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SANTIAGO DIMAS ARANDA (+)

  UN GOLPE DEL DESTINO (Relato de SANTIAGO DIMAS ARANDA)


UN GOLPE DEL DESTINO (Relato de SANTIAGO DIMAS ARANDA)

SANTIAGO DIMAS ARANDA

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UN GOLPE DEL DESTINO

(Cualquier coincidencia no es pura casualidad)

** Enero veintiuno del año de la desgracia. Medianoche. Marcos, el enlace que debía traer las instrucciones para nuestro acopla-miento al contragolpe, no llegaba.

** Esa madrugada, el general presidente sería depuesto por un levantamiento cívico-militar, y el país recuperaría el proceso institucional desarticulado por un cuartelazo. Además de algunas unidades uniformadas, toda la oposición política, fuera de ley desde el día trece, estaba comprometida. Nuestro grupo, románticamente activo pero inerme, era una pequeña parte de ella.

** Aguardando la comunicación, permanecimos concentrados en una dependencia de la vieja casa de los Paiva, sobre la calle Gaboto, hasta la hora previamente acordada, pasada la cual y considerando perdido el contacto, nos retiramos. Y entonces, habiendo llegado apenas a la primera bocacalle fuimos atacados a mansalva por una brigada de "guiones rojos", suerte de maleantes fascistas al servicio de la dictadura. El encargado de nuestro grupo, un estudiante universitario de apellido Cabrera, cayó frente a mí. Quise ayudarlo, pero una lluvia de golpes asesinos me dejó fuera de acción. Hasta donde tuve conciencia, todavía me golpeaban.

** Al alba, alguien que jamás pude saber quién fue, pasó por la calle conduciendo un carro de mulas. Se supone que provenía de la Chacarita, y que al toparse con los cuerpos allí despatarrados, notó que uno de ellos daba señales de vida. Lo alzó en el carro y lo llevó. Según el portonero del hospital de Clínicas, de aquél entonces, ni bien el carrero dejó al herido en la entrada, se marchó de prisa. Y según los camilleros, el médico de guardia les ordenó condujeran al infeliz a la sala X, donde, conforme refieren, continuó inconsciente por varios días. El infeliz era yo.

** Cuando recuperé la razón, me encontré inmovilizado dentro de un mameluco de yeso, tirado en un camastro de cuya cabecera colgaba el número seis. Apenas pude hablar, pregunté a mis adláteres qué lugar era ese, si había llegado allí solo o con otros compañeros. Nadie me pudo contestar al respecto. Era imposible averiguar quién era quién entre el revoltijo de semi-cadáveres que allí se pudrían. Traté entonces de olvidar el tema concentrándome en mi maltrecha humanidad. En esos momentos me percaté que tenía un acordeón en el pulmón izquierdo; en el derecho, unas cosas como astillas que lo atravesaban. Pensé que serían costillas rotas. Fue cuando sentí el sigiloso paso de una monja, la encargada de la sala. La llamé como pude. Le supliqué me consiguiera un calmante. Me lo trajo, lo tragué y al rato me quedé dormido.

** Días más tarde-no sé cuántos-, quizá llegado al diagnóstico, fui puesto en una ambulancia con destino desconocido. El traqueteo del vehículo sanitario había de quedárseme en los huesos por varias semanas. Al cabo del paseo, me ví llegando a un lujoso hospital, el Bella Vista, recién inaugurado gracias a un programa de penetración norteamericano. Me acomodaron en el extremo posterior de la galería más larga que en mi vida había visto, en una flamante cama reclinable. Todo allí olía a barniz. Un comedido vecino de aposento me prestó su ejemplar de "La Tribuna". Y fue leyendo ese diario que pude enterarme -peor es nunca- del motivo que impidió a nuestro enlace volver a la casa de los Paiva. Marcos aparecía en un suelto acusado de activar con los comunistas en contra del gobierno constituido. Descubierto el plan de contragolpe por denuncia de soplones, todos los implicados habían sido detenidos de inmediato, incluso nuestro enlace, quien, duramente golpeado, no tardó en dar nombres, direcciones y todo lo demás. Así cayeron uno por uno los grupos involucrados. A nosotros, al encontrarnos en la calle, sencillamente nos masacraron.

