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LUCY MENDONÇA DE SPINZI (+)

  CONSUELO DE LAS LUCES - Cuento de LUCY MENDONÇA DE SPINZI


CONSUELO DE LAS LUCES - Cuento de LUCY MENDONÇA DE SPINZI
CONSUELO DE LAS LUCES
 
 
 
 
 
 

CONSUELO DE LAS LUCES

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Pero mi pueblo no oyó mi voz,
e Israel no me quiso a mí.
Salmo 81:11
 
 
Al principio fue el pobrerío. Hace mucho tiempo. Hará como treinta años, o más. Tal vez en los días de la revolución.
La gente comenzó a acudir a doña Consuelo porque hacía honor a su nombre y porque tenía fama de beata. Ya nadie la recuerda demasiado claramente, y hasta Don Eleudoro (que la conoció de cerca porque era su vecino y comentan que su novio), con la chochez instalada en la memoria desde hace mucho, perdió los contornos de su figura magra dentro del ancho pollerón de tres volantes, del typoi amplio y del rebozo que la abrigaba en invierno.
Ahora don Eleudoro se pasa el día y el anochecer, reclinado en la hamaca, bajo los árboles, mirando el ir y venir de los peregrinantes, por entre párpados arrugados como hendijas, velando pupilas mortecinas. Cuando los renuevos de su numerosa prole, personificados en una bandada alborotadora de chiquillos semidesnudos, le gritan cerca de las orejas, que hay que mover de sitio la hamaca, porque el sol ya le da en la cara, el viejo parpadea y se incorpora como una eterna gota de secreción nasal en la punta de la nariz, ayudado por los rapaces y obedece pasivamente para instalarse otra vez en la sombra.
Ciertas noches, tendido en su camastro, vuelve a ser joven. El feldrejo en que se convirtió su miembro viril, cobra entonces vida y retoza con Consuelito bajo el granado. Antes que el sueño juguetón le hunda en el no ser, las resecas cuerdas vocales, vibran en un breve graznido de risa. El clan de don Eleudoro comenta entonces al día siguiente, en la ronda de tereré, en guaraní, que el caraí ha tenido otra vez la visita de Consuelo de las Luces. Un regocijo sacrosanto inflama entonces los pechos fláccidos de las matronas descalzas y exclamaciones hacen círculos de todas las bocas.
Hay días, por el contrario, cuando los ojos de don Eleudoro se ponen de par en par, y le entran tropeles de imágenes flamígeras que le iluminan los escondrijos de sus recuerdos, abre pues la caverna de la boca y entre encías peladas resuena el grito de ¡fuego!¡fuego! Entonces el clan se estremece y todas las manos aletean con la señal de la cruz.
Al principio fue el pobrerío. Ahora el mangal que perteneció a la casa quinta de la orgullosa familia de los Arteaga Colombo, es un enorme baldío salpicado de maleza bravía y de escombros, entre los que se estacionan los carros más sofisticados que el contrabando y las liberaciones facilitan a los poderosos. Las ruinas de la antigua mansión exhiben la tapicería de humedades, las pústulas de ladrillos al descubierto por revoques caídos, canaletas de encajes de hojalata desgajadas y persianas tuertas, en sombría pasividad.
Todo ha cambiado desde aquella primavera sin lluvias y azotada por el ventarrón del norte, que marchitó plantíos, secó los limoneros y levantó remolinos de día y de noche en los patios polvorientos y en el arenal de las callejas. Había soplado ululante fatigando los oídos de los pobladores, con un cansancio distinto del que ya era parte de la rutina y parte de la naturaleza de la gente.
 
