PortalGuarani.com
Inicio El Portal El Paraguay Contáctos Seguinos: Facebook - PortalGuarani Twitter - PortalGuarani Twitter - PortalGuarani
MARIO HALLEY MORA (+)

  MANUSCRITO ALUCINADO: LAS MUJERES DE MANUEL - Novela de MARIO HALLEY MORA - Año 2001


MANUSCRITO ALUCINADO: LAS MUJERES DE MANUEL - Novela de MARIO HALLEY MORA - Año 2001

MANUSCRITO ALUCINADO:

(LAS MUJERES DE MANUEL)

Novela de MARIO HALLEY MORA
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Ediciones Comuneros, 1993.
 
 
 

No recuerdo muy bien lo que decía el certificado de defunción de mi madre en cuanto a las causas de su ascensión al Paraíso, pero cualquiera haya sido el mal apuntado, el médico se equivocó porque yo tengo la certeza de que mamá murió de miedo, no de un terror súbito y fulminante, sino de uno largo, permanente y corrosivo que al fin acabó con ella. Todo se debió a la inclinación de la casa.

     Estaba ubicada sobre la calle Humaitá, en los alrededores del arroyo Jaén, que la culta ciudadanía asuncena se ha encargado de poluir hasta la podredumbre: el mismo donde Julio Correa vio un inocente barquito de papel y escribió un poema, cosa de otros tiempos, porque si un niño de hoy pone un barquito de papel en el agua, no navega, sino se disuelve en los innombrables ácidos de la miseria humana. La calle era solitaria y húmeda, con moho verdoso creciendo entre las junturas del empedrado y las aceras de piedra losa, de nuevas inmaculadamente blancas y desde que tengo memoria, de un color marrón fecal nada propicio a contemplaciones estéticas. Frente a casa, una larga muralla carcomida e impregnada de humedad ocultaba un malezal salvaje que se disputaban ratas y gatos, y al borde de los cordones de la acera, corría el consabido arroyito de agua verdosa procedente del reventón de hediondos pozos ciegos. Mi madre heredó la casa de su padre. En realidad no fue herencia, sino regalo de bodas del abuelo, increíblemente contento de que su única hija consiguiera marido y le diera libertad para ejercer su viudez a todo vapor hasta culminar su alocada primavera de libertad sobre el cuerpo desnudo y gordo de una vecina ninfómana. Siempre me pregunté si el ataque cardiaco vino antes del orgasmo o vice versa. Lo cierto es que la espantada ciudadana entregó sus primicias a un hombre razonablemente vivo y tuvo que sacudirse de encima un cadáver. Pero eso es historia. Que sigue cuando nací yo, Manuel Quiñonez, también único hijo de madre abandonada y padre ausente, conforme a lo que me contaba mamá sobre lo canalla que fue mi padre que la abandonó en pleno embarazo. Yo dudaba en creer la historia así como contaba mamá, porque desde mi infancia, el vecindario susurraba que mi padre no se fue, sino lo llevaron en una helada madrugada de agosto enfundado en una [7] camisa de fuerza y echando espuma por la boca, una versión que siempre me empeñé en bloquear en mi mente, acaso por el oculto temor de que algún gen paterno y deteriorado se haya instalado en mi cerebro, y está allí, como la granada de mano que aquel excombatiente del Chaco guardaba en su ropero y un día explotó y se llevó al desaprensivo héroe y a media familia.

     En todo caso, nunca dejé de preguntarme la razón por la cual los dos hombres en la vida de mi madre, su padre y su esposo, coincidieran en el enfermizo deseo de poner la mayor distancia posible entre ellos y ella, uno muriéndose de veras y otro posiblemente muriendo en vida. Algún defecto de carácter debió tener la pobre y santa mujer.

     Sorprendentemente, mi madre recordaba poco a su padre, pero sí con frecuencia salía de su silencio, caía en una verborragia alegre de cotorra feliz, y me hablaba del tío Jorge, tío de ella, no mío, hermano de mi abuelo. El tío Jorge parece haber sido todo un personaje. De joven, de aquellos que la gente mayor llamaba «cajetillo» y los más finos «calavera». Según los recuerdos de mamá, que fluían torrenciales cuando del tío Jorge se trataba, iba siempre vestido con elegancia extrema y sin un peso en los bolsillos, viviendo feliz a expensas del hermano, mi abuelo, que parecía tenerle un cariño especial al vago de su hermano. Experto en bailar tangos y boleros y en los tiempos de sequía económica «Profesor de Guitarra y Baile-Tango-Foxtrot- Boleros-Pasodobles» según anunciaba a las «niñas y jóvenes de la Sociedad» en los diarios, mi madre le perdonaba todos sus pecados, y tengo entendido que ese cariño privilegiado al tío convirtió después su memoria en algo vivo y querido, por la forma que hablaba de él, y ahora que recuerdo, porque las tontas anécdotas que me contaba eran las pocas cosas que coloreaban su vida gris de hija única de un padre posiblemente severo, y después de esposa abandonada. Suelo pensar frecuentemente que mi madre mantenía vivo el recuerdo del tío porque creaba en su interior un país de ensueño, feliz y divertido donde iba a refugiarse, a bailar en sus fantasías la música que no bailó jamás, y acaso tener romances con galanes que nunca conoció. Alguna vez le oí decir suspirando a mamá que el tío Jorge fue para ella el «Embajador del mundo perdido».

     «La Guerra del Chaco lo encontró con edad más que suficiente para ir a combatir -contaba mi madre- y el muy pícaro que nunca logró pasar más allá del primer curso de la Escuela de Comercio, se agenció de alguna manera la profesión de Contador Público, y se presentó a la Intendencia del Ejército, de donde salió convertido en Oficial de Administración, orgulloso de su uniforme y sus botas, luciendo su elegancia marcial por las calles de Asunción, sin tarea más heroica que contabilizar las raciones de galleta, locro y carne conservada que iban al frente o que se entregaban a los deudos de los muertos y a las familias de los Oficiales combatientes. Terminada la guerra, se ingenió para participar en el Desfile de la Victoria, y yo, una niña -decía mi madre- lo veía sobresalir por su apostura y gallardía sobre aquella tropa polvorienta y casi andrajosa que pasaba recibiendo una lluvia de flores de las damas del palco oficial. Era un tremendo pícaro -contaba mi madre- pero en el fondo, inocente e inofensivo»

     «Yo era muy niña en aquellos años -seguía mi madre- y adoraba al tío Jorge, que jamás llegaba a casa sin traerme el obsequio de una muñeca, una caja de caramelos o cintas o encajes de Paris que nadie averiguaba donde y cómo conseguía. Traía discos nuevos que ponía en la Victrola y me enseñaba a bailar. Mi padre se burlaba de su elegancia, de sus trajes de casimir o de tussor, sus zapatos de charol de agudísima punta, sus cuellos impecablemente duros y prolijos y sus corbatas de increíble buen gusto. «Yo no sé de donde saca plata este tipo para vivir en ese tren» decía mi padre, y por si acaso, ponía llave al cajón de su escritorio. Pasaron los años, envejeció, se ajó un poquito en su elegancia. No era ya joven y caía en el error de fingir que lo era, y papá decía que su hermano andaba haciendo el ridículo. Y entonces llegó la Revolución de 1947, otra aventura guerrera con la que creyó repetir la vida fácil y el privilegio del uniforme. Pero se equivocó el pobrecito porque no quedó a administrar provisiones sino le dieron un feo uniforme de miliciano, le pusieron un birrete colorido en la cabeza, y como un viejo gallo de pelea lo mandaron a combatir».

     En este punto del relato de mamá, que yo transcribo de memoria tal vez no muy fielmente pero sí en lo esencial, las palabras de endurecían en su garganta, se mordía los labios, se le enrojecían los párpados y la historia quedaba trunca.

     Llegué a conocer el fin del tío Jorge por don Anselmo.

     -Cayó prisionero -me contó-. Dicen que le ataron a un árbol, lo castraron en carne viva, le metieron los trozos en la boca y murió asfixiado por sus propios testículos.

     Incluyo en este manuscrito a la persona del infeliz tío Jorge, porque con mi madre, aprendí que la memoria de los seres queridos que se fueron, es una energía interior que nos viene de fuentes sobrenaturales que nunca conoceremos del todo. Carmen lo certificaría después como verán en este manuscrito. Mamá no fue feliz ni con su padre, ni con su esposo, ni siquiera conmigo. Fue feliz con la memoria del tío Jorge, y afirmaba que la visitaba en sueños, y ella era jovencita y el tío elegante como Fred Astaire y bailaban zapateando en una nube. Toda su cara amanecida y gastada se iluminaba de dicha contándome esos sueños. Nunca dejé de sentir ciertos persistentes sentimientos de celos desde niño. Toda la capacidad de cariño de mi madre parecía agotarse con el tío Jorge, y sus ternuras conmigo venían como de compromiso, por algún fugaz aviso de su conciencia, de que allí tenía un hijo. Es cierto que alguna vez, ya cuando era adolescente, mi madre me preguntó «por qué no te dejas querer». Cíclicamente, a lo largo de mi vida, suelo preguntarme qué quiso decir mi madre y hasta ahora no encuentro explicación. Una persona quiere, y no es necesario que la otra lo permita.

     Pero volvamos a la casa, que fuera herencia anticipada de mi abuelo a mi madre. El amable lector que no conoce nuestra bella ciudad y tenga un poquito de capacidad de observación, habrá sacado la conclusión, como yo la saqué, que en los primeros años de este siglo vinieron algunos arquitectos o constructores sicilianos, o lombardos o napolitanos que se pusieron a construir casas inspiradas en las de la Patria lejana. Algunos dieron en el clavo y muchas de las construcciones pretenden hoy alzarse a la categoría de patrimonio cultural del país. Pero yo tengo la sospecha que junto a tales respetables artistas apareció también como la chusma del gremio, arquitectos de media cuchara u oficiales albañiles devenidos en espurios arquitectos que sedujeron [13] a la burguesía de la mitad para abajo e inundaron la ciudad de casas inspiradas en los chorizos, generalmente un largo corredor de baldosas y pilares, perpendicular a la acera, y abriendose a los corredores una ristra de habitaciones cuyo número solo estaba limitado por el presupuesto del dueño o porque el lote de terreno se acababa. Cocina al fondo y baño al fondo y a la derecha. Un aljibe, un espacio para el jardín frontal donde generalmente crecía un ubicuo jazmín-mango y unos carotos irreductibles, y una escalerilla que conducía al portón sobre la acera. Así era la casa, sala al frente, dormitorio en el centro y comedor en el tercer chorizo de la ristra que mi abuelo otorgó a mi madre.

     La casa que empezó a inclinarse. Porque el terreno vecino contenía una casa abandonada, con las puertas y ventanas clausuradas con tablones, silenciosa, obscura y siniestra. Mi madre me solía contar lo que le contaba a ella su padre, que allá por los años treinta, quizás después, vivía allí un joven matrimonio; que hubo una historia de celos y el hombre mató a la esposa y luego se suicidó. Después del doble sepelio, apareció un anciano de afligido aspecto y cinta de luto en la manga del saco, posiblemente padre de la mujer asesinada, acompañado de unos trabajadores que cerraron herméticamente la casa, y nunca más hubo allí una señal de vida.

     Aunque señales fantasmales sí. Por las noches y pared de por medio. Acostado, de niño, con mi madre, oíamos ruidos extraños, como de cubiertos que se ponían en la mesa, pasos, de pronto voces, algunas veces gemidos y llantos y golpes de muebles que caían. En ocasiones, especialmente después que cumpliera los 14 años y empezaba a tener fantasías pasionales, me parecía escuchar una voz femenina que pronunciaba mi nombre, con cierta urgencia de llamada. Mi madre rezaba y yo arropado en mi cama sentía que todo estaba bien y el miedo lejos. Pero mamá ahuyentaba su terror con inacabables ave marías y padre nuestros que fluían incansable de sus labios. Aquellos ruidos se hicieron tan rutinarios que acabamos por aceptarlos como naturales y perder el miedo, hasta el punto en que yo, ya en la adolescencia, cuando sentía que entre aquella sinfonía sobrenatural me llamaban por mi nombre sin imaginar que era Carmen, solía invitar a amigos y compañeros [15] de colegio a pasar la noche en la habitación de atrás, orgulloso de tener una casa fuera de serie, con una vecindad de lastimeras almas en pena que a veces parecían llamarme desde la eternidad. De paso, aquella diversión me servía de test para determinar el grado de coraje de mis amigos. Al presentarse los ruidos fantasmales, unos sencillamente salían disparados rumbo a la terrestre normalidad de sus casas, otros palidecían pero el viejo amor propio funcionaba y se atrevían a permanecer en vela, dejándome un poco frustrado porque nadie mencionaba lo de la llamada. Ahora que recuerdo, ninguno de mis amigos aceptó una segunda invitación.

     Aquel fenómeno sobrenatural, fue al fin, la causa indirecta de que nuestra casa se inclinara progresivamente, y progresivamente fuera matando a mi madre.

     Pero ya llegaremos a eso. Porque debo hacer primero la confesión de un atrevimiento que ahora que lo memorizo, marcó desde mi niñez esta especial vivencia (¿desvarío?) que es mi vida de adulto, al que contribuyeron con eficacia don Anselmo, don Otto y la libidinosa doña María y en especial Carmen y las otras  mujeres. Me introduje clandestinamente en aquel santuario del dolor y de la tristeza. Tenía quizás trece o catorce años, edad que se dice del despertar de las pasiones y aunque no se dice pero yo sé, es también del despertar de las curiosidades urgentes, sean por los erizantes secretos que oculta una falda femenina como por las interioridades subyugantes de una casa vacía con un tesoro de aventuras, sobresaltos y escalofríos. El adulto, viejo o anciano que afirma no haber mirado por una cerradura alguna esplendorosa intimidad femenina o explorado jamás una casa abandonada, miente.

     Por el frente era imposible entrar, pero el hecho fue que desde el techo de la letrina familiar era posible deslizarse a los fondos de la casa misteriosa. Y así lo hice una siesta de verano, de un brillante sol que hacía imposible toda convocatoria de aparecidos, protagonistas de las obscuridades espesas de la noche. Fue fácil forzar un ventanal que iluminaba la cocina. Por allí me introduje, y de la cocina, encontré el camino al interior de la casa.

     Fue como penetrar en un mundo extraño, y me equivoqué con el sol que brillaba afuera, porque dejaba intactas las sombras que parecían solidificadas de la casa abandonada. Había una sala con rastros de haber sido lujosa, con muebles y sillones cubiertos de polvo y en el piso una alfombra que había perdido sus colores. En las paredes numerosos cuadros con marcos que tal vez fueran dorados, todos con pinturas de flores, pensamientos y violetas en graciosos jarrones, un clavel enorme que parecía querer desprenderse del marco, un rosedal florecido bajo el sol de primavera, lirios sobre un fondo obscuro y de prestancia casi funeraria recibiendo el haz de luz de una ventana, narcisos que se miraban en un transparente estanque, un cantero de margaritas en flor. Flores y luz irradiando de los viejos cuadros como si la delicada feminidad de aquella desgraciada esposa quisiera imponerse en todos los detalles de la sala, que se completaba con una suerte de hornacinas abiertas en las paredes, con polvorientas figuritas de porcelana, doncellas y pastores, gnomos querendones, un molinero obeso y de mejillas de manzana y damas de elegancia versallesca que hablaban de delicadezas de mujer, con una sola excepción, un cuadro distinto sobre una falsa chimenea, casi una réplica masculina y grosera a la abundancia floral, pues representaba un grupo de soldados harapientos y esqueléticos que empujaban tratando de hacer rodar un férreo cañón en un terreno pantanoso y espeso.

     Recuerdo nítidamente un piano en la sala. Vertical y negro, con la tapa abierta, como si quien tocara por última vez sus teclas interrumpiera su música solo por un instante y no para la eternidad inesperada que acechaba en un día de tragedia. Recuerdo también la partitura sobre el piano, la Serenata, de Schubert. Entonces, en mi mente adolescente que ya había sido agredida por la literatura atroz de Vargas Vila, sin entregar su inocencia hasta entonces, tomó una forma idealizada aquella difunta que reclamaba paz en las noches fantasmales. Joven, amaba las flores, amaba la música. Complaciente, permitía a su marido violar el delicado equilibrio de su sala con sus soldados cadavéricos en el pantano maloliente y un feo cañón inmovilizado en el barro.

     Sobre el piano, dos fotografías en marcos gemelos plateados. Sacudí el polvo de una de las fotografías, era ella, y tenía una dedicatoria:

     «A mi amado esposo Carmen» con una letra pulida y perfecta que ya no se ve y cuya tinta azul se había vuelto violeta. El otro retrato era del esposo. «Con cariño, Pablo», lo que se dice, una dedicatoria a la carrera y sin compromiso. No pude sino forjarme entonces, la imagen de uh hombre frío, formal, disciplinado, enamorado de glorias bélicas e inexpresivamente formalista, con brevedad castrense. Un personaje conflictivo, especialmente para la dulce tañedora de la serenata de Schubert. ¿No habrá sido un militar? -me pregunté entonces.

     Dudoso, porque la fotografía era de un hombre de civil, de no más de treinta años. Un rostro huesudo, sin carnes, ascético, como imaginamos que fuera el Dr. Francia, mirada cruel incluida.

     Toqué casi nada, atacado como estaba de una carga reverencial en el alma. Salvo la fotografía de Carmen, que me la llevé, y un grueso cuaderno de tapas rojas con un inevitable diseño en relieve dorado de una flor, y un nombre: Carmen Sosa. Tengo la fotografía hasta hoy, miles de años después de aquella incursión. O mejor dicho, ella me tiene a mí.

* * * *

     «Alguna vez llegará. Llegará en las sombras. Y habrá un propósito que engendra luz. En la espera no pasa el tiempo. El tiempo es un poro de mi piel». Esta fue uno de los pensamientos (poemas?) escritos en el cuaderno de Carmen.

     La historia de fantasmas perdió con el tiempo su episodio original, que fue olvidado, y empezó a tejerse la leyenda de un «entierro» de los tiempos de López, custodiado por almas dolientes que no hallarían la paz si algún afortunado no encontraba el tesoro. Aquello interesó a una especie muy característica de la Sociedad paraguaya, hombres sombríos y enflaquecidos en la pasión del oro oculto, que se pasan la vida recopilando historias de fantasmas, aparecidos y espectros que hacen sonar invisibles cadenas, con una variante zoológica de perros sin cabeza y relinchos de caballos de batalla enloquecidos. La torpe codicia concebía aquellas manifestaciones sobrenaturales como «señales» de la existencia de una riqueza enterrada.

     A oídos de uno de esos personajes llegó distorsionada ya, el rumor de las andanzas de ultratumba de la casa vecina, y al frente de una pandilla de fanáticos como él, se introducía a altas horas de la noche en la casa abandonada y procedían a cavar con tanto frenesí que el edificio se llenó de hoyos, los hoyos de agua subterránea, y los cimientos de ambas casas, la de los fantasmas y la de mi madre, empezaron a apoyarse en tierra fofa y removida. Consecuencia de la fallida aventura de los buscadores de tesoros, fue que la mansión espectral se derrumbó, y la casa de mi madre, como una torre de Pisa de los extramuros asuncenos, empezó a inclinarse. De los pilares y maderamen caía un fino polvillo, las paredes se adornaban de rajaduras de caprichoso diseño, y no había puerta que encajara en los quicios. Ahí empezó la corrosiva angustia que terminó por llevar a mi madre al otro mundo. Especialmente por las noches se percibía que la casa se iba inclinando hacia atrás, como la gorra sobre la frente de un soldado acalorado que va llevando la visera hacia la coronilla. El estallido de una baldosa en el corredor, la queja metálica de una canaleta de hojalata, el deslizamiento de una teja, el crujido de un tirante o el rechinar de una viga, nos despertaba para salir despavoridos a la seguridad del patiecito ladero. Día a día, la inclinación era más evidente y si algo caía al suelo, resbalaba hasta la pared medianera. Mas tarde, también los platos y los vasos en la mesa de la cocina tendían a deslizarse y mi madre hubo de poner un trozo de madera para sujetar su máquina de coser que cuando ella trabajaba deslizábase por la pendiente.

     Los sucesivos sustos nocturnos fueron minando la resistencia de mi madre. Alguna vez insinué que nos mudáramos. «Ni loca» me respondió, y me repetía su teoría de que los cimientos encontrarían un plano rocoso y cesaría nuestro tormento. Pero ni ese optimismo sirvió de bálsamo. La casa que la pobrecita había heredado se moría y parecía querer llevarse con ella a su propietaria.

     Entonces sucedió. Una noche de julio soplaba un fuerte y helado viento del sur, cuyas ráfagas arremetían en tandas sucesivas contra las paredes de la casa. Aquellos empujones nos tenían insomnes, alertas a cada arremetida del viento y a los quejidos de la vieja estructura, cuando se presentó otro sonido, ominoso, distinto, subterráneo, lo más parecido que he oído en mi vida al estertor de agonía de una casa. El piso se inclinó y nuestra cama se deslizó por la pendiente hasta detenerse contra la pared. Entrenado como estaba en tantos zafarranchos de desastre salté de la cama y salí al pequeño patio. Volví la vista y mi madre no estaba. Vacilé y solo volví cuando el gorgoteo subterráneo cesó. La casa aparecía más inclinada que nunca, y mi madre, en la cama, estaba muerta. Tenía entonces diecinueve años, y cursaba el primer año de la facultad de Derecho.

* * * *

     «Acaso él venga de la soledad. La soledad es el vientre colmado de una mujer de luto». Carmen, en su cuaderno.

     Solo en el mundo, abandoné la casa, que terminó poco más tarde de derrumbarse. Pero no me fui del vecindario. Don Anselmo, el almacenero del barrio que me conocía de niño y para no aburrirse me enseñó a jugar ajedrez, panzón, sucio y bondadoso, me ofreció una pequeña habitación en el fondo de su casa, y por añadidura comida, con la entusiasta aprobación de doña María, su esposa, que lloriqueó algo como «que no tenemos hijos» mirando con reproche a su marido que empezó a rascarse los testículos, como si allí residiera la vergüenza de su vida, agravada por el hecho de que doña María era una mujerona morena y aun joven con grandes pechos como capaces de suministrar leche a todo un orfanatorio y caderas anchas y generosas que parecían hechas para parir bebés por camadas. Aclaré al principio que no tenía con qué pagarle, y me respondió que lo lógico en mi situación era que buscara trabajo, que le pagara cuando lo consiguiera, y que debía preocuparme de continuar mis estudios. Doña María hacía gestos aprobatorios. Y además -decía don Anselmo- que debía buscar un abogado que abriera la sucesión de mamá para heredar lo que quedaba de la casa, que algo valdría. Todo un alma de Dios, buenote como eran todos los almaceneros panzones, de los que tenían un cartelito entre latas de durazno y mortadelas que decía que «hoy no se fía mañana sí» pero fiaban siempre, antes que los coreanos los convirtieran en una especie en extinción. Me instalé allí y salí a buscar trabajo. Que fue más difícil de lo que suponía, porque mi preparación de estudiante de primer año de Derecho no me capacitaba mucho, además no escribía a máquina ni sabía inglés. Debo aclarar que cuando mi madre vivía, recibía cada fin de mes un cheque que nos ayudaba a sostenernos en ajustada austeridad. Mi madre era poco en todo. Comíamos poco, me hablaba poco, me contaba poco de su padre y de su marido, y solo parloteaba mucho cuando se desataba el aguacero de sus recuerdos del querido tío Jorge. Además, yo transitaba las calles cuando no estaba en la escuela o el Colegio, haciendo trabajitos como entregar paquetes de una imprenta y llevar pedidos de un Almacén al Por Mayor y Menor. Nunca averigüé de donde venía y quien mandaba el cheque, de suerte que no tuve modo de contactar con aquella misteriosa fuente de ingresos, informar del tránsito de mamá y sugerir respetuosamente mi persona, Manuel Quiñonez, como destinataria del envío mensual. Lo curioso del caso es que al morir mi madre, la ayuda cesó. Sospecho que mi madre se llevó a la tumba un episodio secreto de su vida, posiblemente relacionado con la camisa de fuerza en que metieron a mi padre. De ahí mi búsqueda de trabajo.

