diablo! Era de sangre demasiado caliente. Tenía que acabar así.

-¿Y el taperé de su rancho, su chacra destruida?

-Eso tiene arreglo -terció otra-. Jocó es capaz y trabajador.

-¿Y Cuchuí?

-Estuvo sólo todo el tiempo. Ahora por lo menos está el padre. Irán los dos a la chacra. Se juntará con otra...

-¿Pero no ven cómo viene? -preguntó la vieja-. ¿Cómo va a poder hacer nada?

-Así llegan todos de allá. Eso es al principio. Después se les va pasando y vuelven a ser como antes.

-O se mueren, como Lorenzo Ovelar, que llegó hético solamente para traer su osamenta al pueblo. No quise quedarme allá..., se acuerdan que dijo.

-¡Pobre Crisanto Villalba! ¡Para él es peor!

-¡Menos mal que los hermanos Goiburú le arreglaron las cuentas a Melitón Isasi! O de no... -dijo una mirando intencionadamente a la vieja-. Crisanto se hubiera querido cobrar lo que el otro le hizo...

El oscuro hálito de pavor respiraba otra vez en la murmuración de las mujeres. Se esponjaban gárrulas como cotorras. El miedo, un presagio, volvía a posarse en sus palabras. El regreso de Crisanto Villalba removía el agua estancada. Lo miraban avanzar, alejarse, entre los otros, hacia el boliche. A contraluz del recién llegado veían de nuevo los hechos desde el comienzo, aunque de una manera diferente, más expectante, pero al mismo tiempo más tranquila, porque el lugar en blanco que era en la historia la ausencia del marido, se llenaba al fin no con una nueva, rabiosa irrupción de venganza, sino con la apariencia de ese hombre, indiferente, lejano.

No estaban, sin embargo, de acuerdo en los detalles. La imagen de Juana Rosa seguía descomponiéndose en sus recuerdos. Tanto, que física y moralmente se había desdibujado. Habría una Juana Rosa, distinta, diferente, para cada uno de los habitantes de Itapé. Y aún estas imágenes cambiaban quizá en el recuerdo de cada uno.

Esto fue lo que más me llamó la atención cuando a mi regreso a ^tapé, después de tanto tiempo, casi como un extraño, comencé la tardía indagación de los hechos, no para ayudar a la justicia -que ya se había cumplido al margen de las leyes-, sino para llegar hasta el fondo de una iniquidad que nos culpaba a todos.


4

A su regreso del Chaco, los mellizos Goiburú ajusticiaron a Melitón Isasi, de la terrible manera cuyo remate el pueblo consternado descubrió al día siguiente; un escarmiento de impar ferocidad, condigno de la culpa, pero cuyo sentido sobrepasaba la simple enormidad del dolor o del odio. Ejecutaron al jefe político, saldando a un tiempo su venganza con el corruptor de su hermana y también la vieja deuda de descreimiento y encono que tenían con el Cristo. Por eso los itapeños tardaron en entender la acción de los Goiburú. Tardaron en comprender por qué, arrancando al Cristo de la cruz, ataron a ella en su lugar, con varias vueltas de lazo, al jefe político ya emasculado y muerto, como si en un cuarto de siglo de estar colgado allí, al aire libre, al amor de los vientos, de los pájaros, del sol y de las lluvias, y no en la penumbra rancia a incienso aromático de la iglesia, también el Cristo de Gaspar Mora hubiera amanecido de repente una mañana vestido de jefe político, campera, botas, pistolera y esa cara fofa de ojos inyectados en sangre, sobre la cual las sombras de los yryvúes ya empezaban a revolar.

El cura vino a rebato. Durante varios días consecutivos mandó lavar el sitio profanado por el crimen, exorcizándolo y rociándolo con agua bendita. La talla quemada del Cristo fue repuesta en la cruz en medio de lloriqueantes ceremonias de desagravio, que hicieron a destiempo una réplica grotesca de la Semana Santa.

El Pa'i Pedroza hizo venir en carretas a más de un centenar de plañideras de Borja, de modo que no se entendía bien si era en realidad una ceremonia de desagravio por la profanación del Cristo leproso o el velorio y responso del jefe político asesinado, cuando éste ya tenía encima una braza de tierra en el cementerio.

El cura pidió después voluntarias para establecer una guardia permanente en el Calvario. La única que se animó a estar allá arriba día y noche para cuidar al Cristo fue María Rosa. Se ofreció ella misma con una conmovida luz en los ojos vacíos, como si durante un cuarto de siglo hubiera estado esperando ese instante.


5

Ahora Melitón Isasi estaba muerto. Pero la agraciada Felicita Goíburú también estaba muerta y nadie sabía el lugar de su sepultura. Muerta y vengada por sus hermanos, que pagaban en la cárcel de

Asunción un acto de justicia, después de haber guerreado durante tres años en el lejano desierto, pasando así de golpe de su condición de héroes a la de asesinos.

Vengada Juana Rosa Villalba. Vengadas a medias las otras víctimas, aún las que no lo eran de Melitón Isasi, pero para quienes la venganza no significaba con mucho una reparación.