** Durante mi primer día en Bella Vista, recibí una agradable sorpresa: la visita de mi madre. Enterada de mi situación por medios que ignoro, viajó desde Villarrica para verme. Fue a mi pensión, tomó mis ropas, mis papeles, y salió a buscarme. Estuvo primeramente en el Clínicas, y de allá la enviaban. Me abrazó llorosa. Pero su angustia de madre pronto halló el conducto por donde volver a cierta alegría. Yo no estaba muerto como al principio había creído. Y si bien me veía grave, su esperanza de que me volviera a curar era más fuerte que el sufrimiento.

** Al día siguiente me quitaron el yeso para someterme a estudios radiológicos. Ahora el tema era pulmones, y el yeso se hacía innecesario. Yo, por mi parte, me congratulaba de ello, ya que aquel mameluco resultaba sumamente molesto debido al calor y a las picazones que producían.

** Un mes después estaba convaleciente de mi primera operación. Libre de costillas rotas, empero, el pulmón izquierdo seguía molestando. Una mañana, el director de la sala, haciendo su recorrida, se detuvo frente a mi cama.

** -A ver, mueva las piernas -me dijo.

** Lo intenté, pero el dolor me obligó a desistir. Luego supe que tenía problemas en la columna. Sin embargo, una parte de mi salud mostraba evidente mejoría: la espiritual. Ilusión y optimismo estaban nuevamente en función. Con mis brazos no tenía dificultades. Podía asearme, tomar los alimentos y sujetar un libro. Demasiado, dadas las circunstancias. Comencé a leer con avidez. Como descanso, escribía. Era una forma casi inconsciente de evitar cualquier indicio de depresión. Mis escritos combatían el pesimismo, aunque a veces revelaran una enorme tristeza. Pero de cualquier manera, sentía que me ayudaban. Cantaba a la libertad, aunque ella estuviera entre rejas. Cantaba a sus defensores, aunque estuvieran muertos.

** Marzo, 20. Amanecía. Desde mi cama, ubicada siempre en el extremo posterior de la alta galería de Bella Vista, ví de pronto arder a lo lejos los primeros fuegos de artificio revolucionarios en un ataque a la caballería -lo confirmé después- realizado por pilotos que huían con sus máquinas para plegarse a las fuerzas insurrectas concentradas en algún lugar del país. Las acciones habrían comenzado. Ese mismo día, los internados que tenían un receptor pudieron captar la característica de "La Voz de la Victoria", emisora que decía transmitir desde la base revolucionaria de Concepción. ¡Aleluya! Desde ahora podíamos seguir paso a paso el desarrollo de la lucha armada contra la dictadura. Salvo unos pocos, todos estábamos contentos y compartíamos la esperanza de conquistar la democracia.

** Al comienzo, sólo las unidades de Concepción y Chaco estaban sublevadas. Luego fueron sumándose grupos de civiles con gran fervor combativo llegados desde todos los puntos del país y aún del extranjero. De todo ello nos informábamos detalladamente gracias a esa "Voz" que diariamente nos alegraba desde el alba.

** Al mes se sublevó la Marina. Sus instalaciones, en plena ciudad fuera de toda lógica, estaban rodeadas de un denso vecindario. Según se pudo saber, el levantamiento sobrevino como un aborto. Debía coincidir con el arribo de las cañoneras que se encontraban en Buenos Aires reparándose, pero no faltaron "pyragüés" entre los propios marinos, qué no vacilaron en delatar a sus camaradas. Cuando efectivos policiales y grupo del "guión rojo" se agolparon en las adyacencias amenazando con invadir la base fluvial, el pronunciamiento previsto se adelantó, llevándose a cabo una acción bastante apresurada y meramente defensiva. Las fuerzas intrusas fueron sin embargo desalojadas de la zona. Pero, para entonces ya tropas de verdeolivo y piezas de mortero entraron al ataque. Durante días y noches fue batido el cuartel de la Marina y muy desaprensivamente, toda la indefensa población circundante. La orden del gobierno de acabar con la unidad rebelde fue puesta en marcha con una ferocidad que superaba a cualquier otra demostrada por nuestro ejército durante las dos grandes guerras, llegando a una verdadera barbarie.