     Conocedor de mis fracasos, don Anselmo me recomendó a un amigo suyo, «un alemán algo tilingo», me dijo, que necesitaba un ayudante y tenía un extraño oficio, arreglaba  muñecas y restauraba maniquíes en un tallercito montado en su casa, sobre un callejón impregnado de olores cuya procedencia mejor no averiguar, cercano al Hospital de Clínicas, despreciado, el callejón de trasmano, por las farmacias de todo pelaje y magnitud que se amontonan voraces en torno a ese antro de dolor y necesidad que es el Hospital.

     Cuando llegué al taller de don Otto, la puerta estaba abierta, de modo que entré en el galponcito penumbroso, uno de esos lugares donde la luz parece negarse a penetrar salvo para trazar una línea de sol pálido donde se mueve un mudo festival de polvos movedizos, y allí no había nadie, salvo una colección de ojos azules, violetas, verdes y obscuros que me miraban desde mesitas, estantes e incluso desde el suelo, y en otros estantes, lastimeras muñecas polvorientas y ajadas con las cuencas de los ojos vacías, mutiladas y espectrales, como cadáveres en una improvisada catacumba de la inocencia. Y los maniquíes sin los ropajes, de pie en sus pedestales, fingiendo en las sombras una asamblea de bellezas congeladas en una última pose seductora. Por asociación de ideas, me vino a la memoria la lúgubre sala de la casa de los fantasmas. 

     Llegó don Otto, y a primera impresión que tuve fue que con lo de «alemán medio tilingo» mi benefactor se había quedado corto. Era tilingo entero y quizás más. Es lo que pensé antes de conocerlo mejor. Flaco, rubio, con huesos forrados de fibra más que de carne, de pelo herrumbroso y erizado, ojos pequeñitos perdidos en la profundidad de las cuencas protegidas por cejas torrenciales color arena, se había dejado crecer un bigote que en ambos extremos apuntaban hacia abajo, como si quisiera disimular su tipo nórdico con ese bigote de chino. No demostró ninguna molestia por mi intrusión en el taller.

     -¿Muchacho? -Su voz ronca venía cabalgando sobre una bocanada de caña fuerte.

     -Soy el recomendado de don Anselmo. Manuel Quiñonez.

     -Ya, ya. ¿Le trataron bien?

     -No había nadie en la casa, don Otto.

     -Me refiero a ellas.

     Desconcertado miré a mi alrededor.

     -¡Ellas, las chicas! -repitió con mayor énfasis y aliento más espeso.

     Sospeché que se refería a los maniquíes. Borracho o loco, o más bien borracho y loco fantaseaba con las muñecas de hielo. Que lo hiciera si le venía en ganas -me dije entonces- siempre que resultara inofensivo. Yo necesitaba trabajar, y no sabía lo que sé hoy, que cada uno tenemos una respuesta a la soledad, y todas son válidas.

     -Son mi familia, vienen y se van -decía don Otto- se van más bellas de lo que vinieron. Donde quiera que se vayan, recuerdan con nostalgia al viejo Otto.

     Acariciaba un maniquí y me informaba.

     -Esta es Gladys. Le tuve que borrar de la cara una fea arruga de amargura. Parece que tuvo amores con un hombre casado, la pobrecita.

     Tuve que pasar toda la mañana conociendo a Gloria, la divorciada, a Matilde «que tenía esa expresión dura porque fue violada por su padre» según me informaba, para agregar después con voz bajita para que Matilde no oyera que el shock de la violación «la volvió tortillera»; y a Nancy La Defraudada que nunca podía tener un hijo porque a los seis meses perdía el bebé, y a Rosana y a Beatriz y a Silvia, coincidentemente todas protagonistas de historias tristes y desgarradoras cocinadas en las profundidades de aquel cerebro saturado de alcohol que parecía abrirse en una rendija tenue por donde escapaba una poesía que por ser poesía no necesita ser cuerda ni hace loco a nadie.

     Pero pensé seriamente que por mi salud mental, en la que no confiaba mucho por el posible antecedente de mi padre enfundado en una madrugada de agosto en una camisa de fuerza, debería buscar una ocupación algo más convencional y un patrón un poco más juicioso, pero con esos remilgos no hallaría los medios para pagar cama y comida a don Anselmo. Además, un poco permeable a las fantasías de don Otto encontré cierto atractivo levemente pecaminoso en el fetichismo del alemán que elaboraba para aquellos bellos rostros de yeso y pintura una imaginaria impronta de humanidad herida. Un poco más tarde descubrí lo seductor de caer en tales fantasías, cuando me di cuenta de que al fin, yo también tenía mi propio fetiche, la fotografía de la dulce Carmen y su cuaderno de apuntes. Desde entonces fui más paciente y comprensivo con los delirios de don Otto.

     Los delirios de don Otto. Durante las noches, como sobremesa de nuestras cenas de pan, mortadela y vinos ácidos en cuyo linaje no figuraba una sola uva, me contaba que sacaba a pasear por las noches a las  chicas. Reían felices como cotorras, decía, y después reflexionaba que la alegría de la libertad, del paseo por las calles, devolvía la inocencia y borraba penas de la memoria. Me aclaraba muy serio que las llevaba, en grupo bullicioso, por «los lugares de esta ciudad que enseñan algo». La zona de la Terminal de Ómnibus a veces, donde la niñez derrotada mostraba su rostro más angustioso y doliente, o el Mercado 4, con sus carniceras gordas, el barro podrido sobre los asfaltos, las prostitutas niñas, los chicos que aspiran cola de zapatero para fugarse del abandono y los laberintos apiñados de ese mundo donde se oferta una desgarrada pobreza para comprar un día de supervivencia; la Plaza Uruguaya donde desteñidas putas fofas y desdentadas ofrecían su carne corrompida en hórridos hoteles de camas crujientes, colchones que huelen a claudicación y una roña como de vida podrida manchando las paredes y obscureciendo obscuros pasillos y tambaleantes escaleras. Me decía el pobre viejo que les mostraba a las chicas esas miserias, porque la vista de la derrota ajena consuela la pequeña derrota propia. Y que subían las calles empinadas que conducen a la escalinata de Antequera, encontrando en cada esquina travestis patéticos, exhibiendo sus atuendos provocadores, sus maquillajes monstruosos, sus pechos inflados, sus minifaldas que no insinuaban el tibio misterio de una vulva cálida sino la pesadumbre sin fin de un pene inútil y la barbarie de un trasero transformado en órgano sexual. Algunos de ellos desafiantes, otros tímidos y acechando clientes desde la sombra de tinta china de los últimos naranjitos de la ciudad cambiante.

     -Les hace bien la vista de esas miserias -decía don Otto-. Vienen reconciliadas con su propio dolor.

     Don Otto me enseñó los secretos del rejuvenecimiento de los maniquíes y de la reconstrucción de las muñecas mutiladas por la tierna ferocidad de las mamitas niñas. No tenía familia y la historia de su vida era un misterio, porque me contaba, generalmente en estado de borrachera aguda lindante con el delírium trémens, y sucesivamente, que fue soldado en Stalingrado, oficial del Afrika Corps de Rommel, capitán de un submarino negro que tenía pintada una U enorme en el casco. Más tarde olvidaba dichos antecedentes y se convertía en un heroico agente doble que había salvado muchos judíos haciéndoles cruzar la frontera suiza, y enamorando y seduciendo en la jornada a través de bosques de pinos y desfiladeros obscuros a todo un catálogo de Ruths, Judhits, Miriams y demás bellas hijas de Israel que se rindieron con gratitud a sus encantos viriles. Un día que se levantó de la cama todavía con el temblor mañanero del bebedor que no arremetió contra el primer vaso, y con menos nostalgias marciales, me dijo que había sido maquillador jefe de la Ópera de Berlín, cosa que me parecía más creíble, especialmente cuando se divertía en envejecer o rejuvenecer, entristecer o alegrar, dar un toque de sombría amargura o de iluminada inocencia a un rostro de maniquí, con algunos diestros trazos de su pincel.

     No me fijó sueldo sino sencillamente dividía puntillosamente en dos partes los ingresos de la semana y me entregaba mi mitad, que con frecuencia era la mitad de nada, porque arreglar muñecas y remendar maniquíes y repintar sus hermosos rostros no era un oficio de mucha demanda, pero como me dejaba mucho tiempo libre, puse un cartelito de «se enseña aritmética y castellano» y para sorpresa mía, acumulé en torno mío un alumnado de como de diez avergonzados taraditos en edad escolar traídos por sus frustradas mamás. Obtuve así una buena renta semanal que ofrecí a don Otto dividir también en dos, con el resultado sorprendente de que con algún resto de su hidalguía germana se ofendió a muerte, como si hubiera agraviado su hombría tocándole indecorosamente el trasero.

     Pude pagar mi pensión y continuar dificultosamente mis clases en la facultad, tomando en préstamo libros y alcanzando síntesis de las lecciones que era fotocopias de fotocopias, y todo hubiera transcurrido en paz, si no hubiera perdido mi virginidad, masculina y heterosexual, se entiende, en la forma tan vergonzosa como ocurrió.

* * * *

     «Vence a la bestia, amado. Tu victoria soy yo». Todo lo que escribía Carmen era críptico a veces. Y a otras de deslumbradora claridad.

     Solía llegar a casa muy tarde, ya alrededor de las once de la noche, procedente de la facultad. Entraba siempre sin hacer ruido, especialmente los días en que don Anselmo no iba a jugar su partidito de bochas y de paso emborracharse como una cuba con otros barrigudos como él en el Club Martín Pescador, y con ánimo de no molestar el sueño de mis benefactores. Aquella noche encontré como siempre mi modesta cena sobre la mesita de luz, tapada con una servilleta inmaculadamente blanca y con la correspondiente gaseosa al lado. También como siempre, consumí la generosa porción de bife a la marinera con ensalada de papas. Repasé durante una hora mis lecciones, salí afuera a orinar, me quité la ropa, me acosté, extraje, como todas las noches en íntimo ritual, la fotografía de Carmen del cajón de mi mesita de luz y me puse a contemplarla. El cabello obscuro y tirante hacia atrás, descubriendo una frente iluminada, cejas espesas y unas pupilas que debieran ser azules o verde claro o pardas, imposible de determinar en una foto color sepia, y aquella media sonrisa que ya me sabía de memoria, que me miraban como pidiendo perdón por haber vivido tan lejos de mí en el tiempo, por ser tan hermosa y por haberse muerto en forma tan atroz. Le di las buenas noches a  Carmen y caí inmediatamente en mi acostumbrado sueño de plomo juvenil y fatigado.

     En la profundidad del sueño, intuí que algo raro estaba pasando. Pensé en una pesadilla, un terremoto. Estaba en mi casa que caía. Mi casa que me aplastaba contra la cama. Subí un poco mas arriba, hacia un despertar. No, no era mi casa sobre mí. Las casas caen pero no galopan. Desperté. ¿Qué diablos hacía mamá sobre mí? No era mamá. Era Doña María, desnuda, estaba sentada ahorcajadas sobre mi humanidad, yo la tenía ensartada y ella galopaba con velocidad creciente, como un sargento de caballería lanzado al combate, y dando grititos de guerra. Sentí susto, terror, miedo, asco, y de pronto, placer, más placer, la visión de dos pechos enormes que rebotaban con el galope, y por fin, aterrorizado y eufórico, sentí que mis entrañas salían disparadas y sacudían con el impacto a la poderosa mujerona que se erguía casi hasta alcanzar el techo y gorgoteaba y se tiraba de la espesa cabellera revuelta y negra. Fatigada, se dejó caer sobre mí que me asfixiaba con tanto cabello desparramado cubriendo mi cara, y me susurró al oído que «mi amor, cada vez que Anselmo se va a las bochas voy a venir a hacerte feliz». Me liberó de su pesada feminidad de hipopótamo y desnuda, se fue silenciosamente.

     A la mañana siguiente descubrí dos cosas. Que sobre la mesita de luz había una grueso fajo de billetes, y que me resultaba imposible durante el desayuno, mirar la cara de arcángel gordo y envejecido de don Anselmo.

     Camino ami trabajo, mi ángel y mi demonio se trenzaban en fragorosa pelea. Mi de demonio me deslumbraba con la tentación de una vida regalada, dinero y repeticiones de una iniciación sexual que empezó con una violación y terminó en una explosión de gozo. Mi ángel me echaba en cara la bondad burlada de don Anselmo, mi benefactor devenido a cornudo, la vergüenza que me quemaba la cara al enfrentarme a él, la certidumbre de vivir en adelante, la vida de un malevo satisfecho y en lucha contra su conciencia.

     Inesperadamente, apareció en mi mente el rostro de Carmen. ¿Qué me diría Carmen sobre mi dilema? Carmen tocaba melodías lánguidas en el piano, amaba las flores, escribía lo que parecían pensamientos, ideas o poemitas dulces en un cuaderno, anotaba sus penas y nunca escribía un reproche. Carmen era toda la dulzura que puede oponer una mujer a la crudeza de una montaña de carne sudorosa galopando sobre mi vientre. Saqué en conclusión de que al enterarse Carmen de lo que había sucedido, me miraría escandalizada y me daría la espalda.

     Carmen decidió por mí. Sorpresa, pena, desencanto se pintaron sucesivamente en la cara de don Anselmo cuando al día siguiente, le dije que me mudaba a vivir con don Otto. En su cara regordeta casi asoma un puchero infantil. Yo era el objeto y sujeto de su espíritu cristiano y le estaba quitando la alegría de ganarse el cielo por anticipado. Me fui y dejé el dinero donde doña María lo encontraría. Carmen no aprobaría que me llevara el dinero.

     Había en los fondos de la casa de don Otto una ruinosa pieza amoblada con una cama, un ropero, una mesita y un foco eléctrico colgando de un cable reseco y cagado de moscas. El alemán la tenía alquilada a una madura enfermera del Hospital que al principio solo la utilizaba para pasar la noche, pero caída después en una «menopausia deficitaria» según el diagnóstico de don Otto, aparecía cada noche con un acompañante masculino distinto, sin que se notara ningún proceso de selección, porque lo mismo podría ser otro enfermero, vendedor ambulante, estudiante de medicina o médico jovencito, hasta que la dormida moralidad de don Otto empezó a manifestarse al ver que la insaciable mujer traía a la habitación a un indio alto y musculoso cargado de arcos y plumeros que no había podido vender, y se sintió definitivamente herida cuando el acompañante de turno resultó ser un sujeto descarnado y pálido que caminaba sosteniendo en alto un frasco de suero conectado a su antebrazo con un tubo de goma. Aquello le resultó tan malsano y enfermizo al idealizador de bellezas, que echó a la enfermera. Con semejante antecedentes, compré un colchón y sábanas nuevas para la cama.

     Don Otto me ayudaba a desempacar y a poner en orden mis libros, cuando vio el retrato de Carmen.

     -¿Tu madre cuando joven? -preguntó.

     -No.

     -¿Tu abuela?

     -No. Es Carmen.

     -¿Y quien es Carmen, Manuel?

     Le conté toda la historia, las almas en pena y mi incursión incluida en la casa abandonada. Pero a pesar de ser tan detallista mi relato, tenía la sensación de que no estaba contando todo. Que Carmen era más que la víctima de un episodio trágico. Que no era en mis recovecos mentales una mujer muerta sino concretamente una mujer, sin edad, sin ubicación en el tiempo, curiosamente viva, y tierna y omnipresente en mis sueños y también en una memoria que se me iba instalando sin darme cuenta. Los ojos del alemán me taladraban desde abajo del matorral de sus cejas, y tuve la certeza de que estaba leyendo todos mis secretos.

     -¿Robaste otras cosas de ella?

     -No las robé. Ella me las dio.

     Me miró con una complacida sonrisa de complicidad como pensando que ya no estoy solo, los locos somos dos. Enseguida me pregunté por qué había dicho la tontería de que ella me había dado el retrato y el cuaderno, con tanta seguridad. La camisa de fuerza de mi padre cruzó velozmente por mi mente.

     -¿Qué más? -insistía don Otto.

     -Un cuaderno.

     -¿Un diario íntimo? 

     -Solo apuntes.

     -¿Puedo verlo?

     -No -negué rotundamente. Carmen me pertenecía, y su intimidad también. Sino fuera por mi incursión el retrato y el cuaderno, Carmen y sus pensamientos, se estarían pudriendo bajo una pila de escombros. ¿No tenía acaso el atrevido su colección de maniquíes bellas y castigadas por la vida?

     Finalmente, haciendo un esfuerzo me rescaté de lo que consideraba delirio y asomé a la ramplona realidad que no tiene ubicación para fetiches más o menos seductores de yeso o convertidos en cenizas en una sepultura. Le di el cuaderno a don Otto y se lo llevó a su dormitorio.

* * * *

     «La memoria es el bálsamo de la consumación». Un pensamiento lleno de melancolía de Carmen.

     -Tienes que averiguar por qué la mataron -me decía don Otto, que se había pasado la noche en vela hojeando el cuaderno de Carmen.

     Estábamos trabajando en el taller. Don Otto tratando de reinsertar un ojo en la cuenca vacía de una muñeca rubia y yo haciendo el borrador del «deber de aritmética» que el más burro de mis alumnos debía copiar en su cuaderno. Era un trabajo extra, no muy ético, que había derivado de mi oficio de enseñar. Hacía deberes escolares por encargo, y composiciones sobre «las vacaciones» o «las flores de mi jardín», y mapas, con la gratitud de las mamás que a veces enviaban dinero, y generalmente, alimentos para nuestra escuálida Intendencia, que así llamaba don Otto a una roñosa fiambrera de tejido de alambre fino.

     -¡Que locura! -dije.

     -Exactamente, es una locura, hijo.

     Desde semanas atrás me venía llamando «hijo». Al principio no me gustó, pero después descubrí que la palabra sonaba bien.

     -Entonces, papi, dime la razón por la que haga una locura.

     Silencio, concentración en aquel ojo que no respondía a los temblores matinales de la mano de don Otto, entraba, pero la muñeca quedaba bizca.

     -¿Crees que soy un hombre razonablemente feliz? -preguntó.

     -¿Que es «razonablemente feliz»?

     -No tener nada y tener todo.

     Pensé que la primera condición estaba hartamente cumplida por don Otto. No tenía nada. En ese momento, ni dinero para su desayuno alcohólico. ¿Pero donde estaba el todo? Se lo pregunté. El viejo sonrió y se volvió a mirar su colección de maniquíes.

     -Mi todo es mi locura, hijo.

     Curioso -me dije- por fin dice algo cuerdo para justificar su locura.

     -No hablan, no complican, no piden. Se dejan amar -decía don Otto-. Son tan puras que ni siquiera tienen historias, y bondadosamente dejan que yo les dé una historia y un nombre, y mucha compasión y mucha comprensión.

     -¡Pero si son de yeso y cartón!

     -Y yo soy de carne y hueso, y tengo mi espíritu, mi alma, mi memoria, mis huevos fosilizados y mi pito devenido en una uva pasa. Ya no necesito sexo ni sensualidad, solo un poquito de contemplación y fantasía. Eso es «todo», hijo. Si quieres ser feliz, tu maniquí es Carmen. No tienes que inventar su historia, sino descubrirla. Y ya estás en camino.

     -Eso sí que es nuevo.

     -Ya estás en camino. Estás enamorado de Carmen. Es tu maniquí. Busca su verdad y la encontrarás a ella y será toda tuya. 

     -¿Eso es ser «razonablemente feliz», don Otto?

     -Como yo, hijo.

     -Pero se da el caso de que soy joven, tengo el pito como una banana inquieta y los huevos cargados con una turba de descendientes posibles. Estoy estudiando para abogado. No me puedo pasar la vida tratando de resucitar a una muerta.

     -Está menos muerta de lo que piensas.

     No sabía don Otto la verdad que estaba diciendo, y la influencia que tendría Carmen sobre toda mi vida, ni yo hubiera hecho tan grosera referencia a mis genitales.

     Está mas loco de lo que parece -me dije sin embargo entonces- y escuché como un suspiro en mis espaldas. Me volví y me pareció ver en la penumbra que Rosana, o tal vez fuera Beatriz, o Silvia o Matilde o Nancy me guiñaba un ojo como diciendo que don Otto es más sabio de lo que se supone. Me levanté y salí afuera, irritado conmigo mismo. Si empezaba a confundir el pedo de algún ratón con un suspiro femenino y un juego de luz con un guiño, estaba más cerca de la camisa de fuerza de mi padre, de lo que pensaba.

     Como si me faltara mas elementos que agregar a los conflictos que en ese tiempo sentía rebullir en mí, y más imágenes tontas y generalmente pesadillas y sueños de romances espectrales, algunos días después de la ridícula conversación con don Otto, me desperté encontrándolo sentado en mi cama. Sonreía feliz de oreja a oreja con el aire de ser portador de una gran noticia. Tenía un papel en la mano.

     -Carmen ya tiene nombre -me dijo-. Se llama (no dijo «se llamaba») Carmen Sosa de Ortiz. Esposa de Pablo Ortiz.

     Lo miré intrigado.

     -Lo de Pablo ya sabía -le dije- ¿Pero de donde sacaste el apellido?

     -¡Del diario! -exclamó triunfal pasandome un amarillento recorte.

     Más curioso de lo que habría admitido iba a leer el trozo de periódico.

     -¡No! -me dijo- tengo otra gran noticia. -Lo decía como un Papá Noel sub alimentado que estaba llenando de regalos mi cama, y me entregó el papelito lleno de rayas que se cruzaban y un círculo entre el laberinto de líneas.

     -¿Que es esto, don Otto?

     -Un mapa. La ubicación de su sepultura.

     Me miraba con la expresión de quien espera un merecido aplauso, pero lo enfermizo de la cuestión (según me parecía entonces) solo dio para que le diera un gracias, con la generosa intención de no arruinarle el día. Tuve que soportar primero el relato de su investigación en algún archivo olvidado y por los laberintos del cementerio, y después, que realmente había sido en sus buenos años agente especial de la Gestapo y que había tomado tereré con el mismísimo Himmler.

     Cuando se fue, allí, acostado en la cama, leí el recorte arrancado de alguna colección de viejos diarios. «¿Fin de una Tragedia? En la tarde de ayer fueron inhumados en el Cementerio de la Recoleta los restos mortales del desgraciado matrimonio que protagonizara la tragedia que venimos informando en ediciones anteriores, y que ocurriera el 7 de noviembre pasado. Pablo Ortiz y su joven esposa Carmen Sosa de Ortiz están juntos en la eternidad y tal vez se han llevado para siempre las causas de la horrenda muerte de ambos. Como se sabe, la versión policial es que Pablo Ortiz, en un arranque de celos disparó contra su esposa y luego se suicidó. Nuestro, diario sostiene que la explicación no tiene consistencia, habida  cuenta de las declaraciones de vecinos del matrimonio a nuestro diario, en el sentido de que la joven y bella Carmen era una esposa amante y ejemplar, apasionada por la música y muy apegada a su casa, de la que salía poco. No era el tipo de mujer para aventuras extramatrimoniales. Además, nunca apareció en el curso de las investigaciones el supuesto amante de la joven. En todo caso, los protagonistas de este drama que ha sacudido a nuestra tranquila ciudad, ya duermen el sueño eterno. Paz en su tumba».

     Un doloroso sentimiento de compasión me embargó. «No era el tipo de mujer para aventuras extramatrimoniales». Yo ya lo sabía en el fondo de mi corazón. Me lo habían dicho las flores desde un cuadro, Schubert desde un piano difunto, y su cuaderno de apuntes de pensamientos íntimos donde no se deslizaba ni la sombra de una pasión de pecado. «Papá dice que la felicidad es tener paz del espíritu. Entonces debo considerarme feliz. Mi casa. Mi música», había escrito con su pulida letra de alumna distinguida. Las pecadoras no tienen paz. No aman su casa. Se van de ella. Aunque no me expliqué por qué no puso al marido en el Activo del balance existencial, junto a su casa y su música. Tal vez no lo amaba, la pobre.

* * * *

     «Tengo mucha fiebre. Mundo: necesitas fiebre». Del cuaderno de Carmen.

     Pasaron lentamente los años. Yo estaba empezando el quinto curso y don Otto sufría de esa declinación de borracho que se traduce en temblores más persistentes, y en su caso, una progresiva inanición. Cada vez bebía más y comía menos. La abundancia de las ofertas de las jugueterías hacía que las muñecas averiadas ya no se arreglaban sino se tiraban. La media docena de maniquíes recompuestos y repintados nunca fueron retirados y permanecían en la penumbra acumulando polvo que algunas veces, con cierta piedad en el alma, sacudía con un plumero.