Cuchuí quedó con la abuela demente, en la loma de Carovení, hasta que ella se convirtió en la guardiana del Cristo. Entonces el chico tuvo por casa todo el pueblo. Iba de un lado a otro, moviéndose amodorrado, como el pájaro cuyo nombre llevaba, en esa libertad que se le ofrecía como la luz y como el aire. Ya para entonces le habían comenzado a brotar las manchitas del albarazo. Tal vez el blanco rescoldo del mal de Gaspar Mora, o quizá solamente los grumos de ceniza de la jefatura que se le habían pegado cuando gateaba sobre ella, entre una patada y otra, huérfano ya a medias, personificando a los demás mostrencos, sin ser él mismo un bastardo de los que había regado en el pueblo la salacidad del jefe político.

Hasta el día en que regresó su padre, Cuchuí anduvo suelto por las calles del pueblo, germinando en ese tiempo que había recibido sin pedir, yerbajo de hombre larvado en una criatura soñolienta, no despierta del todo acaso para no ver el sueño atroz que era la vida. Eso sería lo que las alojeras y chiperas de la estación comprendían oscuramente, porque nunca le faltaba a Cuchuí la punta de algún chipá, alguna butifarra enmohecida o un vaso de refresco. Algo de piedad sentirían, pero también un poco de miedo, de culpa, de vergüenza, como lo sentía yo al verlo. Lo hacía llamar a la jefatura y le mandaba que se sentara en el sillón del despacho. El chico se resistía atemorizado, sin comprender el sentido vergonzante de mi gesto. Hacía traer leche, galletas y bananas y me quedaba viéndolo atragantarse con los alimentos. Pero lo que más le gustaba era mi revólver. Yo le dejaba que se entretuviera un rato con él sobre la mesa. Hasta le enseñé el manejo. Con el tambor descargado aprendió a hacer puntería y a martillar el gatillo, teniéndome como blanco de espaldas contra la pared.

Ahora lo veía trotar junto al padre, rumbo al boliche, entre las piernas y el ruido de los hombres.

 

6

Las tres cruces estaban sobre la sucia y percudida mesa, junto a la cual rodeábamos a Crisanto.

Eran pequeñitas, burdamente hechas, sin ninguna inscripción bajo la pátina de herrumbre que las recubría.

-... Cruz de Boquerón... Cruz del Chaco... Cruz del Defensor...

-las enumeró Taní López, pellizcándolas una por una con la guampita del meñique-. ¡Lindo recuerdo, Jocó!

-Sí... -murmuró, otra vez como en un eco, apartando la mano de Taní.

-Algo es algo... -dijo el que se contentó con lamer la grasa de la paila... -refraneó Corazón Cabral.

-¿Pero cómo fue para que te dieran las condecoraciones? -preguntó algo insidiosamente Hilarión Benítez-. No había cruces ni medallas para los suboficiales y los clases. Por lo menos hasta que nosotros vinimos. Sólo papel de balde con tu foja de servicio... -se volvió hacia mí-. ¿No es cierto, mi teniente?

Yo me quedé callado, pensando en otra cosa.

-A mí me dieron las cruces -dijo Crisanto, después de una pausa, sin el menor asomo de desconcierto. Y luego, humilde: -Seguro me correspondía.

-¿Y cuándo fue?

-Pocos días antes de cerrarse el acantonamiento de los movilizados. Ya no éramos muchos. Se hizo la formación. Me llamaron. Yo di tres pasos al frente, mientras tocaban la corneta y el tambor, y el propio ministro de guerra me entregó las cruces.

-¡Guépa póra! ¡El propio ministro de puro fino!

-Me prendió las cruces al pecho, me abrazó y me dijo: «¡En nombre de la patria agradecida!... » Todos gritamos: ¡Viva la patria!... Y el ministro se fue, rodeado por sus ayudantes.

-¡El propio ministro de guerra ch'...! -volvió a exclamar Corazón-. ¡Qué les parece! ¡No es sudor de perro! ¡Y nosotros aquí, más duros que el chipá del Calvario!

Hubo algunas risitas contenidas.

Hilarión hizo una mueca y miró fijamente a Crisanto. -Pero no pensaste... -le dijo y se calló.

-En lo que tiene que ser no se piensa -le cortó el otro con una inconmovible seguridad-. Se le pone el pecho y se acabó.

-¡Por lo menos una vez hicieron justicia! -dijo Corazón Cabral, contemporizador-. ¡Tan siquiera el sargento Crisanto Villalba no salió orejano en la baraja de las condecoraciones!

-Sí -dijo-. Aquí están...

Levantó el jarro en el que había un resto de caña. Todos creíamos que lo iba a beber. Pero él se limitó a inclinar el jarro vertiendo cuidadosamente una gota sobre cada una de las cruces. Le temblaba un poco la mano. Después las frotó con el pulgar, muy despacio, temático, ayudándose con la saliva y el aliento. La mesa enclenque también temblequeaba con los movimientos.

Bajo la deshilachada bocamanga apareció la muñequera de lija que se usaba para lanzar granadas de mano en los asaltos. Estaba negra y coriácea de mugre.

Las cruces fueron quedando bruñidas y readquirieron un oscuro reflejo.

