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CÉSAR ALONSO DE LAS HERAS (+)

  QUE CERCANO TU RECUERDO, 1970 - Poemario de CESAR ALONSO DE LAS HERAS


QUE CERCANO TU RECUERDO, 1970 - Poemario de CESAR ALONSO DE LAS HERAS

 QUE CERCANO TU RECUERDO, 1970

Poemario de CESAR ALONSO DE LAS HERAS

Editorial F.V.D.

Impreso en España – Imprenta S.M.

74 páginas

 

 

 

         DOS PALABRAS

 

         UNOS poemas valen o no valen de por sí. No hay padrino que los avale. La emoción que los produjo -si la hubo-, la autenticidad, pudo no haber cuajado en la palabra. Sobre todo cuando ésta pretende volcarse en un cauce poético.

         Salen a luz estos poemas. Necesitaban salir y ya han tardado demasiado. Salen, pues, a la intemperie de la crítica. Decir que no me importa el juicio adverso sería traicionarme. Pero, buenos o malos, yo me libero, con ellos, de una deuda interior. Le doy al Paraguay un poco de lo tremendamente mucho que le debo. En ellos va mi alma. Desearía que contuvieran mi arte.

         Los he titulado QUE CERCANO TU RECUERDO porque siempre, cuando me volvía a la memoria -y era frecuente- la guarania de Riera: Asunción, qué distante tu recuerdo, yo siempre entonaba con el cambio advertido. Váyale mi gratitud por esa sugerencia, y su devolución si es menester.

         De entrada, en el zaguán, se halla «PARAGUAY», el poema que brotó, en el año 50, como una necesidad biológica, acuciado por el pánico, la angustia y también la esperanza. Aún recuerdo el silencio denso, largo, que siguió a su primera lectura en la Academia Universitaria. Fue, de veras, mi poema paraguayo y por eso he querido incluirlo en este libro. Además, se ha recitado, publicado y escrito muchas veces, no siempre correcto. Aquí consta la versión auténtica. Si, a pesar de los años, pudiera alguno encontrarle vigencia y profetismo, lo consideraría cabal visto bueno.

         “MENSAJE” cierra estos poemas. Es también una pieza de aliento y tal vez demasiado didáctica. Si en algo soy maestro, al tomar contacto, de nuevo, con la juventud de esta tierra, quise tender un puente desde «PARAGUAY», histórico, circunstancial, hasta el primer reencuentro, con este mensaje más espiritual, más humano. Si la juventud es siempre nueva, no desecha los consejos añejos que se dan con amor y con tino. Desde antes de Ulises, al canto de las Sirenas es preciso oponerle ingeniosa energía.

         Dentro están los poemas que pudo inspirarme la lejanía de este querido Paraguay. Pudieron ser otros y pudieron ser más. No necesitan comentario: en ellos mismos se encierra el pensamiento.

         Sólo te pido una cosa, lector: que al espíritu crítico le infundas un poco de amor.

 

         César Alonso.

         Asunción, 1970.

 

 

 

 

 

 

 

         RAMON, EL INDIO

 

RAMON, el indio,

se llega todos los días.

Un niño le da la mano

hasta la sombra.

Bajo el mango

descansa lentamente sus andares.

Ramón, el indio, está ciego,

tiembla y está descalzo;

pero lleva un arpa vieja,

como una amante.

 

Toca una polca y teje

su ñandutí

con los hilos del arpa.

 

Sube y baja por el tiempo

de los años,

se detiene y acaricia

una cuerda de la infancia.

Se extasía.

Rasga fuerte aquel dolor

que aún le tortura.

Ramón, el indio, en el arpa,

desgrana su vida.

Del ycuá de su destino

ha brotado este ocaso remansado.

 

Desconocido juglar

con manos de callos viejos

y de finas mariposas.

Viejo músico del arpa,

ciego de cuencas huecas,

pozos de misteriosa

armonía.

Iluminada la faz por el arpegio

de todos los sinsabores,

sublimados en el arte añejo

de tejer con las estrellas

el ciego ñandutí de una visión profética.

 

Yo te escuchaba siempre,

Ramón, el indio,

con una dulcedumbre de embeleso:

la selva, el ñandutí, la sangre,

el canto de la bahía y del urutaú,

el samuhú florido, el palmeral,

la tierra,

la misteriosa entraña que afluía

a las cuencas vacías de tus ojos

por los hilos de penas de tus manos

que pulsaban el arpa de la vida.