     -No me den las gracias, chicas. Lo hago por don Otto. -Ofendidas, no se dignaban contestarme.

     A la declinación física de don Otto acompañó la declinación mental. El delirio no era ya cuestión de momentos, sino de todas las horas. Vivía delirio y un vez me dijo en tono preocupado:

     -Las sinvergüenzas salen, Manuel.

     -¿Qué?

     -Salen de noche. Creo que van a putear a la Plaza Uruguaya.

     Desde esa noche montó guardia nocturna. Bebía coñac para entonarse y café para mantenerse despierto. Semejante combinación iba acelerando su destrucción. Apiadado y para permitirle dormir, me ofrecí a hacer de centinela. No se fue sino hasta comprobar que me instalaba en un sillón de mimbre quejumbroso, conectaba la lamparita y tenía en mi regazo unos libros de texto que debía estudiar. La luz de la lamparita daba directamente sobre las páginas del libro que leía, y todo alrededor quedaba en sombras. En ninguna de las noches en que ejercí la delirante guardia, pude aprender una línea. «Idiota de porquería» me decía al descubrir que era consciente de presencias extrañas que me impedían sumergirme en los meandros del Derecho Romano. Alzaba la vista y allí estaban, erguidas en las sombras. Entonces me golpeaba la cabeza y me daba bofetadas porque de repente caía en el delirio de pensar que sufrían por mi culpa de una ira  silenciosa, cautivas como estaban, imposibilitadas de salir por las calles obscuras, danzar como náyades fantasmas en torno a alguna fuente seca, correr contra el viento con velos y cabellos flameando; subir parloteando escalinatas, asomarse a terrazas para contemplar el parpadeo de las mortecinas luces de la ciudad en la madrugada, y traviesas, robar flores de los jardines y ponerse coronas sobre sus cabellos de naylon. Ya no sabía si soñaba o fantaseaba cuando las veía erguidas con sacerdotisas esperando la salida el sol sobre el espejo de la bahía y para iluminar la pobreza arrebujada en la noche de la Chacarita. Caminar de prisa por las calles del Puerto, sorteando con delicadeza borrachos dormidos y dejando una flor en una carretilla desprolija y sucia. Y andar por las calles de zonas olvidadas, con balcones enrejados no para que trepe el jazmín sino para que no entre el ladrón y...

     Pensé que eso no era sano, ni normal, y con el lenguaje más razonable y mentiroso posible anuncié a don Otto mi renuncia a las guardias. Don Otto no dijo nada aunque su mirada me enviaba andanadas de reproches, y reanudó su vela de todas las noches, hasta que una mañana amaneció muerto. Nunca supe que tuviera familia, ni tenía idea de qué hacer para enterrar a un difunto que no dejaba herencia ni para el costo de un ataúd, pero sentía que le debía dar cierto decoro. Le vestí su mejor traje, camisa blanca, corbata, zapatos no porque los hombres deben entrar descalzos y humildes a la Casa del Señor. Lo tendí recto sobre una mesa y hasta encendí dos velas cuyas llamitas oscilaban y parecían dar vida a las caras de Rosanna y Beatriz y Gloria... que rodeaban la mesa mortuoria, porque al fin de cuentas eran su familia, sus protegidas. Nunca un hombre venido de la nada tuvo un velatorio más alucinante.

     Por la noche fui al Hospital de Clínicas, hablé con un médico de guardia y le dije que tenía un muerto para ellos.

     -Aqui no vienen los muertos sino los que van a morir -me dijo con un gracejo profesional que no me dejó precisamente muerto de risa.

     Felizmente un estudiante con el guardapolvos manchado de sangre como si viniera de una guerra, le informó que el cuerpo que tenían para destripar en la clase de anatomía había sido retirado a última hora por su familia. Y así don Otto, fuera donde fuera, podía fantasear con los ángeles o con los demonios que había tenido una contribución importante a la ciencia médica, especialmente para la cura de la cirrosis del hígado.

     Trajeron una camioneta para llevárselo. Pobre don Otto. No una carroza fúnebre, ni siquiera una ambulancia, simplemente una camioneta con la carrocería abierta, tendido al lado de dos gomas de auxilio inservibles, un rollo de cuerdas y un tacho negro, depósito de letrina u olla colectiva, no sé.

     Eran el médico de guardia y tres estudiantes, que al contemplar el espectáculo de aquel singular velorio se quedaron pasmados, y empezaron a mirarme como se mira y se trata a los locos, con excesiva amabilidad, con ese aire de «prudencia, no sea que se ponga furioso y empiece a repartir hachazos». Dejé las cosas así. Y que en mi homenaje, entre burlones y asustados, dieran cortésmente los pésames a las chicas, sin que faltara el travieso de la clase que furtivamente le tocó a Rosanna, o Nancy o... no sé, el sitio donde debía tener el sexo, haciendo que los compinches y hasta el desconcertado doctor escupieran risa. Se fueron llevándose a don Otto. Sentí tristeza, culpa, pero reaccioné pensando que mejor que ser comido por los gusanos, resultaba ser destripado por estudiantes. Nunca se presentó ningún deudo ni heredero, y yo seguí viviendo en la casa de don Otto.

* * * *

     «Te sentía muy próximo. Olía a lluvia de verano y a tierra mojada. Mi pecho estallaba de bienvenidas». De Carmen.

     -Su examen escrito está muy bien, joven Manuel Quiñonez. ¿Pero qué significa Carmen Sosa? Obviamente Ud. no es Carmen Sosa.

     -No, Profesor -contesté avergonzado.

     -¿Y entonces?

     Me pasó mi examen por escrito, de varias páginas manuscritas. En la primera página, cada esquina del papel tenía, de mi puño y letra, el nombre de Carmen Sosa, como las orlas y las flores enmarcan un diploma.

     -Ud. es un buen estudiante. Puede llegar a ser un buen abogado -me dijo-. Pero recuerde que la Ley trabaja sobre lo más crudo y prosaico de lo real. Y las fantasías están demás -concluyó.

     A pesar de todo me había puesto un cuatro. Al merecer esa nota alta concluí que si alguna influencia tenía Carmen en mí, era para hacerme perfeccionista. En todo. 

     «Hermoso sería que el mundo fuera perfecto, que la gente fuera perfecta. Que por perfección, nos coloquemos más cerca de la felicidad». Carmen en su cuaderno.

     No era la primera vez que inconscientemente escribía el nombre de Carmen. Mis libros, mis cuadernos de apuntes, algunas hojas sueltas con números de teléfonos o direcciones sepultadas en mis bolsillos tenía Carmen Sosa, o C. S, convertido en monograma que a veces era una flor, un barco de velas o un medallón azteca. Hay gente que habla por teléfono y hace dibujitos en la pared o en la carpeta, y otra que mientras llega el mozo dibuja sus iniciales o monigotes en la servilleta de papel. Algunos siquiatras le dan significados simbólicos a ese jugueteo automático. Yo me preguntaba entonces qué significado simbólico tenía la repetición inconsciente del nombre de Carmen. Sabía que había una respuesta, pero de ninguna manera se la pediría a un siquiatra.

     En algún tratado de criminología había leído una palabra, referida al carácter de un homicida-ejemplo. La palabra era «obsesivo». ¿Era yo un obsesivo con respecto a Carmen?

     «Yo creo que nadie pierde la pureza de la inocencia. Pasaremos mil avatares por la vida y tengo fe de que siempre hay un rinconcito escondido en el alma donde guardamos lo mejor de nosotros» decía una frase escrita en el cuaderno de Carmen. No es posible que personas así despierten obsesiones malsanas.

     Hice un examen de conciencia. Es cierto que desde que murió don Otto me llevé su plano al cementerio y localicé la tumba de Carmen. Que iba todos los domingos a llevarle flores. Es cierto que cuando nadie estaba cerca le susurraba preguntas fingiendo rezar, y a veces creía, solo creía, escuchar respuestas. Es cierto que había tratado de reproducir su rostro en uno de los maniquíes que había heredado de don Otto. Y es cierto que tenía vida sexual nula, porque me avergonzaba que Carmen lo supiera, y me suscitaba un molesto sentimiento de culpa. Además, había crecido en mí una terrible timidez en mi trato con las mujeres, pienso ahora, impronta de aquella iniciación sexual con una elefanta en celo. Y es cierto también que me sabía de memoria los pensamientos y poemitas escritos por Carmen con su letra de abanderada del Colegio. Y que tenía pocos amigos, y la soledad me pesaba a veces, pero me libraba de complicaciones. ¿Era eso una obsesión? Acaso fuera una forma de obsesión, pero no enfermiza, ni degradante, ni corrosiva de mi inteligencia o mi entendimiento, porque, sin falsa modestia estaba terminando mis estudios de Derecho con notas brillantes. Además, en el pequeño universo de mis circunstancias ortegagassetnianas Carmen era el más puro personaje de mi entorno, por encima de mi madre encerrada en sus secretos, de don Anselmo, culpable de impotencia y bonachón como todo castrado, don Otto, Doña María y sus calenturas salvajes, y los que van surgiendo en esta narración, gente demasiado bípeda, ordinaria, lejos de la excelsitud de Carmen y de su cuaderno. Por añadidura, los obsesos de mi texto de criminología habían matado. Yo era, un obseso, si lo era, empeñado en dar vida a Carmen. Y antes de que me olvide, no conservaba los maniquíes de don Otto por ninguna causa que no fuera el respeto que me merecía la memoria del mejor amigo que tuve.

     Quiero aclarar en este punto algunas sospechas que pueden suscitarse en la mente de las personas que lean este manuscrito. Confesé mi timidez con las mujeres y mi poca actividad sexual, y acabo de escribir también que conservaba los maniquíes de don Otto. El menos suspicaz de los lectores puede sacar en conclusión que había heredado el fetichismo del «alemán tilingo» como había dicho don Anselmo y había caído en manías horribles como substituir a las mujeres por muñecas. No es así. Las chicas bonitas me producían una gran dosis de sano deseo y tenía los candentes sueños eróticos en los que daba rienda suelta a la pasión con mujeres tiernas, complacientes y hermosas. A veces, solo a veces, las mujeres de mis sueños tenían la cara de Rosanna, o Matilde o Silvia, pero la carne ofrecida a mis urgencias era rosada, tibia y viva.

     ¿Por qué entonces mi renuencia a abordar como Dios manda a las chicas que me suscitaban deseo? Ya dije, además del episodio placentero-culposo-chocante con doña María, quizás por haber sido criado por una mamá y sin papá, era tímido. Dicen algunos textos que los padres son un ejemplo de virilidad que los hijos recogen, transforman en modelo y tratan de imitar. Es posible, pero no doy a esa teoría una certidumbre absoluta, porque volviendola al revés, un niño criado solamente por la madre, terminaría puto, y yo no lo soy. La timidez es la única razón, repito, y desde luego, no tengo por qué ocultarlo, el temor de ofender a Carmen. Muchos trabajos se tomó la pobre Amalia, y después Selva, sacármelas de encima. A la timidez y a Carmen, porque no resultaría extraño que fuera intención de las dos mujeres «liberarme» de ambas a la vez.

* * * *

     «Polvo devuelto al polvo -alguna vez seré- seré solo memoria perdida en un laberinto de luz. -Rescátame, desconocido.- Solo me basta una gota de lágrima-».

     Este era uno de los minipoemas escritos en el cuaderno de Carmen, que mayor ternura me suscitaba, y me parecía, entre tanto discurrir por sus páginas, que era el que contenía un mensaje para mí. Rescátame, desconocido. Me traía a la memoria lo que había dicho el pobre don Otto, que le debía a Carmen el esclarecimiento de su tragedia. Lavar su honra, como diría un payaso literario. Muchas veces me dispuse a investigar, pero realmente no sabía por donde empezar, y en aquellos momentos en que con mayor urgencia unas vocecitas interiores me decían que saliera a hurgar en ese pasado tan lejano, estaba en la etapa de los exámenes finales de la Facultad y absorbido por mis estudios, con gran entusiasmo, pero con algún retintín de sentimiento de culpa.

     Recibí por fin mi diploma de Abogado. Mis compañeros corrían a mostrársela a sus padres. Yo habría querido correr a mostrársela a don Anselmo, pero ahí estaría doña María. De modo que corrí a mostrársela a Carmen. «En el horizonte de la soledad, siempre se vislumbra una mano que llama», esto es de Carmen.

     No debo pasar por alto en estos apuntes, que desde que cursaba los cursos superiores, trabajé como auxiliar en el estudio de un abogado, el Dr. Meza, una buena persona aunque ramplona, insensible y bastante tacaña, que me ayudó a alimentarme mejor, a abrir la sucesión de mi madre y vender la propiedad de la calle Humaitá, que me dio el dinero suficiente para poner a nueva la casa de don Otto, haciéndola mucho más habitable para todos. Recuerdo que el Dr. Meza, con su terrestre sentido práctico de abogado en lo comercial, se escandalizó cuando se enteró que había gastado todo el dinero en una propiedad cuyo título no tenía, y cuando aceptó mi invitación de visitar la casa totalmente remodelada, observó los maniquíes de don Otto con cierta desproporcionada aprensión y hasta murmuró algo sobre «las locuras de la decoración moderna». No me tomé el esfuerzo de explicarle que no era decoración sino homenaje aun amigo, pero la equivocada impresión que noté en él creció de punto cuando frunció la nariz. Era pleno verano. Me miró con el aire ofendido del superior cuyo subordinado ha echado un irrespetuoso pedo en su presencia y hasta examinó sus zapatos por si hubiera pisado una caca de perro. Le tuve que explicar.

     -Es el olor, Dr. Meza.

     -¿Que olor?

     -De la morgue del Hospital. Está a una cuadra. La congeladora no da abasto para la superpoblación de cadáveres y algunos no alcanzan el privilegio de congelarse decentemente.

     -¡Jesús!

     Se marchó inexplicablemente irritado. Más que cincuentón, el hombre sufriría mucho si no empezaba urgentemente a convivir con la muerte. Además no tenía por qué marcharse sin saludar. El olor solo venía cuando soplaba el viento del norte.

     Al llegar el fin de mes, me pagó mi sueldo y me despidió, pero pronto conseguí trabajo en otro estudio. Es que yo era bueno en el oficio, perfeccionista en todo como quería Carmen, tanto que apenas me recibí, el Profesor Candia, uno de los mejores maestros que he conocido, padre de Amalia, y que se había jubilado el mismo año que yo me gradué, me ayudó a poner un pequeño estudio propio, en una habitación sobre la calle Piribebuy anexa a una casa que usaba su casi extinguida familia (solo él y su hija) como un depósito de muebles. Puse en buenas condiciones la habitación en cuestión, aunque el resto de la gran casa quedó como siempre, con sus paredes que daban a la Iglesia de la Encarnación deteriorada por las balas y las esquirlas procedentes de ametralladoras y fusiles instalados en el campanario de esa Iglesia que nuestra política convertía en «cantón», es decir, en el pasado, alta atalaya desde donde se disparaba contra el prójimo por la salvación de la Patria.

     Me especialicé, es un decir porque tuve pocos casos, en cuestiones de carácter penal, donde hay pocas zonas grises entre la inocencia y la culpa, y más que eso, las miserias de los crímenes me abrían un amplio territorio para ir conociendo la mentalidad de asesinos y violadores, y tener más elementos de juicio para buscar la verdad con respecto a Carmen.

     «He llegado a la conclusión de que tengo que dividir mi fe entre Dios y las personas. No se puede creer en Dios sin creer en las personas» había escrito Carmen. Creer con tanta inocencia en la gente no era precisamente virtud de una adúltera.

     Un domingo por la mañana que había ido a llevarle flores a Carmen, tuve la sorpresa de que ese día no era yo el único visitante. Desde lejos, vi que frente al pequeño panteón de Carmen, estaba una persona en silla de ruedas. Bueno, no era precisamente una persona, sino lo último que queda vivo de una persona antes de pagar el inexorable tributo a la naturaleza. Una anciana arrugada, con el espinazo ya vencido y el cuerpo sostenido en la silla por almohadones. Escasos cabellos grises cubiertos por una pañoleta y en el regazo una manta de colorido e incongruente diseño escocés. Los ojos apagados y en las manos que parecían las garritas de un gorrión difunto un monederito rosado y barato. Los labios se movían como si orara, o tal vez orara realmente. Un muchacho joven estaba sentado irreverentemente sobre una ruinosa lápida con la inscripción de «tu familia nunca te olvidará», leía la edición matinal de un diario. Evidentemente, era el que empujaba la silla de ruedas y estaba cumpliendo esforzadamente su misión piadosa en ese domingo de sol ofrecido a su juventud. Me aproximé a él. Levantó la vista de su diario con curiosidad.

     -Perdón... ¿Es su abuela? -pregunté.

     -Es mi bisabuela. Tiene 98 años -me contestó.

     -¿Puedo hacerle unas preguntas?

     -¿Por qué?

     -Soy abogado.

     -No creo que la vieja haya cometido un crimen.

     -No se trata de eso. Veo que la señora está rindiendo homenaje a Carmen Sosa de Ortiz, o a Pablo Ortiz. ¿Por qué?

     -No tengo la menor idea, doctor. En todo caso no veo la razón de su interés.

     -Es una antigua cuestión sucesoria -mentí veloz y descaradamente- estoy reconstruyendo varios títulos de propiedad. ¿Podría hablar con la señora?

     -No puede.

     -¡Vaya!

     -Tampoco yo puedo, ni mi madre, ni nadie. La pobre vieja es casi un vegetal.

     -Es raro que un vegetal venga a rezar en el cementerio.

     -Dije «casi», doctor. Hoy amaneció algo lúcida, dijo que era el aniversario de no sé que cosa e insistió en venir aquí.

     Recordé el recorte que me trajera don Otto. Hablaba de «la tragedia del 7 de noviembre pasado». Ese domingo era el 7 de noviembre. Aniversario.

     La anciana había terminado al parecer y daba golpecitos impacientes a la silla.

     -¿Me permite hablarle? -solicité al muchacho.

     Me dio el permiso. Me acerqué a la viejecita. Le saludé con un «mucho gusto, señora» que me pareció bastante estúpido. Y a ella también, porque ni me miró ni contestó y pareció arrugarse más sobre su esqueleto. Sus ojos se habían vuelto hacia adentro, como su boca sin dientes. Un pensamiento amargo me estremeció. Para qué vivir tanto si se va a llegar a ser la tumba viva de uno mismo. Pero ella todavía vive -me dije- tiene memoria, recuerda un aniversario. Tiene sentimientos, visita un sepulcro y reza o musita quien sabe qué. Una sensación de descubrimiento me embargó. En ese tenue hilo de vida y racionalidad estaba tal vez el último testimonio de lo que había pasado con Carmen. Siempre en plan de abogado de una sucesión pregunté al muchacho si podía visitar a la anciana. Se encogió de hombros y me dio la dirección. Al parecer su único interés era acabar con esa molesta misión dominguera y ejercer su juventud en ese hermoso día de sol y de verano.

     Al día siguiente, lunes, Amalia me hizo la misma pregunta que me hiciera mi profesor en la facultad.

     -¿Quién es Carmen Sosa?

     Tenía derecho a interrogarme. Era la hija del Profesor Candia, generoso hasta dotarme de oficina, y de paso, dotarme también de secretaria ad honorem, en la persona de Amalia. Había entre nosotros cierta relación tensa. De alguna manera no muy sutil, la presencia de Amalia en mi estudio era una imposición de su padre. Ella lo sabía, y sabía que yo sabía que ella sabía, una situación que hace un laberinto los caminos de la comunicación. Era un poco mayor que yo, alta pero con piernas de cigueña, soltera y en un  par de años más solterona, y hubiera sido bonita si no padeciera de un nariz afilada de beduino que a ojos vista era su tormento. Alguna vez pensé traer a colación como quien no quiere la cosa a Barbara Streissand que había llegado a estrella arrastrando su enorme apéndice nasal, pero pensé que sería muy torpe. Sobre todo con ella, que era Licenciada en Filosofía, nada menos.

     En verdad las tensiones iniciales se fueron puliendo hasta que alcanzamos un statu quo razonable. No tenía horario ni sueldo, pero trabajaba bien hasta hacerse indispensable como secretaria, un primer paso para hacerse indispensable a secas, y lo demás caería de maduro: un casamiento que en rigor, estaba en el fondo de la generosidad del profesor Candia. Semejante situación me causaba mucha preocupación. Sabía que terminaría por desencantar a los que confiaban en el proceso lógico de una relación entre un hombre tímido y una muchacha fea, que termina en matrimonio que resulta en alianza contra la soledad, una ristra de hijos y, en el caso del Profesor Candia, la realización del candoroso sueño de ser abuelo por gracia de su única hija fecundada por mí. Más preocupación aun me causaba que la pobre Amalia pensara que a pesar de nuestros intercambios de largos silencios rebosantes de reservas mentales, todo ese proceso ya era cosa tácitamente planteada y aceptada. Pero yo no. Ni loco. No podría mirarle la cara a Carmen. Mi compromiso con Carmen era ser bueno, decente, correcto, honrado y todo lo demás.

* * * *

     «Oí en la noche el galope de un caballo. En la obscuridad, tu cabellera alborotada». Carmen.

     Contesté a medias la pregunta de Amalia. Que me había interesado la historia de la tragedia de Carmen Sosa de Ortiz. Que me parecía un ejercicio intelectual estimulante encarar el crimen-suicidio no develado satisfactoriamente. Rogaba interiormente que Amalia no inquiriera las razones de ese interés que según sus patrones de licenciada en filosofía y de hija única fea podía tener un fondo morboso, cuando ella misma me sacó del aprieto.

     -Me alegra que ya estés pensando en tu tesis doctoral -me dijo.

     Procuré no demostrar mi sorpresa. Amalia  suponía que mi relación con Carmen era una investigación para una tesis doctoral titulado mas o menos «Las Limitaciones de la Investigación Judicial en los Crímenes Pasionales». Dejé que creyera así, y sin malicia y con buen sentido, pensé que mientras Amalia tuviera esa creencia que ella misma había elaborado por sí sola, sería una valiosa ayuda para ayudarme a aclarar lo sucedido a Carmen.

     No obstante, fui solo a visitar a la anciana del cementerio. La casa quinta era enorme, sobre la avenida Fernando de la Mora, construida sobre una gran propiedad cuando esa avenida era una carretera de tierra roja, en extramuros de la ciudad. Una especie de castillo feudal entre añosos árboles reinando sobre el pobrerío de la zona. Ya no era castillo, sino una edificación arcaica, acosada, sobre la avenida asfaltada apiñada de negocios y de vendedores ambulantes. Los únicos habitantes de la gran casa eran la señora Elena, viuda joven aun y madre del joven Roberto a quien conocí en el cementerio, y ella, Elena, a su vez nieta de la viejecita que había visitado a Carmen en el aniversario de la tragedia. Una composición familiar bastante rara, una madre que cuidaba a su abuela desvalida y tenía un hijo joven, además de un marido difunto. Por su estructura y su amplitud, la casa debió contener en un tiempo una familia numerosa y que se hubiera reducido a tres resultaba una curiosidad, y pasé por alto la tentación de preguntar su por allí había pasado una peste en el pasado.

     Doña Elena era una de esas mujeres que creen que los seres humanos nacen para ser serviciales. Gordita, sonriente, diligente, parecía más un hada madura que una viuda joven. Además tenía tendencia a repetir con frecuencia un latiguillo de «¡estoy tan sola!» como si esa fuera la causa de su amabilidad y esta fuera una culpa. Me atendió con deferencia, se tragó amablemente mi historia de la reconstrucción vía sucesoria de unos títulos de propiedad, y me dijo que lamentaba en el alma no tener la más mínima idea de la razón por la cual su abuela visitaba a Carmen Sosa de Ortiz en el cementerio. Consintió sin reserva alguna que yo viera a la anciana y me acompañó a la habitación donde la tenía en reposo, a la que llegamos después de cruzar algunas grandes habitaciones obviamente en desuso, caminar por un corredor de primorosas baldosas que ya no se ven y cruzar un patiecillo completamente a cubierto del sol por una parralera que debió ser plantada el siglo pasado, haciendo sombra a un pozo de agua que aun tenía una bomba de larga palanca, ya completamente oxidada, un itinerario dos o tres veces matizado por el consabido «estoy tan sola». Al abrir la puerta e invitarme a entrar tenía en la cara una apenada expresión de culpa, y supe por qué al penetrar en la habitación, donde me atropelló un devastador olor a vejez y derrota.