** Poco antes de ese ataque, había sido devuelto al Clínicas, ahora para una intervención a la columna. Una semana después, el hospital quedaba aislado. Atrapado en terreno insurrecto, era constantemente alcanzado por las balas leales. Fue gracias a aquel regreso que pude seguir de cerca los pormenores de una brutal tragedia popular. Todas las salas se abarrotaron de heridos. Yacían en camastros-improvisados, en pasillos, corredores y bajo los árboles. Personas de todas las edades, mujeres y hasta niños, sin nada que ver con la contienda, caían abatidos en las calles y en las casas.

** Promediando la segunda jornada de balaceras, de pronto apareció en la sala X un hombre que, a juzgar por la voz que trascendía hasta el interior del pabellón, rondaría los cincuenta años. Y, muy afectado a consecuencia -según decía- de explosiones que se habían producido en su domicilio, apenas podía escucharlo desde mi inmovilidad. La gente que lo rodeaba lo llamaba "don José", y muy enfermo como estaba, según pude deducir, traía en brazos a una adolescente en estado grave, clamando a voces le quitaran la hemorragia que la estaba matando.

** -¡Mi pobre hija tiene el cuerpo acribillado de esquirlas! - gritaba desesperado-. ¡Se está desangrando. Por amor de Dios, sálvenla!

** A la llegada del hombre, ya había trascendido que dos mujeres habían muerto en la casa. Los "guiones", que invadieron el hospital, al ver a don José, cuyos familiares estaban siendo víctimas del ataque gubernista se dispusieron a fusilarlo inmediatamente contra un muro del pabellón. Por suerte, un médico militar, el doctor Texidó, que prestaba servicio de emergencia en la sala, intervino enérgicamente en favor del afectado, salvándolo del alevoso procedimiento.

** Entre tanto, seguían llegando heridos. Los atendían, además del único doctor, estudiantes y enfermeras residentes del mismo hospital. Los de afuera no podían concurrir por temor a las balas. A poco supe que a la adolescente malherida se la llamaba "Chiquita". Desde la sala contigua, la de varones, sólo podía oir sus "Chiquita". Aunque extrañamente, era como si la estuviese viendo. A la tarde de un pésimo día lunes llegó a visitarme un antiguo amigo de nombre Alberto. Informado de mis tribulaciones a través de mi madre, se abrió paso entre los piqueteros fuertemente armados y vino a verme, trayéndome de regalo una pequeña radio a pilas. 'Tara que escuches los informativos" -me dijo.

** Efectivamente, lo primero que escuché con ese receptor fue un informativo del gobierno que me pareció de muy mala fe. Por ella se atribuía la desgracia de don José a bombas caseras fabrica das por ellos mismos. Reflexioné al respecto lo más objetivamente posible. "Las bombas caseras no arrojan esquirlas" -me dije. El infundido gubernista sólo perseguiría crear confusión y hostilidad contra la familia afectada, y así encubrir la atrocidad de todos conocida. Consecuentemente, el miedo del pueblo envilecido por la interminable dictadura se encargaría de que los vecinos, amigos y hasta parientes de las víctimas les negaran su apoyo y solidaridad. La propaganda al servicio de la maldad, por alguna extraña razón, suele acabar imponiéndose.

** Los marinos, huérfanos de toda asistencia, pudieron sostenerse sólo unos pocos días. Cuando la carga de las fuerzas leales venció la última resistencia, los sobrevivientes optaron por lanzar- se al río en pequeños botes o a nado. Las lanchas motorizadas habían partido mucho antes con los jefes y sus familiares a bordo. Los atacantes llegaron hasta la costa, descargando metrallas a mansalva contra los soldados y guardiamarinas que huían o que aún no podían hacerlo y permanecían en la orilla con los brazos en alto en señal de rendición. Los atacantes acabaron con todos.

** Paradójicamente, la derrota de la Marina trajo alivio para los internos del Clínicas, si bien aquella derrota implicaría mucho más asesinatos, saqueos, violaciones y apresamientos de opositores. Los internados sólo pensaban en el pronto regreso de los médicos, cuya ausencia había ocasionado numerosas muertes por falta de atención profesional.