Entonces las envolvió de nuevo en el sobado trozo de diario con prolijos dobleces, de modo que no se tocaran entre sí. Alzó la bolsa sobre las rodillas y guardó el paquetito. Escuché otra vez el blando ruido en el fondo y vi de refilón unos bultos oscuros como locotes secos. Todo el desmedrado «requecho» del sargento. Iba a decirle algo, pero sólo se me ocurrió:

¿Estás contento de volver, Crisanto?

Quedó pensativo, como esforzándose en penetrar la pregunta. Sus labios se movieron dos o tres veces antes de que se escucharan sus palabras.

-Yo no quería... -dijo.

-¿No querías qué? ¿Desmovilizarte? -No, no quería.

-Pero hace más de un año que la guerra terminó, Jocó.

-Eso es lo que siento -dijo él con verdadera tristeza en la voz-. ¡Se acabó nuestra guerra tan linda!

Nos miramos sin saber qué decir. La inminente carcajada tampoco estalló esta vez. No esperábamos que dijera eso. Pero lo había dicho con el tono de quien se resigna a un hecho irremediable. Estaba serio. El no se burlaba, no había dicho un chiste. No mentía.

-¡Eso sí que está lindo! -dijo Corazón, traduciendo en cierto modo nuestra sorpresa-. Yo creía que eso solamente dicen los oficiales «galletas» de la intendencia de Puerto Casado. ¡Para ellos sí terminó la guerra tan linda! Para ellos y para los emboscados de la retaguardia. Pero no para un combatiente que arrejó y se chupó en el frente los tres años. ¿Por qué dices eso, Jocó? Para nosotros es bueno que esa guerra de porquería haya terminado.

-¡Total para lo que sirvió! -farfulló Hilarión-. Ahora, los poguasús del gobierno están perdiendo en el papel lo que nosotros ganamos en el terreno... -se fue exaltando-. ¡Dejamos allá brazos y piernas! ¡Sembramos los huesos de cincuenta mil muertos!... ¿Para qué? ¡Los hombres bajo tierra no prenden!

-Bueno, Hilarión... -trató de atajarlo Pedro Mártir.

-¡No..., qué bueno!... -bramó él-. Dicen que ganamos una guerra..., ¿pero qué es ganar una guerra, si me quieren decir? Para nosotros, al menos... -se pasó con rabia el brazo por la frente sudada-. ¡Mírenlo a Eligio..., él ganó la guerra! ¡Ahora ya no puede hacerse ni siquiera la puñeta! -escarró un gargajo y se quedó callado.

Eligio Brisueña agitó el muñón del brazo, mientras algunos se reían. Crisanto permaneció al margen del bullicio. No pareció haber oído siquiera a Hilarión. En la pausa que se hizo, dijo arqueando un poco las cejas:

-Al principio yo no quería creer... Se decía que la guerra iba a volver a empezar en cualquier momento. Yo esperaba. Quería volver allá...

-¿Al Chaco? -preguntó Taní López.

-Sí. Al frente. Quería volver a guerrear. Yo debí quedarme luego allá. Eso era vida. Mandar una patrulla de reconocimiento, una compañía, avanzar por los cañadones, tomar al asalto una posición enemiga...

-¡Jho..., sargento Villalba..., héroe de Algodonal y Mandeju-pe-kua! -lo vitoreó Corazón.

-Mandar, obedecer, combatir... ¡Eso era vida! -repitió-. No quise abandonar un solo día la línea, mi regimiento, mi división.

-Cierto, Jocó -dijo José del Carmen, que hasta entonces no había despegado la boca-. Me acuerdo de aquella vez que tomaste prisionero a un bolí en la aguadita del pirizal, cerca de Gondra. Le correspondía un mes de permiso -dijo a los otros-. De premio. Pero él no aceptó.

-Para qué. Allá se estaba bien. En mi puesto. Después vino el cese de fuego. Yo quería quedarme. Pero me trajeron engañado. Decían que después del Desfile me iban a volver a mandar al Chaco.

-¡Y no cumplieron su palabra! -dijo Corazón.

-Yo esperaba en el acantonamiento. Me dieron la baja. Después también el distrito militar se cerró. Me echaron afuera. Empecé a trajinar sin rumbo. Iba al Ministerio, iba al puerto a vichear los transportes... Una vez subí y me escondí en la bodega del Pingo. Pero los marineros de la prefectura me sacaron...

Lo podía imaginar merodeando los muelles del Puerto Nuevo, con los ojos secos y obsedidos clavados a través del río en el remoto horizonte del Chaco, fijo en el cerebro ese pensamiento apenas trémulo, pero tenaz, insobornable, como la aguja de una brújula descompuesta. Podía seguir su ansiedad, su gradual e imperceptible desaliento al ver que no se embarcaban más tropas. Ya no había bandas de música ni banderas ni muchedumbres enardecidas de entusiasmo patriótico. Los guinches volvían a cargar fardos de algodón, de tabaco, de cueros, de tanino. Y descargaban cajones y cajones, del tamaño de los ranchitos de estos hombres. Desclavaban las tablas y salían autos de lujo de muchos colores. Imaginaba a Crisanto mirándolos indiferente salir de los cajones, tan distintos a los destartalados vehículos del Chaco, camuflados de verde y de tierra.

-Gasté todo el dinero que me dieron -dijo-. Yo no sentí ni un chiquito, porque ese dinero no era mío. Me habían dado por defender a la patria. Y eso no se cobra...