     Mézclese el aroma del colchón orinado, del polvo acumulado, de la humedad aposentada en las junturas, del hierro enmohecido, del remedio fermentado, de las zapatillas podridas, un poquito de telaraña con algo de caca de cucaracha y una pizca de moho, y tendremos el indescriptible olor en la habitación de la vieja señora. Comparando, el olor que venía con el viento norte de la morgue del Hospital era más genuino, venía de la muerte y olía a muerte. Ahí venía de la claudicación de la vida y olía a desesperanza.

     Discretamente Elena me dejó solo con la viejecita yacente. La observé, respiraba, ya era una buena noticia. La toqué suavemente en la mejilla para despertarla. Nada. Pensé en la perversidad de apretarle la nariz para que despertara por falta de aire, pero me pareció demasiado irreverente. Entonces me arrodillé junto a la cama y le susurraba interminablemente en los oidos Carmen Sosa, una y otra vez. En el vigésimo intento parpadeó, movió las manos queriendo aferrar algo, la frazada o un recuerdo. Insistí con el nombre de Carmen Sosa. Despertaba, abrió los ojos, me miró y en los ojos había vida, un residuo de inteligencia. Con más urgencia repetí el nombre de Carmen Sosa. Sus labios se movieron, la vieja lengua se estaba liberando de su espesa condena de silencio. Temblando, pensé que estaba en un momento histórico. Tendría el primer testimonio vivo de Carmen. Entonces ella murmuró trabajosamente:

     -Carmen Sosa.

     -¡¡Sí, sí!! ¡Carmen Sosa! -urgí.

     -Hija de puta -gorgoteó.

     Quedé pasmado. La grosería del insulto me golpeó y el desconcierto me mareó. ¿Por qué razón se había tomado tanto trabajo para recordar un aniversario, movilizar a su biznieto e ir hasta el cementerio para visitar  a quien consideraba hija de puta?

     La miré, más despierta y lúcida, y hasta parecía sonreír con sonrisa de bruja.

     -Ud. fue a rezar por ella.

     -No -la negativa le salió rotunda como una bala de cañón.

     -¿Por Pablo Ortiz?

     -No -otra bala.

     -¡Déme una explicación!

     Confieso que perdí la paciencia y alcé la voz y la anciana se puso a berrear como un bebé asustado, tiró la frazada y empezó quitarse furiosamente el camisón. Felizmente entró Elena y me salvó de la horrible visión de su desnudez. Elena aferró la cabeza de la anciana, le abrió diestramente la boca y como si fuera en un embudo echó unas gotas en la garganta de algo que había en un frasco a mano, y la anciana se desplomó como vi alguna vez que se desplomaba un caballo en el matadero. Empezaba a sentir náuseas pero me dominé. Por cierto que el olor a vómito estaría demás allí.

     -Dormirá hasta mañana -me dijo la buena señora. -¿Consiguió algo?

     -Nada -le dije callando el insulto a la memoria de Carmen, tan buena era Elena  que hasta podía ponerse a llorar por mi frustración.

     -Que pena -dijo frunciendo los labios como en un puchero.

     -Por lo menos, dígame el nombre de su abuela.

     -Claro, se llama Brunilda Torres de Galván. O viuda de Galván.

     ¡Brunilda!

     «Leí en una novela que Brunilda se llamaba la reina de los hielos en un país de nieves eternas. Pero ella tenía un corazón cálido. Brunilda tiene un corazón de hielo».

     Obviamente, el párrafo de Carmen se refería a dos Brunildas, la literaria que reinaba sobre los hielos y era cálida, y la real que tenía un corazón de hielo.

     Te tengo una noticia, Carmen, el corazón de hielo sigue latiendo. Por qué fue a rendirte homenaje si tiene corazón de hielo. Misterio, Carmen.

     Acaso fuera a gozar de tu consumación. No a rezar. ¿A maldecir?

     -¿Me acompañaría a tomar una taza de café, o prefiere una limonada? ¡Estoy tan sola!

     El hada madura me sacó de mi ensoñación.

     -Sí, claro, le aceptaría un café.

     -¡Que gusto! -lo decía como una niña a quien se anuncia que se le llevará a la calesita.

     Rehicimos el camino rumbo a la gran sala de la casa, donde todo era demasiado grande, demasiado viejo y demasiado inútil, salvo el pequeño juego de sillones, sofá y mesita. Todo lo demás, piano, estante para libros, una variedad de cuadros, fotografías melancólicas en las paredes, de próceres familiares con bigotes erizados, damas en lánguidas poses, parejas de recién casados posando al lado de un escultura de Cupido apuntando con su arco, diplomas y pergaminos que ya no certificaban nada, la araña sin bombillas colgando del techo, un candelabro roto, parecían estar allí por inercia, empujados por la escoba del tiempo, sin uso y ya sin significado. Un naufragio donde sobrenadaba Elena y repetía una y otra vez que «estoy tan sola». Patético.

     Me senté en el sofá y ella salió revoloteando a preparar el café. No tardó mucho en reaparecer con una bandeja, y con el cabello mejor peinado, y con un poco de carmín en los labios.

     Se sentó a mi lado, tan sola, muy próxima, muy cálida, muy gordita, blanca, abundosa, prometedora. Estaba entendiendo el mensaje apenado de «estoy tan sola». Tomamos café, charlamos, intimamos. Un hormigueo anticipador me hacía cosquillas en la ingle y debajo de la bragueta sentía un poderoso despertar. La toqué, me tocó, jadeó y atrajo mis manos hacia sus pechos redondos y duros que parecían llenos de leche tibia. Me suplicó que la abrazara, así lo hice y ella se echó en el sofá llevándome encima. Abría las piernas y buscaba ansiosamente mis botones. Todo iba camino a una culminación gozosa, cuando entreví como disparada por un flash en mi cerebro la cara de Carmen, el fuego se extinguió y la dureza claudicó tristemente, y lo que es peor, en las manos de Elena que me miró con sorpresa.

     -Lo siento -le dije con una elaborada expresión de vergüenza muy adecuada a la ocasión.

     Ella no me soltó, practicó algunos desesperados ejercicios para restablecer el ímpetu de mi fláccido miembro. Nada. Nada. Y yo estaba feliz, no mancillaría así la memoria de Carmen. Me levanté, ella, avergonzada y frustrada se arregló el vestido, no sin que antes yo vislumbrara que no tenía bombacha.

     -¿Eres impotente, Manuel? -preguntó entre humillada y nerviosa.

     Le dije que no, bastante herido en mi ego. Le expliqué que había sufrido un bloqueo. Me pareció que merecía una explicación, e hice una mescolanza de verdad y de mentira relatándole que había tenido una novia a la que amaba mucho, se llamaba Carmen y murió de cáncer. No podía olvidarla, estaba en mí y me producía apagones como el que acaba de suceder con ella. Y traté de ser caritativo.

     -Te ruego que no te sientas humillada, Elena. Eres hermosa y deseable. El mal está en mí.

     Lo dije poniendole moñitos a la cuestión, con verdadera compasión, porque realmente estaba pensando que Carmen me salvó de un revolcón vergonzoso con una viuda gorda hambrienta de sexo.

     -¿Has visto a un siquiatra?

     Su estúpida pregunta me irritó sobremanera. Pero lo oculté a medias.

     -No veo por qué deba ver aun siquiatra, Elena.

     -Tienes una impotencia síquica. Mi marido era médico y algo aprendí de él.

     -Te aseguro que es una cuestión momentánea. Espero demostrarlo en la próxima ocasión, Elena.

     -¿Vendrás a visitarme?

     -¡Por supuesto! -mentí.

     Volvió instantáneamente a ser la niña querendona.

     -Yo también te debo una explicación -me dijo-. Te ruego no pienses que soy una ninfo-maniaca o algo así. Es que... ya no recuerdo cuando estuve la ultima vez con un hombre. Y todavía soy joven, y eres atractivo -vaciló y continuó- de modo que no me califiques mal. Soy una mujer normal.

     ¿Mujer normal, una viuda calentona? Don Otto no andaba muy errado con sus mujeres de cartón y yeso. A este paso, eran las únicas mujeres normales.

     -¿Quién puede dudarlo, Elena? -respondí rápidamente.

     La razón por la que estaba siendo tan equitativo y razonable con ella, es que me había pasado por la mente la idea de que esa vieja casa con sus viejos muebles y su vieja historia, también debería guardar viejos papeles. Especialmente los papeles de Brunilda Torres de Galván.

     -¿Me prometes volver a visitarme? -pedía ella.

     -Para reivindicarme contigo. Además están los papeles.

     -¿Papeles?

     -Supongo que tu abuelita debe tener una carpeta, o álbum, o algo así.

     -¡Podemos buscarlo ahora mismo! -exclamó con el entusiasmo infantil que provoca la aventura en un desván de cosas antiguas.

     Fuimos a abrir una cuarto pequeño y obscuro, atestado de baúles y valijas, carpetas, grandes libros contables de gruesa tapa negra. Me sentí desolado porque baúles y valijas contenían ropa comida por las polillas y hasta un sombrero de copa, una sombrilla, y una capelina y un bastón de caña. Los archivadores guardaban papeles comerciales y los libros eran de contabilidad. Una gran carpeta con el rótulo de «correspondencia» solo contenía cartas comerciales. Todo era basura, testimonio de una riqueza que pasó.

     Pasamos a otra habitación mucho más grande, donde solo quedaba el esqueleto de una gran cama, y en la pared opuesta un monumental tocador Luis con número romano con su espejo carcomido y aplicaciones de bronce para sostener algún tipo de lámpara. Elena abrió todos los cajones del tocador, y en uno de ellos, encontró una carpeta que contenía papeles amarillos. Cartas, cartas recibidas y cartas enviadas con la firma de Brunilda.

     Sin reserva alguna, Elena me entregó la carpeta. Y me fui después de prometerle formalmente que la visitaría la próxima semana. Ni loco.

* * * *

     «Hay caminos que pasan por el sufrimiento. Dios es bueno. Enciende una luz en la colina». Escribió Carmen.

     Teníamos en el estudio algunos casos en los Tribunales. Ejercía la defensa de un pobre diablo que había castigado a palos a la esposa. Amalia no quiso que tomara el caso asumiendo partida rápidamente por la damnificada, discutimos algo agriamente, y lo tomé en primer lugar porque era abogado, necesitaba empezar a trabajar y finalmente un hombre que pone en su lugar a su mujer no es necesariamente un monstruo. Pidió ayuda legal tambien la madre de un muchacho acusado de violador y un señor de edad acusado de atropello de domicilio y amenaza de muerte.

     Al margen de ser excesivamente moralista para trabajar en un estudio de abogado, Amalia era la secretaria perfecta, y más, porque se le había ocurrido que estaba muy flaco, deducía que me alimentaba mal con el resultado de que cuando llegaba temprano a la oficina encontraba un principesco desayuno consistente en un bife con cebolla y dos huevos fritos, además de un delicioso café.

     No mucha información extraje de la carpeta de doña Brunilda, y para analizarla necesitaba de la ayuda de Amalia, pero no sabía cómo empezar a involucrarla en mi investigación. Desde luego, su interés por mi «tesis doctoral» era un punto a favor, pero un interés académico. Necesitaba un interés humano, de modo que la invité a pasear un domingo de mañana, y ella aceptó sin ocultar su alegría tal vez porque pensara que el pez había picado el cebo puesto en el anzuelo en forma de desayuno.

     Se desconcertó un poco al descubrir que el romántico, para ella, paseo dominical se iniciaba en el cementerio de la Recoleta. Sin ocultar mucho su confusión me siguió por las estrechas avenidas hasta que llegamos a la tumba de Carmen. Se la mostré. Me miró sin comprender.

     -Aquí está Carmen Sosa de Ortiz -le dije.

     -Ya lo veo... ¿y? -me contestó desde un bosque de desconcierto.

     -¿Cómo y?

     -No alcanzo a comprender la importancia que tiene para tu tesis algunas cenizas podridas...

     Confieso que me enfurecí.

     -¡Carmen es la víctima de un crimen atroz! -dije en con voz alterada, porque me miró con asombro.

     -¿Carmen?

     -¡Carmen Sosa! ¿O ella no merece un poco de comprensión?

     Tenía la cara de una perfecta idiota.

     -¿Ella? ¿Dices «ella» por un montón de huesos?

     Sentí que si las cosas seguían así iba a perder la paciencia. Respiré hondo, me tranquilicé. Al fin, la pobre chica no tenía la culpa de ser tan bruta, a pesar de sus estudios de Filosofía.

     -Dejemos las cosas así -le dije-. Vámonos.

     -¡De ninguna manera! -estalló.

     -¿Que quieres decir, Amalia?

     -Percibo algo morboso que tienes que explicarme. ¿Qué es Carmen Sosa?

     -Vaya pregunta. La víctima de un crimen y...

     -No pregunto quien es. Qué es.

     -Es Carmen.

     -Lo dices como si estuviera viva.

     -Nadie muere del todo.

     De pronto, me miraba con ojo clínico, calculador, reflexivo.

     -Piensas mucho en ella. Escribes su nombre cuando estás reflexionando. Lo he notado, Manuel.

     -Eres muy observadora Amalia. Y te crees muy aguda. Me estás analizando y te voy a ayudar. A mi padre lo llevaron enfundado en una camisa de fuerza y echando espuma por la boca.

     -No es momento de hacer chistes, Manuel.

     -No es chiste. Es la verdad.

     -¿De veras?

     -Sí, pero eso no me hace loco a mí, ni hace de Carmen solo un montón de huesos.

     -De acuerdo, Manuel. No es un montón de huesos. ¿Qué es?

     Me sentía acosado. Su nariz de beduino me apuntaba a los ojos.

     -¿Qué es? -Me urgió.

     -Una presencia. Una excelsitud -dije, convencido de que jamás entendería.

     -¿Y lo de la tesis? -Eso lo creíste tú.

     -Y me dejaste creer. ¿Para qué?

     -Para ayudarme a aclarar lo que pasó con Carmen. Pero ahora ya no lo queremos. Voy a seguir solo.

     Estaba lamentando profundamente haberla llevado al cementerio. Creía ser aguda, creía ser inteligente. Se creía capaz de meter su narizota en cosas que no comprendería jamás.

     -Quiero que me cuentes todo.

     Pensé que si le contaba todo se aclararía su confusión, alzaría un poco más el vuelo. Nos sentamos allí, en el cementario, a la sombra de un árbol de Paraíso, y le dije lo de mi madre, la inclinación de la casa. Las almas en pena, mi encuentro con Carmen, el ataque de doña María, don Otto, el cuaderno. Todo.

     Me miró pensativa.

     -Pienso que debes ver un siquiatra -dijo.

     Era la segunda vez que se me decía ese disparate. Y las dos veces eran mujeres tontas. No me digné contestarle. Había hablado largamente para nada.

     -El cuaderno -me dijo-. ¿Puedo verlo?

     -Está, en casa.

     -Hoy es domingo. Tenemos todo el tiempo del mundo.

     Me aferré a un poco de esperanza. Si leía el cuaderno conocería mejor a Carmen. Y comprendería lo que yo estaba haciendo por ella. Fuimos a casa. No leyó el cuaderno, porque al entrar a casa vio los maniquíes de don Otto, se sobresaltó y no me dio tiempo de explicar lo del alemán tilingo. Se volvió rápidamente a la puerta y salió a la calle. Tuve que correr para alcanzarla.

     Al dia siguiente, antes de ir al estudio le dejé el cuaderno en su casa rogándole en una esquelita que juzgara las cosas por el cuaderno, no por los maniquíes de don Otto. Era lunes, y no había desayuno, y Amalia apareció recién al día siguiente. Me pasó un papelito.

     -Tienes turno mañana a la tarde con el Dr. Acevedo.

     -¿Quién es el Dr. Acevedo?

     -Es un siquiatra.

     La mandé al diablo. Y ella y su padre me enviaron a la calle dos días después. Y Amalia me envió el cuaderno con una sirvienta, sin la delicadeza de ponerlo en un sobre, por lo menos.

* * * *

     «Trae tu herida abierta. Soy bálsamo y consuelo». Carmen.

     Con mucho trabajo encontré un nuevo local para mi estudio, sobre la calle Alberdi, no muy lejos de mi anterior emplazamiento. En rigor era la cochera sobre la calle de una casa antigua y abandonada, al parecer objeto de un inagotable pleito sucesorio. En la casa vivía como custodio, o sereno, un señor de edad que consideró que podía aumentar sus ingresos alquilando la cochera por su cuenta, y dio conmigo. Acepté por necesidad tan antijurídico trato, y el alquiler aumentó porque a más de incluir el trabajo de limpiar la cochera y desembarazarla de una colección de cubiertas viejas, acumuladores y piezas oxidadas de automóvil, también se extendió a proveerme, procedente de la casa, de una mesa escritorio en no mal estado, dos sillas y una lámpara. También me trajo una grande y pesada máquina de escribir Underwood, que nunca logré hacer funcionar, pero lo dejé allí, porque completaba mi ambiente de auxiliar de la Justicia. No era muy cómodo, especialmente cuando me llegaban ciertas urgencias, en cuyo caso debía salir a la calle, tocar el timbre de la casa, esperar que el custodio me abriera y caminar un largo trecho hasta llegar al baño.

     De paso, la abrupta mudanza hizo que perdiera a los tres clientes y tuve que empezar de nuevo, vagando por los tribunales y haciendo guardias en los Primero Auxilios a la pesca de accidentados dispuestos a cobrar a precio de oro un hueso roto, de la misma manera que otros acechan para venderles ataúdes y servicios fúnebres a los que perdían definitivamente su capacidad de demandar. No tuve mucho éxito, de modo que volví por las noches a mis clases de aritmética a los escolares y de todo cuanto podía enseñar a los estudiantes secundarios. Además, me hice amigo de algunos estudiantes de medicina y enfermeras del Hospital, especialmente del sector de la maternidad donde las buenas y humildes mujeres que llegaban a parir solían tener esos problemas que hacían necesario recurrir a los «amables oyentes» y a los «caritativos lectores» llamados a salvar una vida. En esos casos yo me encargaba de visitar las emisoras de radio o televisión y los diarios, llevando el texto apelativo de la caridad ya preparado. Si la gente se conmovía y enviaba dinero, me tocaba una pequeña comisión. Estaba seguro que Carmen aprobaba estas gestiones, porque en realidad, ayudaba a las pobres mujeres, me ayudaba a mí mismo, y me sostenía en pié para ese rescate que ella me reclamaba desde su cuaderno.

     Por lo demás, la falta de trabajo no me preocupaba mucho. Alimentos no me faltaban y tiempo me sobraba para investigar la tragedia de Carmen.

     En la carpeta de doña Brunilda había muchas cartas. Algunas eran copias de la que ella había enviado, y en mayor número, correspondencia recibida por ella. En uno solo de los papeles, había una referencia a Carmen en una carta remitida a Brunilda por un señor Pedro Muñoz.

     «Estimada amiga. Siempre he tenido en alta consideración la amistad que me liga con su distinguida familia y en especial, a Ud.

     Bien desearía que esa amistad no sea mancillada por circunstancia enojosa alguna, como su inesperada solicitud de informaciones sobre mi relación con el distinguido amigo Pablo Ortiz y su esposa, a quienes respeto mucho. Mayor sentimiento de rechazo aun me producen sus insinuaciones que quiero creer son resultado de una ligereza de momento o de una emoción incontrolada, razonable en una persona joven como Ud. Yo le ruego que de  la misma manera que yo considero a Ud. una dama, me considere a mí un caballero, que si estuviera involucrado en el episodio que Ud. supone guardaría un decoroso silencio. No obstante todo, tengo la esperanza de seguir conservando su amistad muy valiosa para mí. Atentamente S.S.S. Pedro Muñoz»

     Lo que se dice, un delicado tirón de orejas a una señorita excesivamente curiosa. Pero la carta no me daba mucho, salvo un nombre, Pedro Muñoz, que tampoco era importante, porque en el mejor de los casos, si cuando Pedro Muñoz escribió la carta tenía la misma edad que Brunilda, ahora tendría los 98 de ella, y pocos hombres llegan a esa edad. No obstante busqué en la guía telefónica y encontré un Pedro Muñoz odontólogo, que me aclaró que ni su padre ni su abuelo se llamaban de la misma manera, además el Muñoz le venía de su madre, en su condición de «hijo natural» no reconocido. «Hubiera empezado por ahí», le dije de mala manera y colgué el teléfono.

     Cierto día tuve una de esas inspiraciones que llegan por asociación de ideas. Yo alquilaba la cochera de una casa en sucesión. Sucesión. Don Pedro Muñoz habrá muerto y  tuvo que abrirse una sucesión. Fui a buscar en los archivos de los tribunales, y nada. O Pedro Muñoz no había muerto o sí murió y no dejó nada digno de la disputa legal de una sucesión.

     Volví a leer la carta y a revisar mis notas. Para Brunilda, Carmen Sosa era una hija de puta. Para Carmen, Brunilda tenía un corazón de hielo. Brunilda pedía informaciones o insinuaba algo sobre el matrimonio Ortiz-Sosa a don Pedro Muñoz y don Pedro se ofendía, porque respetaba a Pablo y Carmen y se respetaba a sí mismo. La conclusión fue que entre Carmen y Brunilda había un conflicto. Y evidentemente la parte perversa era Brunilda.

     Acababa de hacer estas anotaciones cuando llegó Amalia. Amable, conciliadora. Tal vez arrepentida del trato desconsiderado a que me sometieran. Se sentó en la única silla vacía.

     -¿Cómo andan tus investigaciones sobre Carmen Sosa? -preguntó con el aire de quien por fin había aceptado de que lo mío no era un problema para el siquiatra.

     Le leí las conclusiones a que había llegado.

     -Algo es algo -me dijo- pero a este paso llevará  mucho tiempo. ¿Me permites ayudarte?

     Dije que sí con alegría.

     -Pero me harás una promesa. Cuando sepas la verdad vendrás conmigo al siquiatra.

     Hice la promesa sin la más mínima intención de cumplirla. Carmen me comprendería.

     -Cualquiera sea la verdad -dijo.

     -¿Cómo?

     -Que Carmen haya sido realmente mala.

     -En su cuaderno no hay ninguna referencia a su pecado.

     -Ninguna mujer casada lo hace.

     Pasé por alto semejante impertinencia.

     -¿Me permites la carta de Pedro Muñoz?

     La leyó atentamente como tres veces. Suspiraba, se rascaba la nariz. Mordía desconsideradamente un lápiz de plástico de mi escritorio. Finalmente me dijo:

     -Pedro Muñoz era de buena familia. Burgués para arriba, o más. Su estilo epistolar es pulido, su letra perfecta. Ha tenido una buena educación y un sentido de la caballerosidad muy agudo. ¿Me sigues?

     -Te sigo.

     -Era amigo del matrimonio Ortiz-Sosa, que vivía en una buena casa. Ella compraba cuadros con flores y él cuadros con escenas de guerra. Además ella tocaba el piano. Eran gente culta. Y la gente culta no tiene amigos ordinarios y torpes.

     -La biblioteca estaba llena de libros -contribuí recordando mi incursión a la casa abandonada.

     -Mejor para nuestro Pedro Muñoz, que era también amigo de la familia de Brunilda.

     -...que vivía en un gran casa quinta señorial y tenía grandes negocios registrados en superlativos librotes -me entusiasmé.

     -Entonces, Pedro Muñoz no era un tipo cualquiera, con semejantes amistades. No es de los simplotes que mueren y caen en el olvido.

     Ahora es el turno de papá.

     Me explicó que el hobby del Profesor Candia era la genealogía. Que su padre era un archivo viviente con una memoria que ningún colesterol se había llevado. Que se divertía reconstruyendo para un libro que pensaba escribir el árbol genealógico de las familias ilustres del país, y ese trabajo le rescataba del mortal aburrimiento de Profesor retirado y rico. Además, me confesó Amalia, entraba en cierto maligno regocijo cuando descubría en el árbol de alguna linajuda familia un polucionante injerto turco, o siciliano o gallego, o un desprendimiento por vía de la inclinación a la parranda del augusto tronco, de una rama plebeya con gran poder de multiplicación.

     Agradecí a Amalia el súbito cambio y su ayuda, aunque una vocecita interior me decía que semejante transformación resultaba sospechosa. Estaría alerta.

* * * *

     «Hay un demonio que quiere entrar. Quemaré incienso y encenderé todas las luces». Carmen.