Todo había cambiado, menos la gente misma. Ya no existe el rancho culata yobai de consuelo de las luces más en la retina vacilante de don Eleudoro. A veces, en sus ensoñaciones penumbrosas se rasgan las negruras del olvido y vuelve a ver por breve lapso, el antiguo entorno: caravana descalza en fila india con revuelo de rebozos, de mujeres con cabellos tirantes y rodetes sobre la nuca, con niños dormidos colgando de pezones sin jugo, murmurante de voces nasales mechadas de modulaciones suplicantes: mezcolanza de perros, vacas, burros y caballos enjaezados con relumbre de baratijas; cerdos, gallinas y chiquillos panzones con el trasero al aire, arrastrando el hambre entre los charcos, buscando bayas y raíces y confundiéndolas con lo que hubiere, fueran desperdicios o excrementos. El ir y venir se prolonga en el recuerdo confuso de don Eleudoro desde las tintas tímidas del amanecer, hasta que el ocaso viste de fuego primero y de lila después, la filigrana de la arboleda. Entonces todo queda quieto como un anhelo congelado en el fracaso. La noche encendía al cabo de la vigilia luciérnagas, y los sonidos de los grillos raspaban la quietud. Volvía a escuchar entonces, en el recuerdo, don Eleudoro, el murmullo de los rezos de Consuelo, desenrollando letanías y rosarios, mientras su rancho, más allá del lodazal, se iba iluminando. Primeramente las candelas se encendían en el cuartujo de la izquierda donde estaban la imagen de María Auxiliadora, de María de los Dolores, de María de la Anunciación, de Nuestra Señora del buen Parto, de Nuestra Señora de la Asunción, de la Virgen de la Candelaria, de la Inmaculada Concepción, de la Virgen de los siete Puñales, de la Virgen de las Mercedes, y de las Santas: Librada, Lucía, Elena, Teodosia, Juana de Arco, Isabel de Hungría, Catalina, Ana, Trigidia, Anacleta y Edelmira. Luego le tocaba el turno al cuartucho de la derecha (de los varones), donde se  iban encendiendo las velas en honor a Santo Domingo, a San Judas Tadeo, al Corazón de Jesús, a San la Muerte, a San Pío X, a San Roque, a San Blas, a San Martín de Porres, a San Cayetano, a San Antonio, a San Eleudoro, a San Miguel, a San Gabriel, a San Eustaquio y a San Anselmo, acompañados de una corte de beatos. Para la media noche el rancho se inflamaba con relumbres de fiesta.
Don Eleudoro, mecido por las brisas y los vientos en el regazo de la hamaca, continúa convencido que ella sigue allí, enfrente, cruzando el gran charco en que se revuelcan los puercos y los niños, aconsejando a los dolientes, consolando a los sufrientes y curando con oraciones a los desahuciados. Nadie salió nunca sin su mendrugo de ilusión y muchas curas milagrosas se cuentan a lo largo de los días y los meses y los años y los lustros y las décadas. La gente muere convencida que arrebató un tiempo de yapa a la vida por los buenos oficios de la constelación de los santos del almanaque y por intermediación de Consuelo de las Luces. Muchos niños idiotas balbucearon monosílabos y bocetaron sonrisas entre babas en su marasmo facial. Hasta hubo retrasados que contrajeron nupcias y procrearon. Hubo paralíticos que hicieron pinitos y hasta pobrezas remediadas, además de huesos, músculos, nervios y mal de ojo aliviados, y ciegos que creyeron ver la claridad del sol impresa en retinas muertas.
Solamente de vez en cuando se filtra en el revoltijo de recuerdos de don Eleudoro, la evidencia aterradora del pasado, de aquella noche de Todos los Santos, evidencia que salta como una chispa entre otras reminiscencias confusas y le estalla en la memoria. Entonces grita con voz cascada: ¡fuego! ¡fuego! Fugazmente comprende que Consuelito ya no está enfrente, más allá del lodazal;   que ardió como rama seca entre sus luces, aquella noche de Todos los Santos, en que el viento del norte paseara sus ráfagas calientes sobre el poblado, despeinando las copas de los árboles, barriendo arenales, castigando ventanucos, chicoteando los hierbajos, fatigando los ánimos, e inflamando la paja del alero primeramente (bajo el que esa noche especial ardían para las ánimas candelas extras), y de la techumbre del rancho de Consuelito después, en un desenfreno de llamas danzando con el aliento tórrido del norte.
Al espanto de la lucidez repentina sobreviene la consolación. Alas imágenes de Consuelo ardiendo entre sus santos y sus santas, se superponen las de sus retozonas fornicaciones con ella en la etapa previa a la de la santidad, y se suman las de la heroica renuncia a los eróticos trotes, en cuanto ella supo que Eleudoro tenía una ristra de hijos con la concubina, por lo que Consuelito decidió renunciar al matrimonio. Y permanecieron fieles a su decisión. No habían vuelto a tocarse nunca más, ni con la mirada. Si alguna vez tropezaban en la calle, solamente mediaban entre ellos los buenos días don Eleudoro o las buenas tardes doña Consuelo con los ojos rastreando el camino.