** A la joven hija de don José, Chiquita, entre tanto, le cupo una suerte especial. Luego de habérsele logrado parar la hemorragia, ella se recuperaba. Su juventud y sus ganas de vivir habían hecho posible el milagro. En todo el hospital se hablaba de ella y su familia, con general simpatía y piedad. Gracias a esa actitud de la población hospitalaria, podía yo informarme de su evolución. Salvada la vida, aún debía luchar por salvar las piernas de ser amputadas. La habían trasladado a la sala XI, donde, en breve, también yo iría a parar para ser nuevamente enyesado y operado.

** Días más adelante, siendo conducido a rayos X, la camilla que me transportaba acortó camino cruzando por la sala de mujeres. Pedí al camillero parase allí unos minutos. Pregunté a las enfermas quién de ellas se llamaba "Chiquita", y la respuesta no se hizo esperar: "Esa, que está en esa cama", me dijeron casi en coro. La miré detenidamente, la congratulé por su mejoría y le deseé lo mejor para su salud y su futuro. Mi emoción, al conocerla, fue confortante. La encontraba mejor aún de lo imaginado.

** Esa noche, fortuitamente, pude conocer a dos de sus hermanas. Caminaban al azar, mientras la paciente dormía. Se introdujeron en la sala de varones, pasaron frente a mi cama, e impresionadas quizá por mi padecimiento al verme dentro de un mameluco de yeso, se detuvieron a conversar conmigo. Respondí lo mejor que pude a la cortesía de mis visitantes. El sólo hecho de que se interesaran por mi humanidad doliente me llenaba de reconocimiento.

** Desde entonces, aquellas dos muchachas continuaron visitándome. Hablábamos de temas relacionados principalmente con Chiquita, nombre que había ingresado en mi fantasía y formaba parte de ella. Hablábamos de los altibajos de su salud, del trato que recibía en la sala, donde constantemente aparecía  la tosca figura del "pyragüé" con sus absurdas indagaciones. Pronto mis amigas se percataron de mi pasión por la lectura y mi afán por escribir. Empezaron a traerme libros. Yo les retribuía dedicándoles encendidos versos.

** Entre tanto, había soportado dos meses más de yeso. Un día, sorpresivamente, debía dejar la sala XI. Varios médicos habían regresado, y la atención se regularizaba. En mi caso, habiendo llegado a la conclusión de que las costillas rotas habían afectado a 1 pulmón izquierdo, y que en esas condiciones era imposible una operación a la columna, nuevamente me fletaron al Bella Vista. Llegué allá en momentos en que los revolucionarios abandonaban sus posiciones sobre la calle Luna, calle del hospital, y se desbandaban víctimas de una derrota entonces inexplicable. Eran los del frente de Concepción, que luego de una marcha victoriosa e incontenible, ahora se desintegraba. Varios combatientes se introdujeron despavoridos en el Bella Vista, simulando enfermedad y suplicando fueran internados. Algunos lo consiguieron. En realidad, lo que buscaban era un refugio. Entre ellos reconocí, no sin estupor, a uno de los compañeros del grupo. Había escapado de la masacre gracias a la oscuridad. Le pregunté si éramos los únicos sobrevivientes de aquel episodio.

** -Los únicos -me respondió.

** Pude entonces deducir cuántos habían perecido allá. Por él me informé, además, del desentendimiento y pésima organización imperante en las filas revolucionarias, pese a todo lo cual estuvieron a un paso del triunfo. Y lo habrían logrado si en el justo momento no hubiese llegado la tan malhadada ayuda del General Perón a su amigo, el general presidente. Su cargamento de modernas armas automáticas y selecto personal técnico hizo posible que los cansados, desorganizados y mal armados revolucionarios fueran aplastantemente derrotados a escasos cuatro kilómetros de la casa de gobierno.

** En el Hospital Bella Vista, el dolor de la derrota agravó todos los males físicos. Una fatal tristeza copó el ambiente. Varios murieron.

** En lo que a mí concierne, aún penando como el peor, tuve que soportar dos consecutivas operaciones quirúrgicas. Y al cabo de unos meses, con las heridas apenas cicatrizantes, me anunciaron mi vuelta al Clínicas, para continuar con la terapia de la columna. Así, nuevamente, llegaba a sala XI, donde, para sorpresa mía, otra vez me tocó la cama seis. Algunos pacientes me reconocieron y yo a ellos. Un hombre apellidado Paná, de origen Nivacle, revolucionario, herido durante un combate contra la fuerza leal, ya muy poco podía caminar, pero continuaba servicial y dicharachero, ayudando a los compañeros menos capacitados. Atacado de gangrena, sólo el humano aguante le permitía continuar en pie. -Me dio noticias de Chiquita: "Ella mejora -me dijo-, ya empezó a dar unos pasos".