     Una mañana, sin nada que hacer, fui a caminar por la ciudad y como si estuviera condicionado estuve de pronto frente al sitio donde estuvo la casa de Carmen y la mía en el lote vecino. Los dos terrenos se habían unido y se alzaba en el lugar un gran tinglado donde funcionaba un taller mecánico. Giré la vista hacia la esquina donde debía estar el almacén de don Anselmo, pero ya no estaba. El local estaba atiborrado por una despensa coreana. Recorrí el barrio, que no cambió mucho, con las viejas casas húmedas, con sus perros cagando en el césped, su vecindario acosado por los mosquitos al atardecer. Pocos detalles nuevos, como que en las viejas murallas se habían practicado huecos para meter el auto «mau» y ponerlo en la mayor seguridad posible, y en la esquina una caseta telefónica de plástico que ya no tenía tubo. ¿Por qué si Carmen y su marido eran gente fina habían venido a vivir a este barrio ordinario? Consideré tonta la pregunta y caminé subiendo cuestas hacia la calle Colón, y a medida que me alejaba de mi antigua cuadra, la ciudad me parecía más amable, las casas más cuidadas, los jardines más pulcros.

     Bajé por Colón hacia el centro y por Estrella y 25 de mayo hasta la Plaza Uruguaya. Una turba de mujeres con niñitos asados por el sol en los brazos me ofreció billetes de la lotería. Me introduje en la plaza y me senté en un banco. Los chorizos humeaban sobre fuegos de carbón, una prostituta de raído vestido caminaba ensayando el paso de una modelo en la pasarela y dos soldaditos tímidos discutían temblorosos la estrategia para abordarla.

     Un viejo que vestía un saco negro que le quedaba grande y un pantalón ya sin color que le quedaba corto, camisa ruinosa, corbata colorada trepidante y zapatos de tennis se sentó a mi lado emitiendo olores de abandono. Lo miré, el pelo blanco y rígido esparciendose hacia todas las direcciones, los ojos azules y curiosamente, unos dientecitos propios, gastados casi hasta las encías, como si el honrado ciudadano se pasara la vida royendo huesos.

     Miraba a los lejos y murmuró algo.

     -Hijo de puta -oí.

     Comprobé que no me miraba a mí. Miraba nada o miraba el mundo, y volvía a repetir.

     -Hijo de puta.

     Se volvió a mí.

     -Todos son hijos de puta.

     -De acuerdo -contemporicé. -Todos son hijos de puta.

     -Ud. también -me dijo.

     -Ya lo sabía. Pero gracias por recordármelo. A veces me olvido.

     Sentía una suerte de compulsión por dar satisfacción al viejo imprecador. Para mi contento, sonrió feliz.

     -No me lleve el apunte -dijo-. Me alivio un poco al decirle a todo el mundo un insulto bien gordo. Es como estar aventado y soltar un pedo. ¿Sabe?

     -Claro, insulta y se alivia.

     -Sí, joven, me alivio del miedo. Voy a morir. ¿Sabe?

     -Vamos -le consolé- los médicos suelen equivocarse.

     -No vi a ningún médico. No estoy enfermo.

     -Como dijo que iba a morir...

     -Estoy viejo. Los viejos van a morir. Matemático.

     Calló un momento.

     -Me pregunto si después de esta hay otra vida -dijo.

     -Hay -le aseguré.

     Me miró curioso.

     -¿Lo sabe o lo cree?

     -Lo sé.

     -Ud. me resulta más trastornado que yo joven.

     Allí, en ese banco de la Plaza Uruguaya, le relaté la historia completa de Carmen. Su omnipresencia. Me escuchó silenciosamente, sin emitir un sonido, bebiendo mis palabras.

     -¿De modo que ese es su testimonio sobre la otra vida?

     -No puedo haber sido más sincero. La gente pasa a otro plano.

     -Le voy a decir una cosa, joven. Su historia me parece la de un loco. Ud. no me demostrado que existe otra vida. Lo único que me ha demostrado es que está desperdiciando esta.

     Se levantó y se fue, llevándose su olor, a ceniza fermentada. Viejo cretino.

     Sobre la calle Méjico, sin saber lo que hacía, subí a un tranvía, el único tranvía en el mundo que no va a ninguna parte, arranca, da una vuelta más de las interminables vueltas que da como perro viejo que no se resigna a acostarse y morir, y vuelve al mismo sitio. Amalia diría que yo era el perfecto pasajero del tranvía sin destino, porque yo tampoco, según ella, iba a ninguna parte. De modo que descendí para no darle la razón, tomé por Alberdi y ya estuve de nuevo en mi oficina.

     Amalia había venido en mi ausencia y me dejó una esquela: «Pedro Muñoz era poeta. Volveré esta tarde». Cerré la oficina y me fui a casa, y solo cuando llegué ahí, cerca del mediodía, me pregunté para qué demonios había venido. Me dije que había venido para almorzar y encontré en la fiambrera un trozo de queso que me lo comí. Después me entretuve hojeando el cuaderno de Carmen. Ya casi me lo sabía de memoria, pero a cada lectura encontraba un nuevo deslumbramiento, como si cada párrafo tuviera un significado distinto cada día. Dormí la siesta con el cuaderno sobre mi corazón. El cuaderno se movía con cada latido.

     Cuando llegué más tarde a mi cochera-oficina ya me estaba esperando Amalia, impaciente. Abrí y entramos. Amalia me reseñó los primeros descubrimientos de su padre.

     -Pedro Muñoz fue un poeta no conocido -me dijo- con una historia bastante común. Su padre era español, Antonio Muñoz, socio o gerente de una firma que se llamaba «Latorre y Gastón». Hombre de mucho sentido práctico, de esos que consideran tener un poeta en la familia es un desperdicio.

     -¿Tu padre averiguó todo eso? -pregunté asombrado.

     -¡Si vieras su archivo, Manuel! Pedro Muñoz hasta llegó a publicar un librito de poemas. Papá lo tiene en su biblioteca. Lo leí, y copié uno.

     Quise saber por qué copió un poema en especial.

     -Podría tener relación con Carmen - e dijo.

     -¿La nombra?

     -No.

     -¡Entonces puede tener relación con cualquier mujer! -dije, amoscado.

     Me miró con reproche. Pero dijo dulcemente:

     -En una investigación hay que ser objetivos, Manuel. ¿Tienes aquí el cuaderno de Carmen?

     -Lo tengo.

     -Necesito verlo. Hagamos lo siguiente. Te invito a cenar esta noche.

     -En tu casa no.

     -Donde quieras.

     -En el San Roque.

     -Allí estaré a las 8 y media, Manuel, y me llevo el cuaderno.

     Se iba a marchar.

     -Quiero ver ese poema.

     -Ahora no.

     -Entonces no voy al San Roque.

     En los últimos tiempos, Amalia se había vuelto extrañamente paciente conmigo. Sacó de la cartera un papel escrito a máquina y me lo entregó.

     -No lo pierdas -me dijo, y se fue llevándose el cuaderno.

     Transcribo el poema:

Por florido valle donde vive el ángel

Transitó mi sueño persiguiendo el alba

Y triste sabía que cual espejismo

Cuanto más cercano, estaba más lejos.

De la lejanía llegaban sonidos

Cantos de sirena, gemidos del viento

O era tu llamada, inútil, doliente

Mostrando la senda que nadie camina.

Me duele que existas, que vivas y sientas

Que tengas un nombre de fruto prohibido

Hubiera querido que fueras un sueño

Y tenerte dentro, muy mía, muy mía.

 

     Fuiste bastante malo como poeta, Pedro. Y no veo nada relacionado con Carmen en tu poesía. Es el poema de un frustrado que quiere muchas cosas y papá dice que no, que no es rentable. Amalia pontificaba que hay que ser objetivo, y se había puesto a fantasear.

* * * *

     «Amargo es esto. La vida es una larga sensación de pérdida». Carmen, en su cuaderno.

     Cenamos en el San Roque. Es decir cené yo, porque Amalia dejó de lado su plato de arroz con pollo, abrió el cuaderno, la hojeaba lentamente e iba tomando notas en un papel.

     Cuando retiraron los platos, ella cerró el cuaderno, sostuvo la mandíbula con los puños cerrados y me penetró con sus ojos obscuros.

     -Manuel -dijo- había una relación entre Pedro y Carmen.

     -No veo delante tuyo una bola de cristal.

     -No hace falta. ¿Tienes el poema?

     Saqué el papel del bolsillo. Ella paseó la vista por lo escrito.

     -Escucha bien -me dijo-. El hombre tiene un sueño, y camina por un florido valle donde vive el ángel. ¿Estamos?

     -Dale -dije con sorna.

     -Su sueño persigue un alba. Un alba, Manuel, todo luz y promesas. Pero descubre que el alba es un espejismo, «cuanto más cercano, más lejos». Una mujer imposible. ¿Por qué una mujeres imposible? Porque está casada. Cercana, porque es amigo de la familia. Lejana, porque es de otro.

     -Supones que es Carmen, que loca.

     -Supongo que Pedro amaba a una mujer imposible. La única que tenemos a mano es Carmen.

     -De modo que solo teorizas, Amalia -no podía ocultar cierto tonito de burla.

     -Digamos que sí. ¿Seguimos?

     -Es divertido.

     -Bien. El bueno de Pedro que caminaba por el valle escucha sonidos. Y entre los sonidos la llamada de ella, «inútil, doliente».

     -¿Entiendes? Ella le llamaba inútilmente. Luego, él sabía que ella lo amaba hasta el  punto de llamarle con desesperación, y le mostraba una «senda que nadie camina». ¿Cuál es la senda que nadie camina?

     -¡Deslúmbrame!

     -La del pecado. La de la deshonra del hombre que respeta al amigo.

     Recuerda que nuestro Pedro es un caballero.

     -¿Hay más?

     -Hay más. Lee las últimas líneas. A él le duele que ella exista. La ama pero es de otro. Hubiera querido que ella fuera fantasía, no de carne y hueso. Y finalmente le dice que es «fruto prohibido». Clásico, una mujer casada. ¿Qué me dices?

     -Que tienes una imaginación frondosa, Amalia.

     No se impacientó. Estaba haciendo un tremendo esfuerzo para sacarme de lo que ella consideraba una manía enfermiza, incapaz como era de levantar sus pies de la tierra. De percibir siquiera el misterio que nos envuelve, ni las fuerzas sobrenaturales que modelan nuestro destino, ni la razón por la que Dios nos dotó de memoria, que es el lazo de esta vida con la otra vida. Y a veces el puente.

     No, no perdió la paciencia. Era tenaz, reconocí.

     -Ahora veamos el cuaderno, Manuel.

     No abrió el cuaderno, sino consultó sus notas.

     -En la página 38 parece que ella se sintió deprimida, y escribió «Dios, Dios, ¿cómo se sale de este valle de lágrimas?». Pasemos a la pagina 41 donde escribe «Él oye mi llamada, y solloza». En la página 52 «Me duele vivir. ¿Dónde está mi bálsamo?». En la página 61 «No. No. Sueño no. Ser mujer y parir tu hijo a la luz de la luna».

     ¿Te das cuenta, Manuel?

     -¿Me doy cuenta de qué?

     No podía dejar de sentir una pesada sensación en el pecho.

     -Ella maneja los mismos símbolos y las mismas ideas, y hasta las mismas palabras de Pedro. Se comunicaban, Manuel. No. No. No hables.

     Mira, en el poema hay un «valle» donde vive un ángel. Carmen pregunta como se sale del «valle» de lágrimas. Pedro percibe entre sonidos una «llamada», Carmen escribe que él oye su «llamada» y además «solloza» lo que nos lleva a que todo el poema es un lamento. Pedro escribe que me «duele» que existas y ella que me «duele» vivir, y pregunta donde está su bálsamo, que es el amado ausente. Y por último, él anhela que ella sea un «sueño». Ella rechaza esa idea, quiere ser mujer, tan mujer como para parir un hijo suyo a la luz de la luna. Él escribió el poema para ella, Manuel. Y ella lo guardaba como tesoro y como inspiración de sus divagaciones solitarias.

     Sentía que con la comida había tragado un gusano peludo, enorme. Que estaba en mi garganta y me causaba náuseas.

     Me levanté y me fui, dejándole plantada y con el asombro endureciendo su cara. Solo cuando oí el cacareo burlón del mujerío de la plaza Uruguaya, me di cuenta de que corría llorando, apretando contra mi pecho el cuaderno de Carmen.

* * * *

     «No abriré la ventana. Afuera acechan los duendes perversos». Del Cuaderno de Carmen.

     No sé cuantos días permanecí encerrado en casa, con la única compañía de Rosanna, Beatriz, Gloria y las otras. Me prohibí pensar y encontré un método para no hacerlo. Una enfermera del Hospital me había dado alguna vez un tubo de somníferos. Eran poderosos. Tomaba una pastilla, dormía no sé cuantas horas, despertaba y tomaba otra. Cuando Amalia me despertó con un trapo frío sobre la cara, estaba barbudo como un náufrago.

     No me hizo ningún reproche. Preparó café y me obligó a beber varias tazas. También me obligó a comer algo que fue a la disparada a comprar de la despensa. Hizo que me bañara y afeitara. Y solo cuando recobré mi aspecto de ser humano se sentó frente a mí, mesita de por medio y ante la mirada de Matilde, Gladys y compañía me dijo:

     -Es Ud. un cobarde, Manuel Quiñonez.

     -Posiblemente.

     -Vivías una ilusión. Empiezas a descubrir que no corresponde a la realidad y te echas a correr.

     -No creo una sola palabra de tus deducciones detectivescas, Amalia.

     -¿Por qué estuviste a punto de suicidarte? Ibas camino a un paro cardiaco, estúpido.

     -No quería suicidarme. Solo quería no pensar en tus perversas maquinaciones.

     -Tendrás que seguir aguantándome, Manuel. Estoy emperrada en sacarte de este delirio.

     Me sentía débil, y ella lo sabía, y abusaba al máximo de mí debilidad. Podría haberle discutido lo de delirio. A pesar de su elaborado análisis no había perdido mi fe en Carmen. Las mujeres como Amalia, solteras y ansiosas eran expertas en chismes y conclusiones degradantes para la prójima.

     -Antes de decirte lo que papá descubrió, quiero ver la carta aquella. La que Pedro envió a Brunilda.

     Fui al ropero y saqué la carta del bolsillo de mi chaqueta. Se la entregué. Ella no sabía que la estaría oyendo como quien oye llover. Estaba algo tembloroso y mareado, pero mis fuerzas espirituales estaban intactas. No te preocupes, Carmen, dije interiormente.

     Amalia leyó atentamente la carta.

     -Parece que eran rivales, Manuel.

     No le pregunté a quienes se refería, porque estaba decidido a no seguirle la corriente.

     -Me refiero a Carmen y Brunilda.

     Esperó que yo hablara. No hablé. De modo que ella continuó, impertérrita:

     -En la carta, Pedro se ofende por las insinuaciones de Brunilda y dice que «respeto mucho a Pablo Ortiz y a su esposa». Después, caballerosamente atribuye a una «emoción incontrolada» la falta de delicadeza de Brunilda al insinuar algo clandestino. Y encuentra «razonable en una persona joven» la emoción incontrolada. Aquí ya se puede deducir que Pedro sabe que Brunilda está enamorada de él y le escribe una carta hiriente, o de corazón celoso. Él la disculpa, algo machistamente, su falta de delicadeza. Se advierte que Brunilda es soltera porque ninguna caballero le escribe así a una mujer casada. ¿No dices nada?

     No dije nada. Ella prosiguió.

     -El ego masculino, Manuel. Nada lo engorda más que saberse amado. Por eso es tan tolerante con ella, a pesar de que ella le dice que estaría «involucrado en ese episodio» obviamente culposo, que él niega y dice de alguna manera que si fuera cierto, ni muerto lo admitiría.

     Lanzó un largo suspiro, esperó en vano que yo hablara, y como no lo hice, siguió:

     -Pedro le propina un reproche a Brunilda. Pero posiblemente Brunilda es hermosa. Él no quiere perderla del todo. Eso es muy de varón. Por eso escribe que «tiene la esperanza de seguir conservando su amistad muy valiosa para mí». ¿Sacamos algunas conclusiones, Manuel? Me encogí de hombros. Con su terquedad de mula prosiguió:

     -Escúchame una conclusión probable. Dos mujeres aman al mismo hombre. Una es soltera, y otra casada. La soltera es celosa y le hace saber al hombre que sabe, o sospecha una relación. El hombre contesta con tono ofendido. ¿Ofendido o temeroso de ser descubierto? Más bien lo segundo, porque se muestra tolerante y perdonador. Al tipo no le conviene hacer olas. En todo caso, las mujeres son rivales a muerte. Carmen dice en su diario que «Brunilda tiene un corazón de hielo». Que significa que es cruel.

     Y Brunilda, cuando la saqué de su pesado sueño senil y le dije al oído el nombre de Carmen Sosa, dijo «hija de puta», pero ni si me torturaba se lo diría a Amalia. Estaría apoyando sus idiotas especulaciones.

     -Ahora vale la pena mencionarte algunos descubrimientos de mi padre -prosiguió Amalia-. Te había contado que Pedro era el hijo poeta de un español de buena posición económica, socio o gerente de una casa antigua casa comercial asuncena. «Latorre y Gastón». Pues bien. El hombre abandonó todo y se marchó con su familia, esposa y dos  hijos, Pedro y su hermana, a España. Supongo que la idea era llevarse a Pedro.

     En ese punto tan traído de los cabellos, no pude sino romper mi silencio.

     -¿Y qué tiene que ver el viaje de una familia con lo sucedido a Carmen?

     -Mucho, Manuel. El viaje se produjo ocho días después del crimen y del suicidio del matrimonio Ortiz-Sosa. ¿Qué se puede deducir, Manuel? ¿Una huida tal vez? ¿Evitar que el hijo calavera sea investigado? Un abandono abrupto, Manuel. Un hombre en buena posición no hace eso.

     -No creo en absoluto tus erráticas combinaciones, Amalia, aunque admiro tu imaginación. Y quiero que tu imaginación me diga por qué si un hombre tiene que marcharse arrastra a toda la familia, ocasionando un gran perjuicio. ¿No sería lo razonable que papá Muñoz envíe solamente a su hijo?

     -¿Tienes el cuaderno de Carmen?

     -Claro.

     -¿Lo traes?

     Lo traje y lo puse sobre la mesita. Ella hojeó rápidamente, desde la primera página hasta la última. Hizo un gesto de irritación. Volvió a examinarlo página por página. Y de pronto, su rostro de iluminó, y me leyó una corta anotación de Carmen.

     -«Soledad. Tienes alas de ángel protector». ¿Cómo interpretas eso, Manuel?

     Me sentí seguro. La pobre ya estaba pisando tierra cenagosa. Le daría algún interpretación disparatada a la frase.

     -Es una de los tantos arranques poéticos de Carmen. Estaba sola, pobrecita. Pero no rechazaba la soledad. Tal vez fuera introvertida y le gustaba la soledad, porque le ayudaba a pensar mejor.

     Me apuntó sin misericordia con su nariz hurgadora.

     -Manuel, el nombre de la hermana de Pedro Muñoz era Soledad.

     Confieso que me quedé pasmado. Ella aprovechó esa brecha en mis defensas.

     -Soledad era posiblemente amiga de Carmen, y hermana de su amante. Alcahueta o ángel protector tienen en este caso el mismo significado. Y eso es todo por el momento, querido mío.

     -¿Y ahora qué, Amalia?

     -Ahora te hundes o sigues vivo, Manuel. O te aferras a tu manía o racionalizas todo, investigas por tu cuenta y llegas a la verdad por ti mismo. ¿No crees en nada de lo que te dicho?

     -Has tejido una trama admirable, Amalia. Pero no creo una palabra.

     -Estás condenado, Manuel. Dios sabe lo que he trabajado para sacarte del pozo.

     -¿Por qué?

     -Porque detrás de ese delirio tiene que haber un buen hombre, Manuel. Y en cierto sentido, yo también tengo mi fantasía. No he conocido el amor, no sé qué y cómo es. Y pienso que sacar del pozo al hombre que tu cobardía está enterrando es mi forma de amar.

     Por primera vez, la vi ruborizada. Fue una sorpresa. Si se ruborizaba frente a mí un changador del puerto no me habría sorprendido tanto.

     -Quieres destruir a Carmen, Amalia.

     -Quiero reconstruirte a ti, Manuel.

     -Tu tenacidad (iba a decir terquedad) es admirable.

     -Gracias, pero ahora vas a caminar solo, Manuel.

     Me pasó un papel.

     -¿Qué es?

     -El nombre y la dirección del último Contador General de «Latorre y Gastón», antes de que la empresa fuera liquidada.

     -¿Otro invento de tu papá?

     -No es un invento, es su primo. Baltazar Candia.

     Dejó el papel sobre la mesa y se fue. Suspiré aliviado. Me había recuperado del shock que sufriera en el San Roque. Se necesita algo más que imaginación para destruir la memoria de una pobre chica inocente, víctima de tan trágicas circunstancias. Y además, la inesperada declaración de amor de Amalia, había sido una triquiñuela más.

* * * *

     «El que me ame, tendrá dolores y sangrará y se le nublará la vista en el desierto. Yo le guiaré en el camino». Carmen.

     Cuando volví al estudio, descubrí que ya no tenía estudio y que el cuidador había sido cambiado. El nuevo guardián me informó que una señora iracunda, heredera de la sucesión, se había enterado de que la casa en disputa había sido violada por un intruso. Vino con un abogado que echó al custodio y cerró la cochera. Le supliqué al nuevo guardián que me permitiera por lo menos sacar mis pocos papeles y con aire triste me mostró el candado que habían puesto a la cochera, enorme, como para cerrar una zona de alta seguridad de un asilo de criminales locos.

     -No tengo la llave, compañero -me dijo.

     Volví a casa, donde descubrí que no tenía nada que hacer y poco que comer. Fui a los Primeros Auxilios a buscar alguna posibilidad de trabajo, pero ese día los automovilistas locos habían dado una tregua a sus víctimas. Regresé de nuevo a casa. Sobre la mesita estaba todavía el papelito que había dejado Amalia. El nombre y la dirección de Baltazar Candia, último Contador General de «Latorre y Gastón» donde el padre de Pedro Muñoz había sido patrón o algo así

     Enfrenté un dilema. Si iba a investigar daría en cierto modo razón a las especulaciones de Amalia, y ofendería a Carmen. Pero por otro lado si hablaba con don Baltazar y este me contaba que el señor Antonio Muñoz se había marchado con familia incluida porque había sido descubierto metiendo la mano en la caja, todo el castillo de naipes que había construido Amalia se vendría abajo, y de paso, me quitaría esa persistente molestia, como el zumbido de un mosquito en el alma, que me importunaba permanentemente.

     Amalia había dicho que era cobarde. Pues bien, le demostraría que era valiente. Hablaría con su bendito Contador General, Baltazar Candia.

     De modo que fui a visitarlo. Vivía en Villa Morra. Caminé buscando la casa por ese barrio que estaba cambiando, y ya no sabía si era residencial, plebeyo, comercial o bohemio. Encontré la casa, pero no a don Baltazar. Una hermosa morena un poco madura que se identificó como la hija menor de don Baltazar, me dijo amablemente que su padre pasaría todo el día en el sanatorio donde le practicaban su diálisis semanal, y que estaba segura que al día siguiente me recibiría y me daría todas las informaciones que necesitaba yo. Pasé por alto en este manuscrito, que me presenté en el socorrido papel de abogado de una sucesión imposible que estaba reconstruyendo títulos de propiedad.

     Cuando regresé a casa me encontré con un incendio. No ardía la casa. Ardían Susana, Beatriz, Matilde, Gladys, Rosanna, Gloria, y la pirómana era Amalia, que había amontonado en el patio a las chicas y les dio fuego. Al verlas arder, ir derritiéndose y desfigurándose sentí una pesada sensación de pérdida y la  imagen de don Otto revolviéndose en su tumba me golpeó. Apelé a la cordura para no sentir esa pesadumbre de funeral que me arrugaba por dentro y para no susurrar un adiós dolorido. Pero no demostré pena alguna, sino un alegre desparpajo bastante bien actuado. No daría a la incendiaria de Amalia, nuevos elementos para pretender llevarme al siquiatra.

     -Has hecho bien -le dije cuando las últimas llamas se llevaron a las chicas- esas cosas ya me estaban molestando.

     Me miró como si no me creyera en absoluto.