-¡Defender a la patria! -barbotó otra vez Hilarión, dando un tacazo con su muleta-. ¡Las tierras de los gringos fuimos a defender!... ¡Nosotros también somos la patria y quién nos defiende ahora!

-Gasté hasta el último centavo -siguió diciendo Crisanto, con el mismo acento monótono-. Esperaba. Dormía por las noches en el corredor de la Estación Central, en la recova del puerto. Me llevaron preso por vago. Menos mal que se me antojó enterrar la bolsa en un baldío.

-Te hubieran robado hasta tu requecho -dijo Hilarión.

-En la policía militar revisaron mi foja de servicio. Entonces me dieron un pasaje y me entregaron al comisario del tren. Y aquí estoy... -se calló como fatigado de haber hablado tanto de una sola vez, o como si lo hubiera dicho todo descubriendo de golpe, a pesar de las bromas, el precioso secreto de su reserva, de su esperanza, de su fracaso.

Los labios quietos y delgados se apretaron en un tajo; el ala del mugriento sombrero, sobre los cantos de la cara.

-Ahora estás aquí otra vez-dijo Eligio Brisueña, como para alentarlo-. En tu pueblo. Entre tus compañeros. El único que faltaba entre los que quedaron vivos... -la media manga con el muñón adentro se agitaba como un bicho enojado, en contraste con la suavidad de su voz.

-Jocó, mi hijo... -susurró el viejo Apolinario Rodas-. Eras el mejor agricultor de Itapé. Todos te vamos a ayudar. Tienes que levantar tu coga, limpiar tu cañal...

-No sé. A según...

En un ángulo de la pieza, Cuchuí encuclillado procuraba atar el piolín de las longanizas que había comido a la cola de un gato. El piso de tierra estaba sembrado de oscuros pellejitos de tripa, entre los escupitajos amarillos.

Crisanto se levantó para irse. Cuchuí abandonó el gato y se fijó en su padre.

Los demás tornaron a revolverse incómodos y el barullo arreció de golpe. Nos habíamos olvidado un poco del problema. Pero el problema estaba allí, cerca, lejos, en todas partes, aguardando minuto a minuto una improbable solución tan difícil como continuar reteniendo a Crisanto en la ignorancia de la última desdicha que lo acechaba, mediante el ingenuo ardid de ese agasajo que no podía durar eternamente.

-¡Más que Dios se lo pague manté, los señores! -dijo con humilde gratitud, pero también con algo de bochorno.

-No, Jocó. Todavía es temprano. Ahora vamos a jugar un trucazo -dijo Corazón.

-No soy contrario rico para una pierna -dijo con una sonrisa-. No me sobra ni un real.

-No importa, Jocó. Estamos entre amigos. Apuntaremos a dedo. Si perdemos, yo voy a ser compí tuyo, me vas a pagar después... ¡Cantalicio!.. -gritó Corazón al bolichero-. ¡Un lindo tereré con cepacaballo para enfriar el estómago! ¡Carrera maaar pueee! ...

-¡A su orden, mi cabo -dijo el bolichero, despegándose del mostrador donde escuchaba la conversa. Empezó a maniobrar con la guampa, la bombilla y la cantimplora, en repentina actividad.

-A desensillar, Jocó -insistió Corazón, tirándole de un brazo. -Quiero llegar a Cabeza de Agua antes de la entrada del sol. Es largo el camino.

-No te faltará un catre para dormir y descansar esta noche en el pueblo. Mañana temprano, después de matear, te vas con la fresca. -No... -dijo liberando el brazo-. Más que muchas gracias. Me voy nomás...

Ya salía y nadie lo hubiera podido retener un solo minuto más. Cuchuí lo siguió. Costearon la plazoleta sombreada de paraísos y enfilaron por la carretera, que empezó a humear bajo el tranco largo y regular de Crisanto y los saltitos de pájaro de Cuchuí.

Lo vimos perderse en un recodo, sin que Crisanto se hubiera dado vuelta una sola vez para ver si su hijo lo seguía.

-¡Pobre Jocó! -dijo Corazón-. ¡Se le acabó su linda guerra!

 

7

-Recuerdo... -dijo José del Carmen, casi hablando para sí-. Después del repliegue de Saavedra, la división de León Caré se trancó cerca de Gondra. Nos parapetamos como pudimos en nuestras posiciones. Yo estaba en la compañía de Jocó. Durante la retirada recibió un balazo en la cara. La herida ya se le estaba agusanando, pero él seguía firme en su puesto. La lucha era a muerte. No había tropa suficiente. Los bolivianos también se fortificaron frente a nuestras líneas y hostigaron por los flancos. Por un pelo nos salvamos de caer nosotros en el corralito, que usábamos contra ellos a cada momento. Pero los bolís también ya lo estaban aprendiendo. A un pelo estuvimos del desbande. Entonces León Caré mandó desplegar la bandera sobre el árbol más alto del monte y nos habló mano a mano recorriendo la línea... -se interrumpió porque le alcanzaban la guampa del tereré con la verdosa espuma de la yerba hasta el borde. Dio una chupada a la bombilla y agregó a través de una burbuja que se le rompió en la boca-: ¡Eso guapeó por nosotros!... Hicimos pata ancha en la posición... Veíamos el ¡Vencer o morir! del mariscal López brillando en nuestras bayonetas...