** ¡Cuánta alegría! Pensé que pronto también yo podría caminar, y nos veríamos.

** Contento, traté de preparar la moral para afrontar mis próximos problemas. Ese día me repusieron el yeso a fin de que me acostumbrara. Porque -me dijeron-, después de la operación tendría yeso para un largo rato.

** Pero el tiempo pasó, desde entonces, sin que de mi caso nadie se acordara. El tal acostumbramiento se me estaba haciendo interminable, hasta que una mañana, ya harto de tanta demora, y aprovechando una recorrida del director de la sala, desde mi postración, lo encaré. Tenía que saber qué pensaban hacer conmigo. Me respondió de mal talante que no iban a operarme porque sí, por operarme, que en mi caso el porcentaje de riesgo llegaba a noventa.

** -¿Aceptaría operarse teniendo sólo diez por ciento de probabilidades a su favor? -me preguntó.

** Y yo contesté: -Sí, doctor. Opéreme.

** Me dominaba la sensación de que, si no me lo hacían, igual me moriría de angustia. Una semana después me hallaba en el quirófano. El trabajo duró seis horas. Consumí ocho latas de éter. Recién a medianoche pude reaccionar. Mi primera impresión fue pavorosa. Tras ninguna de mis anteriores operaciones me había sentido igual. Las tablas de mi lecho eran piedras de sepulcro. El mameluco de yeso, un féretro. Sólo cuando el consciente entró a clarificarse, pude reflexionar. Fue al mismo tiempo que comenzaban los dolores y las arcadas, mis primeros síntomas de vida. Me había salvado. Ningún proyectil ni cosa parecida pudo ser encontrado en las vértebras dañadas. Simplemente se trataba de graves contusiones y fracturas provocadas a golpes de culata. Pero, de cualquier manera la operación debió ser de suma gravedad, tanto que me sentía dentro del mameluco de yeso como en un cepo triturante. Poco después pude darme cuenta de que tenía los brazos libres. Ya hubiera podido ponerme contento al poder hacer uso de mis manos, al poder tomar un libro, al poder leer y aún escribir. Y el momento llegó. Mis reflexiones al respecto me daban cuenta de que mis funciones sensoriales comenzaban a normalizarse. Todo lo cual era bastante más de lo que hubiera esperado. Ya cerca del alba me dormí gracias a una dosis de morfina, pero tuve una fea pesadilla. Apostaba mi vida en un desesperado juego. Ya la tenía virtualmente perdida cuando un susto provocado por la misma pesadilla causó el sobresalto que me despertó. Y de golpe, gané la apuesta.

** Ese mismo día, a la tarde, recibí la visita de mi madre. Pero no fue solamente ella quien se diera cita al hospital. También vinieron mis hermanas, varios amigos y, ¡oh, sorpresa!, las dos hermanas de Chiquita. No faltó alguien, quizá una enfermera de la sala, que les diera la noticia de mi regreso y de la operación a que fui sometido. Y vinieron. Volvió a cobrar sentido para mí la palabra alegría.

** También ese día -histórico día- depusieron al general presidente, poniendo fin a una década de funesta dictadura. Sólo que sus derribadores fueron los mismos que lo sostuvieron durante todo el tiempo. Su reemplazante, ideológicamente idéntico, no deseaba otra cosa que tomar su turno y seguir el mismo andan-tiento, aunque con mayor sentido del provecho propio. El cambio, pues, se hizo para que nada cambiara. El país entero lo comentaba en voz baja. De ahí en más, varios mandamases ocuparían la codiciada silla presidencial, sin otra consecuencia práctica que el enriquecimiento veloz de cada uno de ellos a costa de los fondos públicos.

** A partir de ese día, de pronto, mis amigas dejaron de venir. La ausencia duró tres semanas, e ínterin se produjeron novedades. Así, sucedió que, terminada la cura traumatológica, nuevamente me pasaron al Bella Vista para controles y el alta posterior. Así me lo anunciaron. En pocos días más estaría en casa. Eso pensaba yo. Pero el epílogo no había de ser tan breve. Resultó que obtuve el alta un año después, y sin que todavía pudiera caminar. En la casa estaba mi madre. A propósito, para estar cerca de mí, ella había vendido la casa de Villarrica, comprándose otra en Asunción, a pocas cuadras de Clínicas.