     -¿Cuándo has comido la última vez?

     -No recuerdo.

     -Te invito a cenar.

     Fuimos en su coche, o mejor en el coche de su padre, un viejo Studebaker de por lo menos 30 años pero que parecía nuevo, a una parrillada sobre la avenida Carlos Antonio López.

     -¿De modo que fuiste a buscar don Baltazar Candia? -preguntó.

     -Sí, para sacarte de tus errores.

     -Haces bien. Por fin empiezas a pelear solo.

     «Peleo por Carmen, idiota, a ella no la podrás quemar».

     Le conté lo de la hija de don Baltazar.

     -Es Selva, una especie de prima lejana.

     Y allí, a los postres, relajados por la buena cena y como para darnos una tregua en nuestro soterrado combate, me contó la historia de Selva. Resumo.

     Selva cursaba unos diez años atrás los últimos cursos en la Facultad de Química, pero abandonó sus estudios para casarse con un notorio hombre de empresa, Amílcar González, ejecutivo de gran fortuna, verborrágico dirigente de fútbol, calificado por unos como Mecenas y por otros como contrabandista, y no sería raro que fuera ambas cosas a la vez, con más «conexiones que una computadora» según se atrevió a decir un locuaz comentarista deportivo radial que poco después perdió el empleo. Sus bodas fueron de un lujo oriental, pero apenas a tres días de casada, Selva había vuelto abruptamente a su hogar y no tardó en apelar a las autoridades eclesiásticas para anular su matrimonio. Para desgracia suya, la razón que adujo tomó estado público a causa de una indiscreción periodística que alimentó el escándalo en torno a Amílcar González y sumió en la vergüenza a Selva. Ocurrió que en la noche de bodas y los dos días siguientes, no contento con desflorar a su bella esposa, el hombre había tratado de practicar una variada gama de sexo contra-natura, apelando incluso a la violencia. Se contaba al respecto que Selva, en camisón y a altas horas de la noche, había bajado a refugiarse en la portería del hotel con evidentes rastros de una paliza, y que esa misma noche volvió a su casa. Injurias, chistes de parrilladas y de velorios y burlas cayeron sobre el impertérrito Amílcar y encerraron a Selva en un sombrío retraimiento que no podía vencer porque se sentía incapaz y acobardada de aparecer en público, y menos, regresar a la facultad llevando acuestas su vergüenza, que para hacerla mayor, apareció un curita sabihondo en la Televisión, que rodeado de damas feministas y de sicólogas de ceño fruncido, preguntonas todas, disecaron hasta los huesos el episodio, sin mencionar su nombre de Selva que no hacía falta para identificarla, pontificó, el cura, que «de hecho el matrimonio fue consumado», lo que implicaba que la anulación religiosa llevaría años de transitar por la burocracia de Dios en los intrincados laberintos del Vaticano, y se lanzó después el buen soldado del Señor, a una disquisición sobre la santidad del sexo en el matrimonio, que convirtió a la imagen de Selva en la protagonista de un inesperado banquete erótico-teológico-televisivo, que la hundió aún más en su retraimiento. Hermana menor de la familia, Selva se dedicaba a cuidar a su padre.

     -Parece que la pobre Selva terminó con un invencible miedo al sexo opuesto -dijo Amalia- vive prácticamente recluida.

     El relato de las penas y angustias de Selva que me hizo Amalia, no es una disquisición gratuita en este manuscrito, porque ocurre que Selva fue de alguna manera involucrada en mi incomprendido empeño de reivindicar la memoria de la querida Carmen.

     Terminada nuestra cena que Amalia pagó, me llevó de vuelta a casa. Ella arrancó y se fue no sin recomendarme con cierta insistencia que volviera a la casa de don Baltazar.

     No pude dormir porque me volvió la pena por el triste destino de las chicas. No merecían eso. Había sido el acto de crueldad de una de esas mujeres que conciben el amor hacia un hombre como una incursión guerrera para sacar a mandobles a todo lo que se le pone en el camino de sus propósitos. Y para empeorar las cosas, flotaba en el aire un espeso olor a quemado que se me pegaba a las narices.

     Fui al día siguiente por la tarde a la casa en Villa Morra de don Baltazar Candia. Y cuando me estaba acercando al gran portón, tuve la fugaz visión de un coche obscuro que doblaba la esquina y desaparecía. El inconfundible Studebaker de Amalia.

     -¿Qué diablos está ocurriendo aquí? -me pregunté.

     Llegué en ese atardecer y fui recibido con sugestiva cordialidad por Selva, que me condujo a un penumbroso saloncito con sus muebles, fotografías, cuadros y amarillentos testimonios de no se qué enmarcados que parecían hacer retroceder el tiempo, reposando su cansancio sobre un sólido piso de enormes ladrillos, pulidos y eternos.

     El calor de diciembre había castigado todo el día la ciudad, pero en la sala prevalecía un fresco antiguo, ofrecido por la sombra de los grandes mangos que rodeaban la casa.

     Selva, morena, con un abundoso pelo negro y una dentadura deslumbrante, muy parecida a Matilde, pidió disculpas porque en ese momento una enfermera estaba cumpliendo el rito de bañar a don Baltazar, y después lo llevaría al patio donde podría conversar con él. Me ofreció un té que acepté, admirando a mi pesar su hermosa figura y reprochando a don Amílcar que había convertido a semejante mujer en un desperdicio.

     Mientras consumíamos, algo modosos y curiosamente intimidados el té con bizcochos, no me fue difícil llegar a la conclusión de que la mutua molestia que compartíamos se debía a una extraña maniobra de Amalia. Me había contado a mí la historia de Selva y a Selva la mía. Otra vez el juego de saber que el otro sabe que sabe.

     Miraba por la ventana y si bien el ruido del tráfico se abría paso entre los árboles y matorrales, me parecía un lugar salvaje y puro de los azules cerros del Guayrá, si todavía están allí y los brasileros no se los llevaron. Selva notó la dirección de mi mirada.

     -No crea que somos descuidados. La propiedad está así porque papá no permite que se corte una sola hierba. Todo tiene que nacer, crecer y vivir.

     El anciano había tenido éxito en su afán conservacionista, o en su capricho senil. Solo debajo de los mangos, cuya sombra, dicen, mata todo intento de vida vegetal, estaba limpio. Más allá, hasta los altos cercos de alambre tejido, crecían salvajes matorrales. Selva, con gran conocimiento y su empaque universitario me explicó.

     -No son matorrales, en ese follaje inferior, hay especies importantes.

     Siguió hablando con entusiasmo, y así me enteré de que allí había malvas, tapecué, typychá jhú, punzantes yuqueríes, cepacaballo, cardosanto y mil especies más que sobrevivían a la sombra de cedros, imponentes yvapovós, yvá purú, guavirá, guavirá mi, verdísimas matas de aguacate, espigados yvá jhai, salvajes naranjos de rugoso tronco y una variedad de especies más que parecían formar un museo vivo de lo que fue el país.

     No supe entonces si atribuir un tonto embeleso a aquella flora exótica para mi analfabetismo botánico o a la manera de hablar, suave y dulce, de Selva cuando pronunciaba aquellos nombres melodiosos. En todo caso, pedí mentalmente perdón a Carmen. La había olvidado completamente por unos instantes.

     Cuando volvía al momento, recordé haber escuchado o leído que la existencia humana completa un círculo cuando en la ancianidad se vuelve a buscar las inocencias primordiales de la niñez, e imaginé que don Baltazar lo había logrado al regresar al final de su vida a la hierba amanecida que ollera en su infancia, al fruto que gustó, al árbol que trepó y a los pájaros que anidaban y las abejas y abejorros que zumbaban en el calor del verano.

     Aun había sol cuando Selva me dijo que me llevaría a su padre. Salió al patio atravesando un ancho corredor con el mismo piso rústico de ladrillones pulidos e interminables balaustres. La seguí y me sumí en repentina irrealidad de estar caminando a la zaga de una bella mujer asexuada en la transparente bruma del amanecer selvático. «Solo falta que chillen los monos y los loros» me dije recordando alguna vieja película.

     El anciano, vestido con un pijama celeste abotonada hasta el cuello, con una boina sobre el cráneo sin cabellos y calzado con un viejo zapatón militar sin cordones, estaba sentado a la sombra de una morera en un desarticulado sillón de abuelo. Miraba fijamente la crisálida de una mariposa que como un signo de admiración colgaba de una rama. Supuse que en sus buenos años fue un hombre robusto, ahora empequeñecido por la edad, con el cuello delgado y grandes orejas salientes, y flotando en un pijama demasiado grande.

     -Papá, tienes visita -anunció Selva.

     Ojos de apagado brillo bajo cejas color ceniza se volvieron a mí.

     -Mis respetos, don Baltazar -dije ceremoniosamente.

     El anciano solo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se volvió a mirar la crisálida.

     -Hoy tampoco saldrá la mariposa -dijo con voz baja, agotada.

     Simulé examinar con interés la crisálida y de pronto me asaltó la idea de que aquel ataúd de seda no encerraba muerte, sino promesa de vida. Carmen era una crisálida. Conmigo se había echado a volar. Amalia no lo comprendería jamás.

     -Estuve esperando toda la semana que saliera la mariposa -insistió el viejo, y después de meditar un instante, agregó-. Es un momento importante.

     Suspiró, hundió el mentón en el pecho y pareció sumirse en una placentera somnolencia. No tuve más remedio que respetar ese silencio, que el viejo rompió inesperadamente.

     -¿Cómo dijo que se llama? -preguntó.

     -Soy Manuel Quiñonez. Abogado.

     -Malo, malo, hijo. Los abogados y los economistas están matando de hambre a la gente. Y los milicos.

     Sin transición alguna señaló con el dedo índice a Selva.

     -No tiene nada que un buen orgasmo no pueda curar.

     Tuve vergüenza.

     -No se preocupe. Estoy acostumbrada a su receta -dijo Selva.

     -Cuando tu madre se volvía mandona y mala vuelta... -decía el anciano.

     -Ya sé, papá, ya sé. Con tu receta la volvías mansita. Pero aquí al señor no le interesa eso.

     -¿Qué le interesa?

     -Necesita información de hace mucho tiempo.

     -Carajo, ya no tengo memoria. Mi memoria ha pegado un salto y aterrizó en mi infancia. Cuando era niño aplasté una crisálida y tenía sangre verde. ¿Información? ¿Qué información?

     -Antonio Muñoz -dije con voz más aguda de lo necesaria, imaginando que así iba a penetrar mejor en ese cerebro claudicante. Ya me había dado resultado con Brunilda.

     -Pobre hombre -murmuró el viejo.

     Aparentemente se quedó dormido, pero levantó la cabeza y dijo para nadie, o para sí mismo.

     -Los padres pagamos la estupidez de los hijos -se volvió a Selva- ya es hora de que te busques un buen hombre.

     -Antonio Muñoz, papá -urgió Selva.

     Empezaba a anochecer. Don Baltazar cayó en un largo silencio.

     -Yo era jovencito, ordenanza de contabilidad cuando ocurrió -habló por fin.

     -¿Que ocurrió, papá? -Selva hablaba por mí, sabía como manejar a su padre, y acaso el tono exacto para despertar su memoria.

     -Un escándalo. Si. Fue un escandalo. En aquellos tiempos las empresas eran delicadas. No admitían el escándalo.

     -¿Cómo fue, papá?

     Adiviné de inmediato que Selva y Amalia habían tramado una conspiración. Selva conducía exactamente al viejo demente adonde quería llegar. Sus preguntas no eran para reconstruir un expediente sucesorio. Apuntaban a Carmen. El viejo dormitaba.

     -¿Fue su hijo verdad? El hijo de Antonio Muñoz.

     -Muchacho tarambana -masculló el viejo.

     -¿Qué hizo, papá?

     -Sedujo a una mujer casada con la complicidad de su hermana Soledad. Fue terrible.

     -¿Qué fue lo terrible, don Baltazar? -era mi voz.

     -Las consecuencias. Hubo un crimen y un suicidio. Don Antonio tuvo que poner pies en polvorosa con toda su prole. La Firma lo obligó a irse. Y eso es todo.

     Me sentí raro. En esa arboleda ya obscurecida con tanto oxígeno, me estaba asfixiando. Disimula, disimula -me dije.

     -Que Dios haya castigado a esa muchacha indigna -murmuraba don Baltazar.

     -¿A Carmen? -pregunté con rabia.

     -No. No se llamaba así. Tenía un nombre de ópera alemana, no recuerdo...

     -¿Brunilda? -Se me escapó de entre los dientes.

     -Eso. Malvada. Ella los delató. ¡Selva!

     La obscuridad había caído de repente. Y lo digo aquí en muchos sentidos. No me atrevía a moverme por el temor de caer al suelo.

     -¿Si papá?

     -Llévame adentro. ¿Qué porquería tenemos para la cena?

     -Te preparé algo rico, papá.

     -¿Con sal?

     -Sin sal.

     -¿Cómo mierda va ser rico algo sin sal?

     Se puso de pie y se volvió a mí, vacilando sobre sus piernas endebles. Selva lo sostenía.

     -No se olvide mi receta. Ud. parece un joven saludable.

     -¡Papá!

     -Está bien. Está bien. Primero me arrancas el brazo y después me alimentas sin sal. Suerte perra, carajo digo.

     Se perdieron los dos, vacilantes, por las sombras de la densa arboleda. Me dejé caer en el sillón del viejo. Me vino la palabra a la mente. Conspiración. Amalia la incendiaria y Selva la frustrada, como los maniquíes de don Otto. ¿Pero cómo complicar al viejo en una conspiración?. Había llegado al punto de que la mente sólo es memoria, nada ya de malicia, de fantasía, de mentira. A su edad, todo es pureza forzada. Ya desaparece la necesidad de mentir, salvo a Dios para ganar su paraíso.

     Miré la crisálida, tumba de seda, cuna de mariposa. Y ya me fue imposible imaginar el paralelo que sacaba de las cenizas a Carmen y la convertía en una transparente excelsitud que le daba sentido a mi vida.

     Me sentí vacío. Los malos siempre tienen razón. Amalia y Selva habían conspirado, pero el fin de la conspiración era estrellarme con una verdad imposible de asimilar. Carmen me usó. Las dos mujeres no me liberaron, solamente reemplazaron lo que yo creía verdad por otra más amarga. Me habían lanzado a un abismo y me sentía hueco.

     Estaba obscurecido completamente e intuí que sería difícil salir de esa maraña obscura, cuando Selva vino en mi auxilio, con la seguridad de quien pisa terreno conocido. Me condujo de nuevo al saloncito donde quise despedirme lo más entero posible, desgarrado como estaba. Uno tiene su dignidad.

     Selva casi me obligó a sentarme en un sofá y se sentó a mi lado.

     -Sé como te sientes, Manuel -me dijo.

     -Entonces conoces mi historia, Selva.

     -Me la contó Amalia.

     -Lo suponía.

     -No le reproches, Manuel. Queremos ayudarte.

     -¿Queremos?

     -Las dos -enfatizó ella.

     -Comprendo lo de Amalia. Ella dice que me ama. Supongo que una mujer que ama hace sacrificios por el amado. Dejémoslo así. Pero no entiendo qué te mueve a ti a correr a salvarme.

     -Tengo mis razones -dijo con cierta vehemencia.

     -Amalia es una charlatana. Conozco lo que te pasó -dije con cierta malignidad-. Todo. Tu temor al sexo. Tu infertilidad emocional.

     -Me alegra que estés enterado.

     -No entiendo.

     -Podemos ayudarnos mutuamente.

     -¡Muy bien! -dije con falsa alegría-. ¿Cómo empezamos? ¿Me bajo los pantalones y me acuesto en el sofá?

     -Eso no tiene ninguna gracia -dijo ofendida.

     -Es que me siento manipulado, Selva. Amalia dice que me ama. ¿Es amor o terapia? No sé. Ahora dices que quieres ayudarme. ¿Cuál es tu terapia? ¿Reemplazar a mi mamá? ¿Por qué no se meten en la cabeza que no estoy absolutamente enfermo?

     -Estás enfermo, como yo. Voy a serte sincera, Manuel. Un varón supermacho me hirió profundamente, tanto como puede ser herida una mujer. Necesito convencerme que mi reacción no es normal. Necesito ser útil, comunicarme, compenetrarme con un varón a quien le sea importante, o útil.

     -No entiendo, Selva. Haces un diagnóstico clarito de tu mal.

     -¿Y qué?

     -Cuando se trata de la mente, conocer el mal es ir camino a la curación, al menos eso leí en alguna parte.

     -No es mi diagnóstico, Manuel. Es el de mi siquiatra.

     -¿Ves a un siquiatra?

     -Sí, es lo que debes hacer tú también. Lo que te pasa es malsano. Estás subyugado por una mujer muerta que ni siquiera conociste. Estás obsesionado.

     -Ahora ya no.

     -¡Demos gracias al Señor! -dijo con júbilo.

     -Es que me ha traicionado.

     -¿Que dijiste? ¿Cómo te va a traicionar si no existe?

     -Que idiotas son las mujeres -pensé.

     -Carmen sigue siendo una presencia. Solo que ya no me siento obligado a venerarla.

     -¡No estás obligado a nada! -dijo con furia inexplicable.

     De pronto se calmó. Respiró hondo y salió con una inesperada súplica. 

     -Manuel, ayúdame. ¿Sabes? Eres el primer hombre con quien mantengo una conversación larga. Lo que me contó Amalia me causó mucha pena. No te imaginas el alivio que siento, será porque presumo que necesitas de mí. No sé si me siento atraída por ti o si de repente encontré mi misión, mi prueba. Manuel, nos necesitamos. Debemos tomarnos de la mano y caminar juntos.

     -¿Hasta dónde? ¿Hasta una cama?

     -¿Por qué no? Si en la cama se va a soltar el nudo, lleguemos a la cama.

     -Padezco de cierto bloqueo, por decirlo en forma elegante, Selva, pero sospecho que soy impotente.

     -Yo también, a mi manera. Estamos enfermos, Manuel. Tenemos algo en común. Un mal. Entre los dos quizás lo venzamos. No, no hables. Manuel, vete a casa. Piensa. Carmen no es presencia, ni nada. Una pobre mujer que amó a quien no debía y murió hace años. Racionaliza, por favor, Manuel. Déjame ayudarte. Y ayúdame. Ningún otro hombre logrará hacerlo. Lo sé.

     -¡Pero si según tus patrones y los de Amalia soy un desvalido!

     -Es lo que necesito. Un desvalido, y recuerda que la palabra es tuya.

     Me invadió primero un sentimiento de lástima, después una sutil euforia. Nunca, nadie, jamás me dijo que yo le era necesario. Era una sensación nueva, pero quizás fuera pasajera, producto de tantos sobresaltos. Nos pusimos de pie, inesperadamente ella me dijo: -Déjame abrazarte, Manuel, es importante para mí.

     Me dejé abrazar. Su abrazo era apasionado. Me estrechaba contra sus pechos duros, su respiración empezaba a agitarse y su pelvis se movía cadenciosa contra mí. Sentí que sus manos descendía hacia mis entrepiernas, que exploraban y solo encontraban desolación. Me liberó avergonzada. Me despedí y me fui

* * * *

     «Mi tristeza es apenas el llanto de un niño que no fue». No sé para qué sigo recordando el cuaderno.

     Como si fueran pocas mis desgracias, apareció el dueño de la casa de don Otto. Nada menos que un malhumorado Coronel que me dio a elegir sin gentileza alguna entre salir de la casa a puntapiés o desalojado por la Justicia. Me fui. Podía haber litigado, que para eso era abogado, pero ya dije, estaba hueco. Me  marché sin llevarme nada, salvo el recuerdo del bueno de don Otto y la carpeta con mi matrícula de abogado y el cuaderno y la fotografía de Carmen. Caminé sin rumbo, y descubrí que cuando uno no tiene adonde ir, la ciudad se vuelve hostil, las puertas no se abren, los timbres no funcionan, la generosidad de la gente que uno creyó omnipresente se evapora. Es como estar en una ciudad extrajera y lejana, sin dinero en el bolsillo y sin boleto de vuelta. Detrás de las ventanas se adivinan ojos hostiles, desconfiados. Esa noche dormí en el portal de la Iglesia de la Encarnación. Era diciembre y allí estaba fresco. Cuando amaneció encontré una canilla de agua y me lavé la cara, sintiendo en las manos la aspereza de mi barba. Me encaminé a Primeros Auxilios donde efectivamente había entrado a Cirugía una anciana arrollada por un Mitsubishi Montero y según una enfermera, estaba hecha puré. Pero su desconsolado hijo prefirió dar la demanda de inmediato a otro abogado, menos barbudo y con el traje más presentable que yo.

     Al mediodía, no recuerdo cómo, estaba sentado en un deteriorado banco de la plaza Rodríguez de Francia, esa que tiene el busto del prócer parecido a la chismosa de la esquina y que está rodeada por casas de empeño que exhiben los melancólicos trofeos de los naufragios económicos familiares, cuando no el ventilador o el televisor botín de la audacia de un ladrón. El sitio me despertó el recuerdo de una novela que trataba de una playa, pero de una playa muy especial, porque allí las corrientes marinas traían y acumulaban los restos de todos los naufragios, y había allí una aldea gris de habitantes endurecidos y hoscos que vivían cosechando desgracias arrojadas por el mar. En cierto modo, en ese lugar me sentía a gusto. Rodeado por los testimonios del fracaso de muchas vidas, mi vida que resbalaba por la pendiente era parte del paisaje. Y no estaba exhibida en una vitrina o colgando de un clavo, lo que era un bálsamo para el resto de orgullo que me quedaba.

     Reflexioné sobre mi fracaso en los Primeros Auxilios. Así sería siempre. Siempre tendría delante alguien mejor que yo, de modo que la idea de dejarlo todo, dejarme llevar, ser un vagabundo, me pareció lo más lógico. Tal vez le doliera a Carmen, pero no me importaba. No tenía derecho a intervenir en mi vida, ella, que la había destruido.

     En algún sentido extraño Amalia y Selva me habían liberado de la presencia alienante de Carmen, pero no de su recuerdo. Un amor frustrado deja profundas huellas. Un poeta me comprendería, como comprendería que estaba obligado a pasar una periodo de purificación hasta quedar limpio de la memoria de Carmen. Purificación por el sufrimiento, como los pecadores arrepentidos que alcanzan al fin la santidad. San Francisco, digamos.

     Ya se hacía noche, y tenía hambre. Caminé sin rumbo por calles empinadas de casas viejas y de perros malhumorados. Hay barrios de la vieja Asunción donde todo es abandonado y triste, viviendas de familias que parecen encerrarse para ir extinguiéndose lentamente al mismo tiempo que la casa. En ellas, demasiado viejos vegetan y demasiado jóvenes se han marchado a Argentina, Nueva York, a Australia, y toman el aspecto lúgubre de la ausencia y del refugio. Son casas que esperan, pero esperan sin alegría, porque hay tantos regresos imposibles y lo único que se viene acercando es la consumación, porque en ellas no hay nacimientos, sino muertes, y el contento mayor se da cuando llega el cartero con su correspondencia de países lejanos. En una de esas casas con mucha historia que nadie conoce y podía haber sido de alta burguesía en el pasado y que entonces parecía una cueva de supervivientes, había un letrerito: «Se alquila pieza». La pintura ya no existía en la fachada, los balcones a ambos lados del zaguán estaban clausurados, las celosías de las ventanas hecha pedazos y los cristales reemplazados por cartones. No había timbre ni llamador, así que golpeé la puerta. La abrió una mujer joven y de gruesos lentes de miope que tardó un minuto en ponerme en foco.

     -Buenas noches, señora.

     -Señorita.

     -Perdón. Es por la pieza.

     -Pensaba alquílarla a una mujer, señor. Es que vivo sola.

     -En ese caso le pido perdón.

     Iba a marcharme cuando me dijo que esperara. Me pareció que necesitaba el importe del alquiler con urgencia.

     -¿No es de los que traen mujeres a su habitación?

     Casi solté la risa.

     -Tenga la seguridad, señorita.

     -¿En que trabaja?

     -Soy abogado.

     Contempló mi facha y no me creyó en absoluto. Tuve que mostrarle mi carpeta académica, que observó detenidamente, y pasó por alto el cuaderno y la fotografía de Carmen, al ver su aspecto de cosa personal.

     -Sé que no tengo un aspecto muy próspero, señorita. Y la razón es simple, no tengo trabajo.

     -Ud. parece sincero.