José del Carmen miraba a lo lejos el desierto vacío. Ahora sólo brillaba la bombilla de lata del tereré clavada en la guampa, que andaba de mano en mano. Nosotros también veíamos la bandera de combate enredada en los árboles..., al jefe de ojos acerados y tranquilos, llamado el León Rengo y querido hasta el fanatismo por sus soldados, azuzándolos con el viejo lema de la Guerra Grande, ese lema que resumía el destino de un pueblo cuya fatalidad ancestral parecía residir en la guerra.

-...Así estuvimos casi un mes -prosiguió José del Carmen-, pulseándonos en pequeños ataques y contraataques. Teníamos que romper el cerco de alguna manera. Pero peleábamos a ciegas. Necesitábamos informaciones, saber algo del enemigo. Entonces se llegó a ofrecer un mes de permiso por un prisionero vivo. ¡Nada menos que un mes de permiso! ¿Se dan cuenta, lo mitã?

-¿Fue cuando Jocó agarró al bolí? -preguntó Taní López, que se cavaba un oído con el largo y corvo cuernito del meñique.

-Sí. Había encontrado un pozo indio en un pirizal, tapado por el guaimipiré y los llantenes. Nadie supo cómo, porque todo estaba seco alrededor. Jocó olía el agua bajo tierra. Allí se puso a esperar día y noche. Sabía que tarde o temprano también el enemigo iba a encontrar la aguadita. Y así fue. Una tarde por fin cayó al pozo un bolí. Era un bolí chiquito, flaquito. Jocó escondido entre el javoral lo dejó entrar en confianza. Tenía que agarrarlo vivo para conseguir el permiso. Arrodillado sobre el pozo, el bolí tomó agua como para un caballo. Después se desnudó y empezó a bañarse, echándose agua con las manos, como los perros. En ese momento, Jocó saltó sobre él y lo agarró. Pero el bolí mojado y asustado se le escapaba de las manos, viboreando como una anguila. Se desprendió y echó a correr. Todo lo que le faltaba de grande al bolí le sobraba de ligero. Jocó lo alcanzó y volvió a liarse con él. Se le iba a escapar otra vez. Entonces no tuvo más remedio que sacar su yatagán. Le puso la punta contra el vientre. Para asustarlo nomás. Pero el bolí se sacudió en la desesperación y la hoja se le hincó hasta la mitad en la verija. Comenzó a quejarse sin consuelo y a atajarse con las manos la punta de la tripa que le salía por el agujero. Jocó estaba más asustado todavía que él. Le pasaba la mano por la cara. No sabía qué hacer. Fue y trajo agua del pozo, le lavó la sangre, la porquería, le metió para adentro el intestino y le taponó el ojal con hoja machucada de llantén. Pero el bolicito seguía quejándose, cada vez más despacio. Jocó se desesperó. Se le iba a morir nomás. Lo alzó en brazos como a un guachito de teta que hubiera encontrado en el monte, y empezó a hamacarlo como si tratara de hacerlo dormir cantándole un arrorró... «¡Callate na, bolí...», le decía. «!No llores na, bolí!... ¡No te mueras na, bolí!... ¡No te vayas na a morir!...» Así llegó al comando, con el bolí todavía vivo en sus brazos...

-¡Ay..., juepete! -dijo Taní, por todo comentario, pescando con el anzuelo de la uña el betún de ámbar de su oreja.

-Jocó no quiso aceptar el premio. Siguió peleando. -¿Ya estaba un poco así? -preguntó Corazón.

-Todavía no -dijo José del Carmen-. Poco después rompimos las líneas del enemigo. A mí me trasladaron a Toledo. No supe más nada de Jocó. Dicen que eso le empezó en Gondra, cuando se cavó el túnel que llegó a salir detrás de la fortificación de los bolivianos. El sólo tiró más de cien granadas de mano y fue uno de los primeros que entraron en la posición, al frente de su compañía. Lo citaron en la orden del día. Continuó en el frente. Allí quería estar... ¿No le oyeron? Como era muy callado y seguía siendo zambo y valiente en los combates, seguramente no le notaron nada extraño hasta el último. Al fin y al cabo, lo que él quería era pelear. Y eso era lo que allá se necesitaba...

Hubo un silencio. Por centésima vez, Hilarión escupió su encono sobre el charquito negro que se había formado al pie de su muleta. En ese silencio volví a sentirme solo de repente. Más solo que otras veces. Yo estaba en mi pueblo natal como un intruso. Me hallaba sentado a la mesa de un boliche, junto a otros despojos humanos de la guerra, sin ser su semejante. Como en aquel remoto cañadón del Chaco, calcinado por la sed, embrujado por la muerte. Ese cañadón no tenía salida. Y sin embargo estoy aquí. Mis uñas y mis cabellos siguen creciendo, pero un muerto no es capaz de retractarse, de claudicar, de ceder cada vez un poco más... Yo sigo, pues, viviendo, a mi modo, más interesado en lo que he visto que en lo que aún me queda por ver. Un tiempo el sufrimiento me hizo solitario y orgulloso. Después la desesperación se volvió tranquila y humilde y me hizo contemplativo.