Ahora el viejo mira sin comprender el apretujamiento de carros relucientes con motores que rugen con impaciencia sobre el aparcamiento y sobre el empedrado que reemplazó el lodazal de los días de Consuelito; mira la romería heterogénea y bullente que acalló el manso trajinar y las voces nasales tímidas que se elevaban como interrogantes, otrora. No entiende que ya no están ni el mangal ni los majestuosos eucaliptus entre los que yaciera el mínimo rancho culata yobai, y que todo, desde el incendio, ha sido reemplazado por un baldío aparcamiento; por un tinglado parecido a un hangar de aviones, en los que se concentran los peregrinos en torno a las cenizas milagrosas de Consuelo de las Luces (de su vivienda y de sus estampas de santos); y por dos construcciones paralelas que pregonan con grandes letreros su condición, la una de santería y la otra de cantina. Otros carteles comunican a los peregrinantes los días oficiales de milagros y curaciones y también que el complejo constituye casa de oración y centro de evangelización y además, cómo no debe acudir vestido el peregrinante. Las chiperas, alojeras y mercaderas de mil fruslerías de otros tiempos han sido convenientemente desalojadas del sagrado sitio donde hoy todo está en debido orden y solamente lucran los legítimos monopolizadores y depositarios de las utilidades del milagrerío.
Don Eleudoro no se dio cuenta del despliegue de guardias de seguridad que alborotó a la concurrencia. Ha llegado la limusina del Jefe de Policía de la Capital. El cuerpo del Comandante Alcaraz que había sido erecto como un mástil, está ahora torcido en un signo de interrogación hacia tierra y se desplaza lento y torpe, arrastrando los pies, sostenido por dos guardaespaldas.
Entre la multitud que pugna en torno a las cenizas santas, protegidas por un cordón de seguridad, una mujer magra, de pupilas alucinadas, no se percata que los peregrinos la zarandean, soban y empujan. Sus ojos han quedado fijos, como absorbiendo furibundos la figura de garabato del Comandante Alcaraz que avanza penosamente en un camino abierto para él por las fuerzas del orden. La mujer tiene las manos embadurnadas de cenizas. Consiguió recogerlas y era un buen síntoma. No todos tienen el privilegio de lograrlo y tienen que conformarse con las que se venden en la santería envasadas en botellitas y que no son tan milagrosas como las que reposan en el sitio del incendio. Con esas cenizas, penosamente conseguidas, se había signado la frente, la boca, el pecho y los hombros y con las manos aún empolvadas quiso arañar el rostro desvaído del Comandante. En un relámpago de ira recordó ese mismo rostro soberbio otrora, respondiendo a su demanda en pro de la vida de su hijo, mientras ella, suplicante, se había arrastrado por el pasillo intentando besar sus botas.
Los guardias están desalojando a los peregrinantes, y ella, arrastrada, empujada, y llevada en vilo, se encontró sin saber cómo ni por qué, enfrente, más allá del empedrado, en el seno del clan de don Eleudoro, ante la hamaca en la que dormita el que fue novio de Consuelo de las Luces, ahora apóstol, reliquia y oráculo de los sufrientes. El viejo se incorpora dificultosamente, brillándole la gota en la punta de la nariz, apoya los pies en tierra frenando el vaivén de la hamaca, y la mira sin comprender por qué la mujer pone sus manos crispadas sobre sus rodillas huesudas y le musita entre hipos y lloros y caudales salados, su impulso de vengar a su hijo muerto por las fuerzas del Comandante Alcaraz. El clan la mira silencioso con la lástima derramándose de todos los ojos. Don Eleudoro no entiende, pero en sus brumas cree ver a Consuelito arrodillada ante él, desmontada al fin de su tenaz encono, y murmura confuso palabras de perdón, paz, tolerancia y olvido.
Un regocijo sacro invade los corazones de todos y la mujer seca sus lágrimas al fin, y su odio se deslíe en terneza mística.
Hay que perdonar. Todos han entendido ¡Hay que perdonar!
El viejo sorprendido comprende fugazmente lo mucho que cambió todo desde que su Consuelito, Doña Consuelo, ardió entre sus luces.
 
Sí. Todo ha cambiado. Pero la gente no cambió...
 
 
Fuente:
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2002
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de
Asunción (Paraguay), Criterio, [1987]
 

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