     -Y no traigo mujeres.

     Venció sus dudas de mujer sola y me dijo el importe del alquiler, por mes adelantado. Así que tenía que pagar el primer mes para ocupar la habitación.

     -Disculpe la molestia, señorita.

     Me iba. No tenía un centavo.

     -¡Espere!

     Me volví.

     -No tengo el dinero, señorita, pensaba que, bueno, la cosa era por mes vencido.

     Dudó un momento.

     -¿Escribe a máquina? -preguntó.

     -Pasablemente.

     Me contó que tenía dos máquinas de escribir eléctricas, y su trabajo era corregir manuscritos y pasarlos en limpio, a tanto la página. También que era correctora de pruebas en una imprenta, y le traían las galeras a su casa. Que su dactilógrafa había encontrado algo mejor y se fue, dejando libre una máquina, y tenía mucho trabajo por hacer. ¿Creía que yo...?

     Le dije que sí, que estaba capacitado para ese trabajo. Por fin llegamos a un acuerdo. Yo pagaría con trabajo hasta que consiguiera dinero. Me tomaría parte de la mañana en reactivar mis labores abogadiles y no traería mujeres.

     -Y mucho menos varones -enfatizó ella, pensando en la posibilidad de que mi actividad sexual anduviera de contramano.

     Se llamaba Estela. Ya no había padre ni madre y sus hermanos, un médico y un ingeniero estaban viviendo en los Estados Unidos. Llegó a mostrarme las fotos de sus hermanos, sus esposas rubias y sus sobrinitos yanquis. Ella, escribana que no había conseguido un registro y hubiera sido bonita si se maquillaba un poco y no tuviera los anteojos tan gruesos y de marco tan pesado que resbalan continuamente por la nariz. Vestía una liviana túnica que le llegaba a los pies y supuse que debajo había un cuerpo aun joven, pero ni un átomo de coquetería femenina.

     Cuando entré y examinaba el cuarto, ya había decidido que era una chica bondadosa y con mucha fe en la gente, aunque podía esconder algo bajo la manga. En cuanto a la habitación, era inmensa y daba a la calle, pero sus ventanas al balcón estaban clausuradas por dentro con tablas y clavos. Tenía una cama inmensa, una mesita de luz, un ropero con el espejo más grande que he visto en mi vida, dos sillones, una mesita y las amplias paredes descascaradas desnudas de toda decoración, salvo una reproducción desteñida de La Última Cena. Ella trabajaba en la otra habitación que daba a la calle, pasillo de por medio, con su balcón también clausurado y las dos máquinas de escribir. Su dormitorio estaba en una de las habitaciones de atrás.

     No hizo mucha cuestión de que mi equipaje era todo lo que tenía puesto. Y de pronto empecé a pensar que allí las cosas no encajaban. Mujer sola, joven, atemorizada hasta el punto de fortalecer su casa, admite a un su eto con la ropa arrugada, sin equipaje y sin dinero. No había lógica.

     Tampoco fue lógico que me dijera:

     -Supongo que todavía no cenó.

     Ella cenaba emparedados de jamón y  queso y café con leche. Preparó más y me invitó a cenar. Devoré.

     Sentados frente a frente en la mesa, masticábamos nuestra cena.

     -Señorita...

     -Estela.

     -Está bien, Estela. La palabra es imprudencia, Estela. Ud. ha sido imprudente. No tengo los atributos de un inquilino ideal para una mujer joven y sola.

     -Conozco a la gente.

     -¿Ya me conoce a mí?

     -Un poquito. ¿Cómo es su nombre?

     -Manuel.

     -Manuel. Ud. es un hombre con grandes problemas. Primero pensé que es un perseguido por la Policía. Sin equipaje, sin dinero y con tanta hambre que ya se comió tres emparedados que me correspondían. Deseché lo de la Policía, porque su actitud no es furtiva, sino vencida.

     ¡Otra deductiva como Amalia! -me dije por dentro.

     -Todavía sigo siendo un inquilino inconveniente -dije.

     -Me dio lástima -dijo- no sé por qué Ud. parece arrastrarse. Y lo que me desconcierta es que un abogado joven haya llegado a esto.

     -Tengo una historia.

     -No quiero saberla, Manuel. Conocer la historia de una persona es empezar a involucrarse con ella. Y me gusta ser independiente en todo. Y como me va resultando Ud. un poco moralista, se le va a ocurrir decirme que debiera preocuparme por la lengua del vecindario al tener un hombre en casa.

     -Suponga que se lo diga, Estela.

     -Le contesto que no me importa.

     -Ya me dijo, es independiente, pero siente lástima por un extraño, y lo ayuda. No es muy coherente.

     -Soy así, y punto. Tengo la impresión de que necesita dormir. El baño queda al final del corredor. Es notorio que necesita una ducha, Manuel.

     Era una manera muy fina de decirme que olía mal.

     Me encaminé al baño, me desnudé y me bañé. Encontré además una maquinita de afeitar que posiblemente Estela usaba para afeitarse las piernas, y me rasuré al costo de unas cortaduras de la oxidada hoja.

     Felizmente la toalla en el baño era inmensa. Hubiera sido toda una prueba  ponerme de nuevo mi maloliente ropa para volver a mi habitación. De modo que me envolví lo más decorosamente posible con la toalla, y corrí en puntillas y descalzo para que Estela no me viera. Me vio porque estaba en mi habitación. Sobre la cama, extendida como sobre el mostrador de un mercader, había ropa masculina, dos trajes completos, camisas, ropa interior y hasta medias.

     -Son de mis hermanos -explicó ella- espero que les quedan bien. Tienen un terrible olor a humedad. Se irá con un poco de uso.

     -No es lógico.

     -¿Qué dice?

     -No es lógico.

     -¿No es lógico qué?

     -Que sea tan bondadosa.

     -No soy bondadosa. Soy práctica.

     -Alabado sea su sentido práctico -dije sinceramente.

     Me miró con cierta extrañeza.

     -¿De qué mundo viene Ud.?

     No supe qué contestar. El mundo de la casa inclinada que mató a mi madre. De un almacenero bueno y su mujer puta. El mundo de Amalia que buscaba heridas para hurgar en ellas. De Selva que quería usarme como medicina para su mal. De don Otto el alemán tilingo, y Gloria, Beatriz, Rosanna, Gladys y Matilde que murieron en una pira funeraria. Y de Carmen, que había sobrevivido a la misma muerte, y todavía rondaba por ahí, furtiva, avergonzada de lo que me había hecho.

     -Hubo una chica que se llamaba Carmen -dije.

     -No. Ya hemos dicho. No quiero saberlo. Confidencias no. Espero que sea la última vez que se lo diga -su tono era terminante.

     -Perdón -murmuré humildemente.

     Se fue a su habitación. No sin llevarse toda mi ropa sucia para hacerla lavar, según dijo al pasar.

     Me acosté en la ancha cama, y al apagar la luz, miles de mosquitos que estaban acechando en las centenarias paredes se lanzaron sobre mí. Dormí igual.

* * * *

     «Tu olvido será como un puñal revolviendo mi herida». Del cuaderno.

     Trabajar con Estela fue una cómoda rutina. Nos dividíamos la tarea y cada uno se sumergía en lo suyo, escribiendo a máquina o corrigiendo galeras, sin hablar nada. Suspendía mi trabajo a las diez y caminaba  hasta el palacio de Justicia, que no quedaba lejos, vagando por los pasillos, tendiendo el oído a conversaciones de mis colegas o buscando el rostro desconcertado de algún paisano o alguna abuela en busca de justicia y no sabe por donde empezar, en una palabra, buscando clientes. Sin éxito. Creo que no ponía mucho empeño, tal vez porque asegurada la comida y la cama, tenía todo el tiempo para saborear el amargo sufrimiento que me causara la verdadera historia de Carmen. Vivía reprochándola, y hasta llegué a empezar un manuscrito, un libro de poemas donde volcaría todo el dolor de mi corazón herido. No pude pasar al segundo poema, porque el primero, en rigor, era pésimo.

     En aquel mes de diciembre en que vivía en casa de Estela, me enteré por los diarios que el Profesor Candia, padre de Amalia, había muerto de un ataque cardiaco. Llegó la Navidad, y Estela trajo de regreso de sus compras una flor de coco que inundó toda la vieja casa de un perfume evocador de un país que de pronto me pareció extraño. Mi madre solía instalar un pequeño pesebre y también la flor de coco. Debería sentir nostalgias dulzones, y no las sentí. Sólo pude entrever la dimensión de la distancia a la que me había alejado. ¿De qué? De todo.

     Nuestra cena de Nochebuena fue la de siempre, emparedados de jamón y queso, solo que en la oportunidad una botella de vino substituyó al café con leche. Y la reserva de Estela se aflojó un poco, tal vez porque fuera Navidad, perfumaba la flor de coco y el vino había subido a la cabeza.

     -Ayudábamos a mamá a poner el pesebre -dijo-. Tenía un Niño Jesús que había heredado de su abuela. No sé dónde habrá ido a parar el Niño Jesús.

     Suspiró.

     -Y en ese tiempo la casa estaba llena. Y sobraba una tía paralítica, hermana de mi madre.

     Parecía no hablarme, sino hablarse a sí misma, obligarse a no olvidar.

     -Papá tuvo que operarse de la próstata. Mamá tenía un miedo atroz y él sonreía. Es domo sacarse un pique, decía. No despertó de la anestesia. Pobrecita mamá. Fueron tan unidos siempre. Lo siguió tres meses después. Mis hermanos se recibieron y se fueron a los Estados Unidos. Me escriben, quieren que me vaya allá.

     Se rió de la idea de irse a los Estados Unidos. Miró la gran casa vacía y con espesas sombras más allá de la luz de las dos velas de cera que había encendido sobre la mesa.

     -Amo esta casa -dijo, y se secó una lágrima-. Estoy unida a ella, Manuel. ¿Cómo voy a irme? Irme y dejar esto es como desgarrar lo último que queda.

     Fue la única vez que mostró algo de debilidad. Apuesto que fue el vino.

     Llegó el Año Nuevo y lo celebramos en la misma forma. El aroma de flor de coco persistía y a la botella de vino reemplazó una de sidra. Dejé que tomara más de dos copas, y considerando que el alcohol había subido las cortinas de su hermetismo, me dispuse a hablarle de Carmen.

     -Mis padres murieron -le conté- conocí a poca gente. Confieso que soy introvertido. Después me ocurrió lo de Carmen.

     -¡Nada de historias! -exclamó casi con violencia.

     Asustado, quedé mudo.

     -Perdón -musitó más suavemente- prefiero que no me cuentes nada.

     En cierto modo, se había soltado.

     -Por una sola vez te diré la razón, Manuel. Aunque te parezca una tipa dura, soy muy sensible. Y nunca he conocido a nadie más arrugado que tú.

     La sidra le había mareado más de lo conveniente.

     -Un perro muerto de frío en la lluvia. Un pájaro con las alas quebradas, un niñito extraviado en la niebla. Esas impresiones me causas. Y no me gusta. Produces sentimientos maternales, y al carajo la necesidad que tengo de ser madre de un grandote llorón.

     Sonaron las campanadas de Año Nuevo. Nos dimos la mano y así terminó aquel mes de diciembre.

     Una vez, en el mes de Febrero, cuando salía del Palacio de Justicia, divisé a lo lejos el Studebaker de curiosa trompa de Amalia, estacionado a la sombra de un árbol.

     ¿Qué hacía allí Amalia? Nada tenía que hacer en los tribunales. Obviamente, me buscaba.

     Desde entonces, me volví más cauteloso, y dejé de ir a la casa de Astrea, como dicen los cronistas pedantes, cuando desde el rincón de abogado sin pleitos, observé que Amalia y Selva subían a los pisos altos. Una persecución así, tan tozuda, me pareció sumamente irritante, y ya no les di oportunidad de que me  encontraran.

     Estela no hizo comentario alguno cuando dejé de salir por la mañana. Culpable de no ir a buscar dinero, pregunté a Estela si mi trabajo, que ella cobraba, bastaba para pagar mi pieza y mis comidas, bastante pobres, por cierto. Ella se encogió de hombros como si la cosa no tuviera importancia, y me sentí más tranquilo al respecto cuando una tarde, al volver de sus compras, me alargó un paquete de cigarrillos americanos.

     -Gracias, pero no fumo -le dije.

     Se guardó el paquete y yo quedé más en paz. El mensaje de Estela era que no solo merecía mi pieza y mi comida, sino también mis vicios. La razón la supe poco tiempo después.

     -Honestamente -me dijo mientras masticábamos nuestros repetidos emparedados de jamón y queso de la cena-. Tengo que decirte que tu presencia en la casa es reconfortante. He adivinado tus reservas morales, Manuel.

     Después me confesó que «siempre tuve mucho miedo de vivir sola» y con un hombre en la casa dormía en paz. Algo así como devenir a perro guardián, pero algo es algo.

     «Además no sales de noche» terminó. 

     Con muy poca comunicación humana, yo callaba mucho en aquel tiempo. Carmen, siempre Carmen, y esa forma plomiza de desilusión que se instala como un peso dentro de una persona sensible, y devora ganas, ímpetus, ambiciones. Tenía clara conciencia de que no estaba viviendo, sino sobreviviendo. Me enloquecía el deseo de contarle a Elena lo de Carmen. Era como una compulsión, una obscura necesidad de consuelo, pero estaba seguro que ella cortaría de inmediato el intento. «Si por lo menos tuviéramos más comunicación» pensaba a veces, pero descubría que fuera de Carmen, no tenía otro tema de conversación, y Estela no era de las que contestan preguntas sobre su familia o su vida, salvo aquellas Navidades y el Año Nuevo.

     Una vez, como al descuido, dejé abandonado el cuaderno de Carmen sobre su mesa de trabajo. La vi tomarlo, abrirlo, pasar los ojos sobre las páginas. Llegó a fruncir una ceja y lo dejó de lado.

     -¿Es tuyo eso? -preguntó.

     -No, es de una joven mujer que fue asesinada por el esposo...

     -Qué macabro -dijo-. ¿Por qué lo guardas?

     -Se llamaba Carmen.

     -¿Por qué lo guardas?

     -¿Por qué no había de guardarlo? -respondí ya amoscado.

     -Es morboso.

     Miope en todo, pensé, enojado. Quedamos en silencio. Ella siguió con la nariz pegada a las galeras que estaba corrigiendo. De pronto, enderezó el cuerpo, me enfocó con sus gruesos vidrios, estuvo pensativa un momento y dijo.

     -En ti hay algo morboso, Manuel.

     -Yo me creía transparente.

     -No es broma. No tienes vida sexual en plena juventud. Terminas tu cena y vas a dormir. No tienes un miserable receptor a pilas para enterarte de lo que pasa en el mundo, ni me pides prestado el mío. No me has pedido permiso para ver la televisión en mi dormitorio, aunque fuera un noticiarlo o un juego de fútbol, cavilas mucho. Además, tener esta reliquia tonta, el cuaderno de una difunta. ¿Es cierto que eres abogado?

     Asentí.

     -Entonces eres el primer abogado que se ha condenado a sí mismo al encierro.

     Sentí júbilo. Las puertas de su hermética independencia se estaba entreabriendo.

     -Debo confesarte, Estela, que lo que hay en mí es una gran pena de amor. Ya sabes, amar a la que no merece, descubrir la traición a nuestros sentimientos...

     -¿En esta época? ¡Qué disparate!

     Soltó la primera carcajada que salió de ella desde que nos conocimos. Sorprendentemente, su dentadura era perfecta, y la risa iluminaba su rostro casi bonito. Pero en el revés de la moneda, era ofensiva.

     -No veo el motivo de reír, Estela.

     -Tienes razón, por lo que me cuentas, debería sentir lástima. ¿Sabes lo que eres, Manuel? Un minusválido emocional. Me cuesta creer que eres abogado. Un abogado debe ser el colmo de lo racional, y me estás saliendo con una historia romántica medieval. ¡Penar por un mujer!

     Volvió a reír, pero hizo un esfuerzo y se contuvo.

     -¿Dónde te criaste? ¿En un convento? ¿Qué de tu vida universitaria, si la tuviste? Ser universitario es aprender a ser mundano. Las compañeras, las amigas, las amantes. Salir de parranda con los compañeros.

     -¿Niegas la existencia del amor, en este tiempo, como dices?

     -¡De ninguna manera! Existe, apasionado, pensado, inteligente, como debe ser, pero no sublimado como presentas tu romance frustrado con la fulana esa.

     -Carmen -susurré con esperanza de que me preguntara más.

     -¡Como se llame! Eres un arcaísmo viviente, Manuel.

     -Si me escucharas un poco, Estela.

     -¿Tu romance de Romeo y Julieta? ¡Por favor! ¡Que infantil, hombre!

     Sentí la necesidad de devolver algo de sus golpes.

     -No sé como hablas del amor con tanta seguridad. No hay en ti nada que sugiera alguna experiencia. Te empeñas en parecer asexuada.

     Me penetró con una mirada compasiva, se rió del pobre diablo que tenía enfrente y se sumergió de nuevo en su trabajo. Y perdí otra oportunidad de contarle lo de Carmen.

     De noche, acabé la cena y me acosté en mi cama, me sentí herido en cierto sentido. Estela era la tercera mujer que no me comprendía en absoluto. Minusválido emocional, había dicho. Amalia quería llevarme al siquiatra. Selva pedía que fuéramos dos enfermos apoyados mutuamente. Quise sentir rabia contra ellas y curiosamente me fue imposible. Ellas no me comprendían a mí y por lo menos por caridad yo debía tratar de comprenderlas a ellas. Eran mujeres ordinarias y no se les podía pedir mucho. Además, con Estela, que parecía la más sensata, se había deslizado en mí una duda. No sé qué quiso decir con eso de amor «sublimado». Es una palabra extraña que tiene un sentido distinto para cada persona. Si lo que quiso decir es que yo había llevado las cosas con Carmen a un plano exquisitamente idealista, hasta los límites de la obsesión, tal vez, solo tal vez, tuviera una pizca de razón. Estaba obligado a vivir en la tierra y de pronto, eso de andar volando por los cielos no tenía mucho sentido. Además, Carmen no lo merecía. No merecía ser «sublimada» después de haber cometido algo tan indecoroso, feo. Y en lo que a méritos se refiere, yo merecía algo mejor que vivir penando. Sí, Estela era la más lúcida, me pareció en ese momento. ¿Cómo había dicho? Un abogado debe ser «el colmo de lo racional». Haber estudiado leyes, Manuel, me dije, es haber estudiado el duro material con que se edifica la existencia de la persona. En ella la fantasía es juego, una distracción, un  deporte del alma. Posiblemente deba admitir que substituía la realidad por la fantasía. Era cuestión de profundizar en el tema.

     Empecemos -me dije- primera premisa: Carmen no es real, en el sentido que le daría un abogado racionalizador. Segunda premisa, si no es real, es una fantasía.

     Me aferré a aquello, pero mis dedos resbalaban. Carmen había muerto una vez por adúltera. Yo la estaría matando de nuevo por el mismo motivo.

     -Pero carajo, Manuel, no puedes matar a una persona que ya está muerta -me dije.

     -¿Y qué es lo que vive en mí? -me respondí- una presencia.

     -Una presencia no significa vida -me repliqué.

     -¿Por qué influye tanto en mí? -me argumenté.

     -Una presencia es como la consecuencia misma de la muerte, es la muerte misma. Lo que el recuerdo rescata de la muerte, eso no es vida -dijo el otro que era yo.

     -¿Y cómo explicas que me suscite pasiones y sentimientos? -pregunté yo que era el otro.

     Callé. Callamos los dos. Traté de traer a mí mente la imagen de Carmen y no la encontré. Venía, pero confusa. Hacía bastante tiempo que no miraba su fotografía. Escuché los pasos de Estela, con sus zuecos de madera, que iba al baño. Me levanté y espié por la puerta entrabierta. Descuidada y desprejuiciada como siempre, Estela se duchaba con la puerta del baño abierta, suponiendo que yo estaba dormido. Nunca la había visto sin su deforme túnica de entrecasa, salvo cuando iba de compras, con anchos pantalones. Su cuerpo desnudo y perfecto era blanquísimo y armonioso. Sentí un cosquilleo en la entrepierna, y sorprendido, comprobé que tenia una erección. Casi suelto la risa. Si lo viera Selva hubiera aplaudido. Me aparté de la puerta, llevando mi bragueta tirante. Y lo que es curioso, no me sentí culpable ante Carmen. Jódete, Carmen, le dije.

     Me desperté temprano con un extraño contento. Desayunábamos juntos café con leche y galletas. No podía callar lo que me había pasado.

     -Tengo que confesarte algo, Estela.

     -¿Que es? -preguntó con indiferencia.

     -Anoche, sin intención alguna, te vi en la ducha. Dejaste la puerta abierta.

     -Si fue sin malicia no tiene importancia alguna -dijo tranquilamente.

     Decididamente era una mujer moderna.

     -Un cuerpo es un cuerpo.

     -Es que hay más -insistí.

     -¿Qué quieres decir con que hay más? -se puso alerta.

     -¡Tuve una erección!

     -¡No me digas! ¡Qué buena noticia! -exclamó con sorna.

     -Es buena noticia, Estela.

     Me escrutó desde atrás de los gruesos cristales.

     -¡No me digas! ¿Me vas a decir que tu lamentable historia de amor frustrado te hizo impotente?

     -Algo así.

     -¡Me miraste y despertó el pájaro!

     Me sentí avergonzado. Si ella se hubiera ruborizado como toda mujer normal hubiera sido mejor. Pero era tan segura de sí misma, tan superior, que se burlaba. Reía a carcajadas.

     -¡Vaya tipo pintoresco que me tocó de inquilino!

     Su burla no desmayó el contento con que había despertado. Estaba motivado. Era bueno saber que uno es un hombre entero. Creo que eso se llama libido. No saldría desde luego a buscar una fulana para ejercitar mi recuperada virilidad. Saldría a trabajar, a competir, a ser más agresivo en mi oferta de trabajo. De modo que cuando llegó las diez de la mañana, abandoné un trabajo de copia que estaba haciendo y fui al Palacio de Justicia. El bendito Studebaker de Amalia estaba en el estacionamiento, pero a ella, o a las dos, no las vi por ninguna parte. Me dije que no podía vivir huyendo de dos mujeres histéricas y me dispuse a capturar algún cliente.

     Los encontré en una pareja dispuesta a divorciarse por mutuo acuerdo. Bueno, el acuerdo era para ver quien destrozaba mejor a quien. Venían discutiendo acaloradamente creyendo que la cuestión era presentarse ante un Juez, decir que la vida era insoportable para los dos en compañía, y en media hora salir liberados el uno de la otra y vice versa. Un veterano pleitista les dijo que necesitaban un abogado. Lo escuché y me presenté. A la carrera fuimos a una escribanía cercana y me dieron el poder. Tenían una increíble prisa de acabar con todo. Para mí, las cosas se estaban normalizando, «racionalizando» desde la afortunada noche anterior. Fui a almorzar con Estela y volví a salir para una entrevista en la casa del matrimonio en quiebra. Además, tenía que llenar algunos papeles y me faltaban los datos. Trabajé con ellos hasta las cinco o  seis de la tarde y terminada la tarea salimos con el esposo, Marcial, a tomar algo en un bar. Tuve que soportar hasta la noche la historia de sus desgracias conyugales, que se hacían más dramáticas en proporción a la cantidad alcohol que ingería, hasta que ya no pudo más y cayó bajo la mesa, absolutamente borracho. Con razón la mujer quería salirse de él.

     Pensé que mis servicios jurídicos no incluían cargar con un litigante borracho y llevarlo a su casa, lo dejé ahí y regresé a mi pensión.

     No podía durar tanta suerte. Apenas llegué, noté que Estela parecía a la defensiva. Me hablaba con cautela, y no había los acostumbrados preparativos de la cena.

     -Manuel, mañana te marchas de esta casa -me dijo con voz neutra.

     Inquirí sorprendido la razón, y me respondió que era simplemente una decisión suya. Y que por favor, no lo tomara a mal, pero debía irme. Me disculpé por lo de la ducha y sus consecuencias y me dijo que no se trataba de eso. No estaba ofendida ni enojada en absoluto conmigo, que yo era una buena persona, respetuosa, sincera y cortés. Descubrí que como sucede, después de haber dado un palo al perro guardián, se le hace cariños para que no muerda. Yo era todo virtud pero debía irme.

     ¿Por qué tanta persistencia en amansarme?