Pertenezco a una clase de gente para la cual no cuenta el futuro y cuya soledad no es más que su incapacidad de amar y de comprender, con la cara vuelta al pasado, a sus imágenes hechizadas de nostalgia. El éxtasis del ombligo privilegiado..., decía el Zurdo en el penal. Pero para estos hombres sólo cuenta el futuro, que debe tener una antigüedad tan fascinadora como la del pasado. No piensan en la muerte. Se sienten vivir en los hechos. Se sienten unidos en la pasión del instante que los proyecta fuera de sí mismos, ligándolos a una causa verdadera o engañosa, pero a algo... No hay otra vida para ellos. No existe la muerte. Pensar en ella es lo que corroe y mata. Ellos viven, simplemente.

Aún el extravío de Crisanto Villalba es una pasión devoradora como la vida. La aguja de la sed marca para ellos la dirección del agua en el desierto, el más misterioso, sediento e ilimitado de todos: el corazón humano.

La fuerza de su indestructible fraternidad es su Dios. La aplastan, la rompen, la desmenuzan, pero vuelve a recomponerse de los fragmentos, cada vez más viva y pujante. Y sus ciclos se expanden en espiral. En todo Itapé, como en muchos otros pueblos, fermenta nuevamente la revuelta, en una atmósfera de desasosiego, de malestares y resentimientos. A los ex combatientes se les niega trabajo. Los lisiados desde luego no tienen cómo hacerlo. Por eso las muletas de Hilarión Benítez taquean a cada rato rencorosamente. Recomienza el éxodo de la gente hacia las fronteras en busca de trabajo, de respeto, de olvido. Pero quedan muchos. Los agricultores, los peones del ingenio, los obrajeros, braceros y mensúes han comenzado a organizarse en movimientos de resistencia para imponer salarios menos negreros y voltear los irrisorios precios oficiales. Queman las cosechas o las amontonan en inmensas parvadas sobre los caminos. Tienen que ir los camiones del ejército a limpiar las rutas, amojonadas por inmensas fogatas. Las montoneras vuelven a pulular en los bosques. El grito de ¡Tierra, pan y libertad!... resuena de nuevo sordamente en todo el país y amanece «pintado» todos los días en las paredes de las ciudades y los pueblos con letras gordas y apuradas.

Algo tiene que cambiar. No se puede seguir oprimiendo a un pueblo indefinidamente. El hombre es como un río, mis hijos..., decía el viejito Macario Francia. Nace y muere en otros ríos. Mal río es el que muere en un estero... El agua estancada es ponzoñosa. Engendra miasmas de una fiebre maligna, de una furiosa locura. Luego, para curar al enfermo o apaciguarlo, hay que matarlo. Y el suelo de este país ya está bastante ocupado bajo tierra. «¡Los muertos bajo tierra no prenden!...»

Temo que un día de estos vengan a proponerme, como allá en Sapukái, que les enseñe a combatir. ¡Yo a ellos..., qué escarnio! Pero no, ya no lo necesitan.

Han aprendido mucho. El camión de Cristóbal Jara no atravesó la muerte para salvar la vida de un traidor. Envuelto en llamas sigue rodando en la noche, sobre el desierto, en las picadas, llevando el agua para la sed de los sobrevivientes.

El sarcasmo de la suerte se me impuso patente, cuando pensé de improviso que el único que debió morir en aquel fúnebre cañadón del Chaco, estaba ahora aquí, en reemplazo de Melitón Isasi...

Me encontré riendo fuerte, histéricamente, hasta las lágrimas. Todos me miraron. El silencio volvió a espesarse.

-¡Se rieron de él hasta el final! -oí que decía Hilarión-. ¡Los propios compañeros! ¡Con esas cruces hechas de zuncho de barril!...

Recordé entonces que estábamos hablando de Crisanto Villalba. Hilarión mencionaba la befa de las condecoraciones.

-¡Fue peor que burlarse de un muerto! -murmuró el viejo Apolinario Rodas; sin cara, sin edad, bajo el inmenso sombrero pirí.

-Pero para él esas cruces son de verdad -dijo Corazón. -¡Por eso mismo! -rezongó Hilarión.

A lo lejos, sobre la carretera parpadeante de opacos destellos, se desvanecián las nubecitas de polvo que habían levantado los pasos do Crisanto y de su hijo.

 

 

8

Un poco después del cementerio pasaron delante del cerrito.

El sendero sinuoso subía hacia el rancho del Cristo. Desde abajo parecía estaqueado contra el cielo. De la cabeza gacha caían las crenchas moviéndose en el airecito caliente de la tarde. Pero Crisanto Villalba no miró hacia arriba. No sabía siquiera que en ese mismo lugar también a él lo habían vengado. Quizá de haberlo sabido tampoco le hubiera importado, indiferente a todo lo que no fuera el gran eco que ahora ocupaba su vida.