** Cuando pude dar finalmente mis primeros pasos, había transcurrido un año más con sus secuelas que nunca faltan. Entre tanto, no cesaba de leer y escribir. Había logrado publicar cosas en algunos medios locales. Mi nombre apareció en el Índice de La Poesía Paraguaya. Era mi primer paso trascendente. Luego vinieron concursos literarios y obtuve algunas distinciones. Entonces comencé a recibir visitas de amigos periodistas. Consideré necesario mudarme de casa, ganarme el sustento y comenzar una nueva vida.

** Ahora bien, a pesar de mi deseo de contarlo todo cuanto antes, debo volver atrás. En tanto a mí me sucedían cosas que en cierto modo alteraban mi existencia, Chiquita había vuelto a la sala X1 debido a la localización de más esquirlas que aparecían provocando serias infecciones. Quien me lo contó aseguraba que los médicos diagnosticaban gangrena y eran partidarios de una amputación. "Ella prefiere la muerte" -me dijo-. El padre, muy contrariado, la retiró del hospital, llevándola a un sanatorio priva do. Mi informante no supo decirme de qué sanatorio se trataba. Y, al no poder ubicar su paradero, nada más supe de ella.

** Pasado un tiempo, y al cabo de muchas vicisitudes, entre las cuales había logrado recuperar la capacidad de caminar, resolví salir en busca del domicilio de aquélla que me quitaba el sueño. Me costó mucho encontrarla, pero pude hacerlo. Encontré a Chiquita en plena convalecencia, con una pierna todavía enyesada. La había salvado de la amputación.

** -En la próxima semana me quitan el yeso -me dijo feliz.

** Yo conocía esa suerte de felicidad por haberla vivido casi a la par de ella. La impresión que recibí al verla después de tanto tiempo y de tanta ansiedad superó en hondura todo lo previsible. Estar junto a ella me produjo tal estado emocional que no pude menos que expresarle enteramente lo que en ese momento sentía. Chiquita se ruborizó. Y de esa extraña manera, como semilla caída en tierra fértil, en lo hondo de aquella emoción compartida, quedó el germen de un secreto romance.

** Y el tiempo nuevamente pasó, hasta que un día, encontrándome en mi trabajo, llegó hasta mí un desconocido portador de una invitación. Era de parte de ella. Mi invitaba a su colación de grado. Ese año se recibía de maestra. A pesar de los graves percances, había completado el magisterio. Ni los cañonazos de la dictadura pudieron torcer su voluntad. ¡Oh, auténtica hija del pueblo! En la tarjeta se anunciaba, además del acto académico, una fiesta en la sede social del Olimpia.

** Asistí, por supuesto. Compartimos la fiesta del comienzo al final. Y, ya próximos los sones del "Campamento", hicimos un trato. Corno ella viajaría de vacaciones a Villarrica al siguiente día, yo iría después a reunirme con ella. Decidíamos pasar juntos unos días de campo inolvidables. Al sólo pensarlo, comenzaba a vibrar. Aquella escapada nos resarciría de muchos sinsabores pasados y nos reconciliaría con la vida. Esa noche dejamos rubricada una página de nuestra existencia que aún estaba en blanco. Más tarde la llenaría el destino.

** Y bien, olvidaba mencionar algo importante. Entre todos mis avatares, había vuelto a la política, pero no a la política de las acciones públicas ni de las barricadas. Vivíamos bajo férrea dictadura militar, y mi actividad se reducía a periódicas publicaciones, casi inofensivas. Sin embargo, aquel día, el siguiente a la fiesta de colación, promediando la mañana, fui citado al departamento de Investigaciones. Me recibió un obeso de apellido Greno, al que decían "jefe".

** -Usted es un comunista -me dijo sin rodeos. -Actuó desde antes del cuarenta y siete. Estuvo mucho tiempo enfermo. Por eso no lo metemos en el calabozo. Pero va tener que salir del país. -Tiene veinticuatro horas de plazo. Está notificado. Váyase.