     La explicación vino tangencialmente.

     -Puedes pasar la noche aquí. Mañana vendrán a buscarte.

     Giró y se metió en su dormitorio. Oí el ruido metálico de la llave en la cerradura.

     Mañana vendrán a buscarte. ¿Quién?

     Amalia y Selva. Me habían encontrado. Vendrían a buscarme. ¿Con qué derecho?

     Y el súbito cambio de actitud de Estela. Tenía miedo. Tenía miedo de un desequilibrado en la casa. Las dos mujeres le habían dado su versión de todo lo que me pasaba. Nunca quiso escuchar la mía. Era razonable que tuviera miedo, porque si Selva y Amalia pensaban que debía ir al siquiatra y se lo habían dicho a Estela, la chica no debía estar muy tranquila en su dormitorio.

     Mañana vendrán a buscarte.

     Para qué. Para complicarme la vida hasta la locura.

     Decidí marcharme ya mismo.

     Hice un paquete con mis pertenencias y fui a golpear discretamente en el dormitorio de Estela. Dejó pasar tiempo antes de contestarme. Insistí con la llamada.

     -¿Qué quieres?

     -Me marcho ahora, Estela. Debes cerrar la puerta de la calle.

     La puerta de la calle se cerraba por dentro.

     -Un momento.

     Tardó mucho en entreabrir la puerta y observarme. Sus anteojos brillaban en la obscuridad como dos faros. Le pareció que podía arriesgarse y abrió. Salió y miró mi paquete. Un evidente alivio se notó en ella. Y hasta tuvo la gentileza de decirme que no era necesario que me fuera en plena noche, con una inconfundible nota falsa en la voz.

     -Estela, te estoy muy agradecido por tu hospitalidad -le dije- pero por favor, no me recuerdes como un loco peligroso.

     -¡Dios mío...! ¿Quién piensa eso? -dijo con tanto énfasis que la mentira resaltó gorda y redonda.

     Salí a la calle. Estela se apoyaba en la puerta o la guardaba contra un posible intento de regreso.

     -Manuel -me llamó.

     -¿Si?

     -No tienes nada que un buen sicólogo no pueda sacarte de la cabeza.

     -Gracias por la recomendación, pero lo que me dices me suena ya demasiado conocido.

     -Esas dos señoras están realmente preocupadas por ti. Es curioso como despiertas el instinto maternal en las mujeres.

     Menos en mi madre, pensé arbitrariamente.

     -No deberías eludirlas -concluyó.

     Y cerró la puerta de un golpe. De nuevo en la calle.

* * * *

     «Habítame. Soy un castillo vacío». Es de Carmen.

     La Plaza Uruguaya debe tener enterrado un imán que funciona selectivamente, porque cuanta persona que no sabe adonde ir, termina en ella. Es como una estación a ninguna parte, como la parada del tranvía sobre la calle aledaña.

     Me había dormido en uno de los bancos de la plaza, y al amanecer ya me desperté y senté modosamente, como un honrado oficinista que espera la hora para ir al trabajo.

     Como tenía algo de dinero fui a desayunar al San Roque y en el baño me aseé un poco, y volví a la plaza, recordando que ese día debía presentar el escrito de mis clientes a divorciarse, pero aplacé mi ida al Palacio de Justicia, pensando que no les haría daño soportarse unos días más.

     Una señora de edad, vestida con el decoro debido para ir a misa y obviamente venía de la Iglesia de San Roque, vacilaba en cruzar la ruidosa y ancha calle 25 de mayo, a la altura de Antequera.

     -¿La ayuda a cruzar, señora? -le dije en un arranque de buen samaritano, y la tomé del brazo.

     Liberó sus brazos con energía.

     -¿No es Ud. uno de esos degenerados que violan a las mujeres? Creo que vi su cara en la tele.

     -Le aseguro que no, señora.

     Permitió que la ayudara, después de mirarme con sus ojitos de ratón de arriba a abajo. Cruzamos la calle y cuando la depositaba sana y salva en la otra acera, una voz femenina, enérgica, decía:

     -¡Mamá, por Dios! ¡Otra vez escapándote!

     La anciana protestaba diciendo caprichosamente que nada ni nadie le evitaría escuchar misa todas las mañanas. Y la hija le replicaba bastante ásperamente que podía quedarse a rezar en casa y no crearle más problemas de los que ya tenía. Miré a la mujer que me pareció conocida. Ella también tenía la misma sensación, de modo que me dijo: «¿Nos conocemos?» y yo le contesté que «creo que de alguna parte» recordando en el acto que ella estudiaba también en la facultad, aunque uno o dos años delante. Se lo dije y me dio la razón...

     -Gracias por ayudar a mamá -dijo.

     Iba a despedirme cuando observé que la vieja revoleaba los ojos y echaba saliva por la comisura de los labios.

     -¡Me da mi ataque, bruja! -le gritó a la hija. Y hubiera caído al suelo si diestramente su hija no la sostuviera con prontitud.

     No mostró alarma alguna.

     -Es su forma de castigarme -dijo- ahora la tengo que llevar cargada.

     Me ofrecí a ayudarla y aceptó, y entre los dos, fuimos subiendo la cuesta de Antequera llevando un poco colgada y un poco arrastrada una vieja muñeca desarticulada. Vivía pasando la calle Herrera, en una casa pequeña y limpia, a la que se entraba por un portoncito de rejas de hierro en el que empezaba una escalera de cinco escalones.

     Cuando llegamos volvió a agradecerme, dando por entendido que allí terminaba mi misión y que debía marcharme. Como no lo hacía se volvió a mirarme interrogante, mientras sostenía a su madre que seguía echando saliva y maldiciendo su suerte de tener una hija poseída por Satanás.

     -¿Tiene algo que decirme?

     Dije que sí.

     -Me espera un momento.

     Entró llevando a cuestas a su madre y pronto volvió, con expresión interrogante. Mi experiencia de pasar por desvalido ya me había dado resultados, así que puse mi mejor cara de perseguido por la vida. Eso de despertar instintos maternales tiene sus ventajas.

     -No tengo donde ir -dije simplemente.

     -No lo entiendo. ¿Ud. es abogado, no?

     -Sí. Un abogado sin trabajo que acaba de ser echado de su pensión.

     Rió entre desconcertada y divertida.

     -Es increíble -dijo, dudó un poco. Poco, porque era muy segura de sí misma, y después agregó- pase.

     Entramos a su casa, un fresco corredor se extendía hacia atrás, y en la primera pieza estaba instalada una mezcla de salita y estudio. En la pared estaba su diploma de abogada, abogada Eva García. Ella era rubia y alta, ni hermosa ni fea, neutra, la califiqué. Su aire profesional parecía borrar feminidad. También observé un diploma: Primer Premio Concurso de Poesía de Vinos Madame Boutot. Abogada y poetisa, rara combinación.

     Se sentó detrás de un pequeño y atestado escritorio, y yo en la silla de enfrente. Aquello tenía más aire de consulta que de una conversación corriente.

     -¿Es cierto todo lo que me dijo? -preguntó.

     Decidí que no contaría mentiras. Y le relaté toda la verdad, desde el principio, sin omitir nada. Me escuchaba atentamente, sin inmutarse, sin revelar emociones ni con un pestañeo, con una mano sosteniendo el mentón. Cuando terminé mi larga confesión, esperé la consabida recomendación de consultar un siquiatra.

     No la hizo. Solo me miraba como a un bichito en la plaqueta de un microscopio, o como a un chimpancé detrás de la reja. Casi podía oír la maquinaria de su cerebro funcionando velozmente. Finalmente habló, para darme una agradable sorpresa. Había digerido mi historia sin que le molestara el sabor a delirio que habían encontrado las otras torpes mujeres.

     -¿De modo que Ud. ahora está rechazando a Carmen? -preguntó.

     -Es lo que corresponde después de conocer su conducta.

     -Vaya rico tipo machista que es Ud. -me acuso.

     -¿Cómo dice?

     -Supongamos que haya sido adúltera.

     -Fue adúltera.

     -Muy bien -dijo-. ¿En qué momento Ud. se preocupó de conocer las causas por las cuales una mujer engaña al marido?

     -No le entiendo bien, doctora.

     -No me diga doctora, soy Eva. Y le replanteo mi pregunta. Si tanto investigó a Carmen Sosa, ¿qué tiempo invirtió en investigar a Pablo Ortiz?

     Me sentí humillado, como pillado en falta. Eva tenía razón, no sabía nada de Pablo Ortiz.

     -Obviamente, Ud. no sabe nada de mujeres. Sí, sí. Existe el adulterio. Y no le voy a estar enseñando a esta altura de su vida que cuando un hombre engaña a su mujer, no hay honra perdida. Pero cuando una mujer... etc. ¿Me entiende? Lo que es en el hombre una aventura liviana, es en la mujer la aventura total. Entonces, amigo mío, para tomar semejante riesgo, la mujer debe tener una razón poderosa. ¿Estar enamorada de otro? Puede ser. ¿Por qué se enamora de otro? ¿Qué vacío sintió Carmen Sosa al lado de Pablo Ortiz? ¿Qué sensación de estar desperdiciando su vida?

     -Nunca enfoqué la cuestión de esa manera -murmuré inseguro.

     -¿Sabe Ud. el daño terrible que hace un marido frío y desconsiderado a una mujer sensible?

     La pregunta casi se la hizo a sí misma. Y se contestaba a sí misma.

     -Por lo que sabemos, Carmen era una chica sensible. Me ha contado lo de las flores en la pared, el piano y la serenata de Schubert, y los poemitas y pensamientos en el cuaderno, que de paso, me gustaría ver. Espere, déjeme seguir mi reflexión. Engañó al marido con un poeta. ¿Cómo no sacaron conclusiones? Ella tan sensible, con un rico mundo interior, amante de la belleza, encontró en el poeta lo que no encontraba en el marido. Lo que no le ofrecía el marido. Este Pablo Ortiz debió ser un hombre duro, tan duro que mató. Un hombre capaz de matar no es precisamente el marido perfecto para una pobre diabla delicada y romántica. Ud. ha cometido una tremenda injusticia con Carmen, estimado colega.

     -No sabe el bien que me hace, Eva.

     -Le espera mucho trabajo. Remediar la injusticia. Encuentre la justificación a lo que hizo Carmen. Entonces ella tendrá paz.

     -¿Tendrá paz, Eva?

     -Su paz es el olvido, abogado Quiñonez. Ese es el esfuerzo que ella espera de Ud., querido amigo. Durante mucho tiempo Ud. substituyó al marido celoso, y piensa que debe matarla de nuevo. Ahora substituya a Pedro Muñoz, ámela y haga por ella el gran sacrificio de amor: olvídela.

     Meditó un momento y prosiguió.

     -Esas Amalia, y Selva y Estela se equivocaron. No creo que su problema sea liberarse de Carmen, sino que Carmen se libere de Ud. Cuando se libere de Ud. acabará su agonía.

     Una sensación de culpabilidad abrumadora me recorrió las entrañas. Le oía decir:

     -Investigue a Pablo Ortiz.

     En el reloj sonaba el mediodía. Ella me invitó a almorzar, y sirvió la mesa una silenciosa sirvienta, de esas que limitan su vida a la cocina y a la escoba.

     En la mesa ella me dijo que en su casa no tenía lugar para darme asilo. Me prestó dinero y me indicó que en la acera de enfrente funcionaba una pensión. Ella, abogada en lo laboral, con mucho trabajo en el que yo podía ayudar escribiendo demandas y apelaciones en su escritorio y me pasaría parte de sus honorarios.

     Insistió mucho en que me tomara tiempo e investigara a Pablo Ortiz.

     Desde ese momento mágico, Carmen tomó la iniciativa y me llevó a tomar una pieza en la pensión, habitada en su mayoría por chicas del interior, algunas trabajaban como empleadas de mostrador y otras eran estudiantes. El único varón era don Fernando, un anciano malhumorado que se pasaba las horas sentado en un sillón en el fondo del largo corredor, y parecía maldecir interminablemente al bastón que sostenía entre las piernas. La locuaz patrona me dijo que me tomaba pensionista porque la doctora me recomendó, que nada de aventuras bajo su techo, y que don Fernando era un viejo político retirado a quien durante mucho tiempo veneraron como «viejo tronco» y después resultó insoportable para todos, incluso para su acomodada familia que lo confinó en una pensión, bien atendido por la patrona, un médico que le visitaba todas las semanas, y una enfermera que venía a ponerle una inagotable serie de inyecciones. Supongo que esa generosidad anestesiaba la conciencia de su familia.

     Don Fernando fue todo un personaje en sus buenos tiempos, orador enérgico, ardiente polemista y embajador en varios países, tenía una memoria fabulosa. En largas charlas que fueron soliloquios brotaban nombres de caudillos como Eudoro Cáceres, Aniceto Cubilla, Mateo Ferreira, Mártires Caballero y otros titanes del machete, caballo y Smith Wesson. Y fechas exactas de asesinatos, emboscadas, fugas de hombres ilustres en canoas que iban a encallar entre sombras en el culo de la República Argentina, conspiraciones, delaciones, culpables, inocente, traidores y mártires, en una galería inagotable de fantasmas vivos en el cerebro de aquel hombre. Lo comprobé en muchas conversaciones que tuvimos después de la cena, y decidí que la capacidad de recordar del viejo, que citaba esos nombres y fechas y hechos con una precisión de computadora, podía ayudarme a alcanzar una pista de Pablo Ortiz, sobre todo en épocas del pasado donde la regla era «nos conocemos todos». Viejo dirigente, estaba desengañado de todo. Fervoroso colorado y fanático antiliberal, entonces metía a colorados y liberales en la misma bolsa, y les daba fuego.

     -El mundo tiene un polo norte y un polo sur -mascullaba- y la electricidad un polo positivo y otro negativo. Rugen relámpagos cuando se unen. Nosotros los políticos de mierda vivimos en un polo de llanura y en un polo de poder, pero no aprendimos a unirlos para hacerla luz sino para desatar el rayo. Después del 3 de febrero vinieron a mi casa los chicos con fiebre de ilusión. Me llamaron «viejo maestro» y me callé avergonzado. ¡Viejo maestro! ¿Qué magisterio puede esperarse del tránsito por un largo error?

     -Ud. exagera, don Fernando -decía yo, entre interesado y aburrido. La política no me interesaba en absoluto. Solo buscaba en aquel viejo cerebro lúcido algún recuerdo que me condujera a Pablo Ortiz.

     Le sugería nombres ilustres de la política como para aceitar una memoria acaso herrumbrada y atacar en el momento preciso. Natalicio, Gondra, Coronel Jara, Eligio Ayala, todo lo que podía recordar y cada nombre desataba un torrente de amarga verborragia que amenazaba llevarse la dentadura postiza que bailaba enloquecida y parecía salirse una y otra vez y volver a su lugar con un diestro fruncir de labios.

     -Todos formaban parte del gran error, joven. Yo le puedo decir. Todos confundían ideales con apetitos, le ponían banderas a sus caprichos. Buscaban el privilegio y no la responsabilidad. Y lo de peor de todo, era que creían en su propia sinceridad, porque aceptaban el hecho fatalista de que la propia realización pasaba por el sacrificio de los demás.

     -¿Pero no le parece que está cambiando? Mirando el entorno...

     El viejo soltó un cloqueo que pretendía ser risa y tosió como para echar afuera sus pulmones.

     -¡Mirando el entorno! ¿Qué ve? ¿Se fueron el cuñadazgo, el compadragazgo y hasta el yernazgo? ¿Se fueron las cortes de adulones? ¿Los círculos áulicos, las damas caritativas cargadas de joyas? ¿Los milicos vigilando para que todos se porten bien o por lo menos se porten mal sin perjudicar sus intereses? ¿No ve a los ladrones de ayer convertidos en inquisidores de hoy? ¿Los lacayos de siempre que solo cambiaron de librea? Antes decíamos también que las cosas están cambiando. Lo que cambiaba, hijo, eran situaciones personales, unos salían de la cárcel y se iban a un ministerio y otros salían de un ministerio y se iban a la cárcel, y a eso le llamaban epopeyas cívicas. ¡Joder! Y de por medio, joven, la matanza, y antes de la matanza prometíamos que las cosas están cambiando y después de la matanza que las cosas cambiarán, pero el machete del miliciano o el fusil del montonero ya había hecho su siembra de osamentas, carajo.

     Decididamente don Femando era un pozo de amargura que yo revolvía sin misericordia con mis preguntas. Cierta noche, cuando hacía una pausa en sus largas divagaciones, murmuré el nombre.

     -Pablo Ortiz -dije.

     Revolotearon sus escasas pestañas sobre la pupila negra y fiera.

     -El hermano de Jovino Ortiz -dijo, y agregó enseguida- Jovino era un caudillo desalmado, se daba mucho a la caña y era loco por las mujeres. ¿Ud. es algo de Jovino Ortiz? -inquirió.

     -Es mi tío abuelo -mentí velozmente- primo de mi abuelo.

     Me miró con una suerte de asco.

     -No es honor tener la sangre de Jovino Ortiz. ¿Me entiende?

     -Si Ud. lo dice, don Fernando.

     -Tampoco es un honor que yo sea yo, porque sucede que nada de lo que hicimos valió la pena. Vivimos un tiempo de enemigos. Cuando no estábamos huyendo estábamos persiguiendo. Jovino Ortiz volvió del Chaco trayendo la oreja de un boliviano como trofeo. Se la trajo a tu tía abuela, no, me equivoco, a la otra que reemplazó a tu tía abuela, que se murmura murió a palos. Era todo un tipo.

     -Pablo Ortiz -susurré como un ruego.

     -Su hermano menor. Eran huérfanos y Jovino lo quería mucho. Le ayudó a estudiar no recuerdo qué cosa universitaria en Montevideo y a la vuelta se casó una chica de Sociedad.

     -Carmen Sosa.

     -Era hija de don Onofre Sosa, liberal pero un hombre decente. Un científico muy distinguido el hombre, se decía que era amigo o discípulo de Moisés Bertoni, no recuerdo bien.

     -Pablo Ortiz...

     -Ah, sí, tenía la sangre podrida del hermano. A pesar de la educación que recibió y la posición social que ganó casándose con aquella chica, era un bruto, según se decía. Mujeriego como el hermano. Propinaba palizas a su mujer. Creo que su padre quiso llevársela y los hermanos lo corrieron a tiros.

     «No hay ninguna referencia de eso en el cuaderno» pensé.» O todo el cuaderno lo dice a gritos»

     -Al final ella se vengó y le puso cuernos. Entonces él la mató y se pegó un tiro. Se dice que por entonces el cerebro de Pablo Ortiz ya estaba podrido por la sífilis. Así que no tienes una ascendencia de gran linaje, muchacho.

* * * *

     «Alguna vez terminará todo. Nos miraremos a los ojos. Habrá perfume de lluvia. Diremos que valió la pena y caerá la noche». Del cuaderno de Carmen.

     Al día siguiente, domingo, fuimos al Jardín Botánico con Eva. Le dije que había encontrado un anciano que recordaba a Pablo Ortiz, y sabía lo que pasó realmente.

     -Agradécelo a Carmen -dijo seriamente-. Ella guió tus pasos.

     Sentados en el césped, en un fresco día de abril, le narré todo lo que había averiguado con don Fernando.

     -Ahora empieza tu sufrimiento -me dijo, mordiendo pensativa un largo tallo de pasto.

     -Hablas de olvidarla.

     -Hablo de liberarla, Manuel. El olvido es la liberación de los dos.

     -Quizás tengas razón. Pero la memoria no es algo cuya cortina se baja y ya está.

     -Tienes voluntad. Existe la voluntad de olvidar. En los hombres es más fuerte. Si la sigues recordando estás cometiendo una crueldad. Déjala en paz, Manuel. Todos deben dejarla en paz.

     -¿Todos?

     -Los que como tú profanaron su reposo y removieron sin misericordia su culpa y su inocencia. Todos.

     Quería llorar, no sabía cómo olvidar.

     -Hay que ser valiente, Manuel -me dijo ella como leyendo mi pensamiento- yo te ayudaré.

     Volvimos a su casa. Ella me pidió que trajera el cuaderno y la fotografía de Carmen. Me exigió que los quemara. Los quemaría ella misma, como Amalia a los maniquíes de don Otto.

     -Ya no tienen razón de ser. El fuego exorciza -me dijo.

     Ella misma encendió el fuego. Ardió la fotografía de Carmen. Y un cuaderno parecido al de ella, porque el verdadero aun conservo.

* * * *

     «La eternidad guarda nuestro lecho nupcial». Carmen.

     Pasó el tiempo. Trabajamos juntos en el estudio. Después nos casamos, y su regalo de bodas fue un coche. Eva está embarazada. Y noto que tiene miedo, me huye. Dicen que el embarazo vuelve neurótica a algunas mujeres. Otra razón no existe, porque trato de complacerla en todo.



     Nota del autor: Así termina el manuscrito que he transcrito íntegramente, cambiando todos los nombres y apellidos para hacer viable aquello de que toda semejanza con personas vivas o muertas es mera casualidad. El manuscrito me fue entregado una noche de lluvia en la ruta que va a ciudad del Este, por un chico campesino que lo encontró entre los hierros retorcidos de un automóvil que volcó, matando a su conductor.

     Entre las hojas del manuscrito, se encontró un recorte de diario que copio.

     TRAS LA PISTA DEL DEMENTE. La policía ha informado a la prensa que está sobre la pista de «El Loco del Fuego», como le llaman y cuyas atrocidades han conmovido a la población. El hijo de una de las víctimas rociadas con inflamables y quemadas, ha informado de cierto abogado joven, o alguien que se hacía pasar por tal, había visitado a su desgraciada madre, que le comentó el extraño comportamiento del hombre. La descripción que hizo el muchacho coincide con la de un supuesto abogado que ocupó clandestinamente la cochera de la casa perteneciente a la Sucesión Álvarez, sobre Alberdi, donde instaló un falso estudio. La policía dio con el antiguo portero de la casa que no recuerda el nombre del sujeto pero lo describe en la misma forma que el primer testigo y afirma haber visto en el supuesto estudio a Amalia Candia, la segunda victima. Se asegura, por la similitud del ataque, que es el mismo que acabó con la vida de Selva Candia y Estela Silvera, hecho de la que no hay duda habida cuenta del extraño mensaje manuscrito que deja en el lugar del hecho: «Para que Carmen descanse». Accesoriamente, la Policía investiga a la citada misteriosa Carmen, pero hay pocas pistas sobre ella.



     Nota II- Del autor.

     Con el manuscrito se halló también el cuaderno de Carmen Sosa. Lo tengo en mi poder. Es fascinante.

FIN

 

ENLACE A LA VERSIÓN DIGITAL:

 

Autor/a:

HALLEY MORA, MARIO  (1926-2003)

 

Título: 

MANUSCRITO ALUCINADO : (LAS MUJERES DE MANUEL)

 

Edición digital: 

Alicante : BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES, 2001

 

N. sobre edición original: 

Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),

Ediciones Comuneros, 1993.

 

Portal: 

LITERATURA PARAGUAYA

 

***************

 

 

Visite la GALERÍA DE LETRAS
del PORTALGUARANI.COM
Amplio resumen de autores y obras
de la Literatura Paraguaya.
Poesía, Novela, Cuento, Ensayo, Teatro y mucho más.
 

Enlace al CATÁLOGO POR AUTORES
del portal LITERATURA PARAGUAYA
de la BIBLIOTECA VIRTAL MIGUEL DE CERVANTES
 
 

LITERATURA PARAGUAYA

CUENTOS PARAGUAYOS

NOVELA PARAGUAYA

NARRATIVA PARAGUAYA

EDICIÓN DIGITAL





Bibliotecas Virtuales donde se incluyó el Documento:
EDICIONES
EDICIONES COMUNEROS
BIBLIOTECA
BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES



Leyenda:
Solo en exposición en museos y galerías
Solo en exposición en la web
Colección privada o del Artista
Catalogado en artes visuales o exposiciones realizadas
Venta directa
Obra Robada




Buscador PortalGuarani.com de Artistas y Autores Paraguayos

 

 

Portal Guarani © 2024
Todos los derechos reservados, Asunción - Paraguay
CEO Eduardo Pratt, Desarollador Ing. Gustavo Lezcano, Contenidos Lic.Rosanna López Vera

Logros y Reconocimientos del Portal
- Declarado de Interés Cultural Nacional
- Declarado de Interés Cultural Municipal
- Doble Ganador del WSA