Apolinario Rodas había dicho que antes del Chaco, Crisanto era el mejor agricultor de Itapé. Sus compañeros sabían que el agricultor de Itapé había sido entre ellos el mejor combatiente. La chacra destruida, la irrisión de las tres cruces no negaban lo uno ni lo otro. Pero ahora no era ni agricultor ni soldado. Nada. Nada más que un despojo humano, indómito, vivo aún por la obstinada inercia de la vida o acaso por la terrible salud del sueño que el Chaco había incrustado en él. A un costado, entre las tacuarillas y los matojos de espino cerval del que sacaban las coronas, estaba el manantial de Tupá-Rapé. En los alrededores las casuarinas siseaban tenuemente en el aire, un tono más alto que el murmullo del manantial. Se acercaron los dos y bebieron arrodillados, primero el chico. El padre contemplaba fijamente el borbollón. Las avispitas y las mariposas blancas revolaban sobre ellos. Cuchuí apresó dos de ellas y las pegó al pecho con saliva sobre las manchitas del mal, mientras el sargento, de rodillas, cargaba su caramañola.

Desde lo alto del cerrito, sentada en su banqueta bajo el alero del rancho, la guardiana los vigilaba atentamente. Era una mancha pintada en la luz. María Rosa, la loca de Carovení, no reconoció a su nieto ni a su yerno.

Sin reparar en ella, Crisanto se levantó, se persignó lentamente, imitado por Cuchuí. Después retomaron la carretera y siguieron viaje. Cuchuí capturó otros dos panambiñu y los volvió a pegar con unto de la lengua sobre los lunares blancuzcos.

Sus dos sombras se fueron alargando poco a poco hacia atrás, sobre el camino.

 

9

Estaban llegando a Cabeza de Agua.

Al salir de la picada se podía sentir ya la presencia invisible del arroyo, del lado en que el monte mostraba una verdura más tierna. El aire también tenía otro olor. Sobre los cerros lejanos del Yvytyrusu, el sol se achataba contra las puntas bañándolas de fuego. La luz cambiaba de color rápidamente, girando y mareándose contra el cielo calcinado, sobre los cocoteros y el esqueleto espinoso de los jukeríes. Los pájaros surgían de la maraña pero chocaban contra el calor y volvían a caer chirriando en el monte.

Cuchuí trotaba detrás del padre, comiendo las guayabas que arrancaba al pasar y que le ponían la boca punzó, rociada de los huesitos redondos.

Atravesaron un potrero, luego el rozado viejo con los troncos semiquemados que estaban echando retoños nuevos, y entraron en un bananal de grandes hojas caídas, que se rompían a su paso con rajaduras de caja de guitarra. A veces Cuchuí desaparecía por completo entre las palas amarillas, pero al rato volvía a surgir, pisándole siempre a su padre los talones, con la porra del pelo llena de abrojos y de espinas de cardo. Cruzaron después un mandiocal asfixiado por el vicio. Oían escapar bajo sus pies las sabandijas asustadas en veloces regueros de susurros y crujidos. Cerca de un takurú, una víbora desenrolló y escondió su gorda cinta pavonada entre los yuyos. Costearon un buen rato la cabecera del cañal oculto por la espesa maraña y volvieron a salir al camino, que sólo dejaba ver a trechos entre la maleza los raspones colorados de la tierra, en el antiguo carril de las llantas. Mazorcas negras de maíz colgaban a los costados, de los tallos rotos y leñosos. En un claro vieron cruzar pesadamente el camino a un tatú mulita, bamboleando el córneo y alforzado carapacho. Cuchuí pegó un tironcito al envoltorio de la manta.

-Vamos a agarrarlo, taita. Para nuestra cena...

-No, che ra'y... -dijo Crisanto, llamándole también por primera vez con el nombre de hijo y una inusitada dulzura en la voz-. Vamos a dejarlo que viva. Total, ya comiste.

-¿Ha nde?

-Yo no tengo hambre...

Dijo esto último en castellano. De improviso también surgía en su boca una lengua, un sonido parásito. Cuchuí lo miró sin entender. Crisanto le repitió entonces la frase en guaraní. El tácito acuerdo se restableció entre ellos, uno de esos silencios en que la gente sigue conversando sin mirarse, sin necesidad de pronunciar palabra. Cuchuí caminaba otra vez tras su padre, tratando de acomodar sus pasos al ritmo de los suyos, pero sus piernas eran cortas. A cada rato perdía el compás y tenía que volver a trotar para acortar la distancia, en medio de los remezones lentos y ácidos que los envolvían con el polvo.

El hombre avanzaba cada vez más despacio, con un aire que pasaba alternativamente del asombro a la indiferencia. Estaba en su chacra y no la reconocía. Como al bajar del tren, unas horas antes, iba pisando otra vez una tierra desconocida y extraña, más salvaje aún por la erosión del olvido. Desde su propia sombra arrastraba y ponía cautelosamente los pies en esa luz primordial que no le recordaba nada, tanteando como un ciego el áspero secreto, el aciago perfume de esa tierra que se emboscaba a su paso.

Salieron a un limpión. Inclinado entre el yuyal, no lejos de allí, el rancho los miraba en el rosado y flotante resplandor del ocaso. Los miraba ciego y muerto con sus agujereadas paredes de adobe. El hombre se paró en seco y tendió la mano al chico, no tanto para protegerlo de la brusca aparición como para apoyarse en él. Aislados vestigios de su vida muerta aparecían aquí y allá, en la sesgada claridad. Contra un horcón se hallaba recostado un escaño. De un alambre atado a un palo roto, colgaban los ennegrecidos pingajos de una enagua de mujer. La devastación de la soledad triunfaba en todas partes, mostrando a dos sombras el campo de batalla después de la derrota. El trapo que pendía lacio de la takuara podía ser una bandera de rendición que asomaba medrosamente desde la culata del rancho.