** Me extrañó sobremanera la forma asaz benigna en que me trataba. A ningún comunista le dejaban de dar bofetadas y patadas como saludo.

** De regreso a mi soledad, pensaba en la mujer de mis sueños. Ella habría partido con el tren de las once. Miré mi reloj: las doce. Ya estaría viajando rumbo al Guairá. Yo, contrariamente a lo previsto, antes de veinticuatro horas habré partido en dirección opuesta. El tiempo útil que me quedaba debía emplearlo principalmente en tratar de vender algunos enseres y libros. Me puse en campaña. Volví cuatro horas después. Hice mis maletas. Finalmente, me senté a escribir. Primero, una carta. Después un poema. Pero, nada triste. No pensaba renunciar a Chiquita por nada del mundo. Mi escrito era la expresión de lo que en mí constituía un designio irreversible. Antes de acostarme despaché un sobre por correo a Villarrica, donde ya ella estaría llegando. Y al día siguiente, antes de cumplirse el plazo, traspuse la frontera. También yo emprendía viaje, mas no de vacaciones, por cierto. Me iba para volver tan sólo cuando cesara la ominosa dictadura. Nadie podía calcular cuánto duraría el mal. En el exilio, al tiempo es mejor olvidarlo, o nos mata.

** Se abría, por tanto, un paréntesis insospechado entre nosotros. Desde entonces, varias veces habría de intentar vanamente comunicarme con Chiquita. De tanto insistir sin éxito concluí pensando que ella me esquivaba. En efecto, ser la amada de un conocido marxista era un riesgo indubitable en el país que nos tocaba en suerte. Y así transcurrieron los meses y los años impíamente. Nuestro primer nuevo contacto se hizo posible una eternidad después. Ínterin, otra mujer había entrado y vuelto a salir de mi vida, haciéndome padre de cuatro niños, y dejándome a su paso un dejo amargo en alguna parte del ser. Fue mi madre, que regresaba al Paraguay luego de una breve visita, la portadora de la misiva que había de establecer el nuevo y decisivo contacto entre nosotros. En ella le proponía adoptásemos cada cual un seudónimo, única manera de eludir la muy eficaz censura epistolar de la dictadura.

** Entraba enero del año sesenta y cuatro cuando recibí la contestación a mi carta. En ella, Chiquita me anunciaba su propósito de viajar en breve a Buenos Aires, noticia que me llenó de alegría y esperanza. Desde ese momento mis días y mis noches cobraron sentido diferente. Su arribo, ya próximo, había de marcar un cambio rotundo en mi vida.

** Y aquello se produjo. Su visita no fue larga pero tuvo ribetes de compartida felicidad. Yo rondaba los cuarenta, mas, en su compañía, regresé a aquella juventud que había quedado trunca para ambos como consecuencia de las atrocidades dictatoriales. Ahora, esa, que pudimos rescatar a pesar de los años, lucía maravillosa.

** Al cabo de dos semanas la despedí en el aeropuerto con la firme promesa de regresar a Paraguay pese a quien pese. Esa promesa se hizo urgencia, y en menos de un mes, realidad.

** Contra el destino, nadie ni nada puede. Viaje de regreso al país de mis desvelos a pesar de la tiranía que continuaba inconmovible. Cuando la brújula es el corazón siempre se encuentra un camino expedito. ** A veinte días de mi regreso a Asunción, Chiquita y yo nos uníamos. Ni la tenaz oposición de los padres pudo impedirlo. Sin dudas, era ese un final inevitable. Aconteció un día diecinueve de marzo. Dos años y tres meses más tarde nació nuestro primer y único vástago. Y lo llamamos Pablo Dimas.

** Así tenía que suceder alguna vez. Aquel día veintinueve de abril del año de la desgracia, cuando ella llegaba a la sala X en brazos de su padre, acribillada de esquirlas, yo me encontraba en esa sala, tabique de por medio, inmovilizado por un mameluco de yeso. Entonces no podía verla, pero, oyendo desde mi inmovilidad su lastimera queja, se me hacía que algo de ese inmenso dolor era parte del mío.

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De: VIDA, FICCIÓN Y CANTOS

Por SANTIAGO DIMAS ARANDA

Editorial Manuel Ortiz Guerrero, Asunción-Paraguay 1996

(182 páginas)

© Patronato de Leprosos del Paraguay

Dibujos del autor.






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