El silencio debió crecer e hincharse hasta los cerros lejanos. Y en ese silencio, el murmullo del arroyo saldría del monte y se arrastraría convertido en un retumbo que rebotó contra el rancho e hizo cabecear al hombre apoyado en el chico.

Estuvo inmóvil un instante todavía, pasando quizá de una edad a otra, de un recuerdo a otro recuerdo, hasta descubrir lo que ignoraba y que ahora bruscamente sabía por mediación de la propia tierra. Entonces arrojó de un empellón al chico entre los yuyos. El mismo se agacharía, tenso y vibrante. Manoteó en la bolsa de víveres y extrajo uno de los locotes. El envoltorio de las cruces cayó, al suelo.

-¡Compañía Villalba..., salto adelante, carrera maar!... -gritó de nuevo como en cien combates cuerpo a cuerpo.

Se incorporó de un salto, frotó el extremo del pimiento negro contra la muñeca y lo lanzó delante de sí a la carrera.

Hubo un fogonazo y una explosión y el rancho voló en pedazos, como la casamata de una trinchera.

Una tras otra, el sargento arrojó contra la imaginaria posición enemiga las doce bombas de mano que había traído del Chaco, como reliquias. Fue abriendo un ancho boquete en el plantío invadido por el javorái y rajando el anochecer con el estruendo y los relámpagos amarillos de las explosiones.

Entre asustado y alegre, completamente sordo, Cuchuí contemplaba desde el matorral a su padre, que corría de un lado a otro gritando salvajemente y arrojando las granadas. Creía sin duda que estaba jugando a mostrarle esa guerra de la que tanto había oído hablar.

 

10

Cuando llegué al galope, Crisanto estaba tranquilo, sentado sobre un takurú. Cuchuí lo contemplaba sin atreverse a romper su silencio. Manchado de sombras, miraba distraído crecer la noche a su alrededor, atado a lo invisible, de nuevo aplastado por esa helada resignación, en medio de la infinita paz que lo rodeaba. El olor de la pólvora era allí el único rastro de su extinguido furor. Pero aún esa mancha violeta se desvaneció pronto. Un rato después no nos veíamos las caras. Yo oía mi voz en la oscuridad, como la de otro. El no quiso saber nada de volver al pueblo.

-No... -dijo tan sólo, como la tajante afirmación de su tiniebla. ¿Qué debía hacer con él? No lo supe en ese momento.

Los días están pasando. He dudado entre dejarlo que sobreviva en su extravío o procurar su curación. ¿Y si después de todo lo que el sargento había hecho volar eran los restos de su propia alma? En esa locura que ha vuelto a ser mansa e indiferente después de destruir a bombazos las ruinas de su rancho y su chacra, ignora por lo menos el fracaso irremediable de su existencia.

En guaraní, la palabra arandú quiere decir sabiduría, y significa sentir el tiempo. La memoria de Crisanto ya no siente el paso del tiempo; ha dejado por tanto de saber su desdicha. Es como un chico, casi como su hijo.

He escrito a la doctora Rosa Monzón consultándole el caso. Me ha contestado diciéndome que mi deber es enviar a Crisanto a Asunción para su tratamiento. Ella me promete encargarse de todo, ya que las instituciones oficiales no se ocupan de los despojos de guerra. Sé que cumplirá.

Con Crisanto no tendré dificultades para el viaje. El cuento de que la hermosa guerra ha vuelto a empezar lo hará tomar el tren como a un chico rumbo a una fiesta.

A Cuchuí lo traeré a vivir conmigo.

No pienso en ellos solamente. Pienso en los otros seres como ellos, degradados hasta el último límite de su condición, como si el hombre sufriente y vejado fuera siempre y en todas partes el único fatalmente inmortal.

Alguna salida debe haber en este monstruoso contrasentido del hombre crucificado por el hombre.

Porque de lo contrario sería el caso de pensar que la raza humana está maldita para siempre, que esto es el infierno y que no podemos esperar salvación.

Debe haber una salida, porque de lo contrario...

 

(De una carta de Rosa Monzón)

 

«...Así concluye el manuscrito de Miguel Vera, un montón de hojas arrugadas y desiguales con el membrete de la alcaldía, escritas al reverso y hacinadas en una bolsa de cuero. Las había escrito hasta un poco antes de recibir el balazo que se le incrustó en la espina dorsal.

«Cuando fuimos a Itapé con el juez Melgajero a recoger al herido, encontré la sobada bolsa de campaña. Pendía a la cabecera de su cama, con las hojas adentro. La tinta de las últimas estaba fresca; el párrafo final, borroneado a mano. Las traje conmigo, segura de que en ellas se había refugiado la parte más viva de ese hombre ya inmóvil y agónico. Las he copiado sin cambiar nada, sin alterar una coma. Sólo he omitido algunos fragmentos que me conciernen personalmente; ellos no interesan a nadie.

«Las versiones del accidente resultaron contradictorias; algunos declararon que el tiro se le había escapado a él mismo, mientras limpiaba la pistola; otros, que al chico, a quien el alcalde daba el arma en ocasiones para que jugara con ella. El sumario optó por la primera versión».

 

 

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