 

Admirable juglar,

ciego profeta, que enlazabas las almas.

Iluminado vate. Ciego,

y descalzo andador de los caminos

de la rota humanidad.

Hoy te recuerdo y dejo

plasmada tu figura.

Se ha deshecho en la incuria

el busto que modeló Guggiari

cuando era un adolescente

todavía.

 

Ramón, el indio;

que siga tejiendo la vieja y nueva

armonía.

Y que canten las selvas y los ríos,

para los hombres,

la nueva canción de la esperanza.

 

 

 

         SENCILLAMENTE, ASI

 

ASI.

Sencillamente, así,

estar sentado

en un atardecer traslúcido

en que se avivan los recuerdos

y ya no sabes descifrar

las horas

en el tiempo.

 

Pasan las cosas.

Vibran

los gritos en el monte

y se alargan levemente las sombras.

 

El caballo se estira.

Luce

su pelo como un tibio sol.

Respira.

Y es su relincho como el humo

desvanecido

del pajonal lejano.

 

 

Aire delgado, fino.

Seda crujiente.

Fulgen las aguas

y en la copa del árbol

se balancean

dos pájaros que juegan

a darse picotazos.

 

Yo leo un libro de aventuras:

el Quijote.

Escudriño

el profundo sentido de una locura tan lúcida

y valiente.

¿No has visto alguna vez ese gigante

que sólo es aspavientos?

Pero este loco lucha. Es hombre

siempre.

 

El agua, el árbol,

un lento atardecer

y el canto del chohui.

 

¿No estoy en la pradera

junto al Duero?

La misma dulcedumbre, el mismo atardecer.

Un pájaro, y el agua.

El ritmo

de un pensamiento perdurable

me han llevado tan lejos,

que ya suelto mi libro

y sólo pienso.

 

 

 

         LA SANGRE DE SU ENTRAÑA

 

DAME el caballo blanco,

el caballo brioso, alto, ágil, que corría

a mi gusto.

Dame el caballo blanco de la estancia del Chaco.

Quiero ponerme al trote

y recorrer

mi tierra paraguaya.

Andar y detenerme cuando guste.

-El avión me lleva muy de prisa.

Con el coche no puedo: ¡los esteros!

y la carreta

es otro rancho andante, con demasiada

impedimenta.

 

 

¡El caballo! Quiero el caballo

blanco.

Ponle el apero.

Ponle toda la arboladura: las grupas,

la manta, el ovechá-piré

y el cuerno para el mate.

Pónselo todo:

quiero vivir con él, en andadura

y trote,

la tierra paraguaya.

 

Hala, caballo, corre, por el amanecer.

La tierra es firme.

Son tus cascos, e1el campo,

aldabonazos

que despiertan la vida.

Vuela la chotocabra; grita, tranqueando, el tero;

la piririta deja la rama

que se balancea.

 

Es bella esta tierra roja;

rezuma la sangre de su entraña: vive, espera.

 

Hala, caballo, trota.

El pajonal te llega al flanco. Es lumbre

y pudiera inflamarse en un instante.

El sol es llama. Cada tallo

es una rama incandescente.

Este crisol de mediodía

volatiliza el alma

por el campo.

Quiero llegar pronto a la isla. Pronto

que me deshago.

 

Hala, caballo, descansa.

Yo me preparo un tereré junto al ycuá.

La siesta es refrescante,

y me adhiero a la vida.

Aquí, y ahora,

en este campo de guarania.

Puedo soñar,

puedo adentrarme en el misterio

de la naturaleza.

Respirar con el aire,

vibrar con el suspiro de los pájaros,

crecer con los lapachos,

lentamente,

Saber que nuestra vida

es primero de tierra y vegetal;

que anima nuestro esfuerzo

un animal de carne y hueso.

Vivir y estar.

Estarme así, en la siesta,

con la vida primera.

Estar, estar por largo rato viendo

el caballo, la tierra, el borbotar del agua,

el pájaro,

la fiera, el cínife, la vida murmurante

de los yuyales,

la vida

en la tinaja extraña, exuberante

del tacurú calcinado.

 

¡Trepa, caballo, por la cordillera!

Admira el penacho de los cocoteros

que se destacan sobre el azul

y vibran, musicales:

arpas al viento.

¿Por qué sus púas me desgarran?

Esa maldad inesperada

que me hiere

quédese atrás y surja

la esperada loma.

La palma apunta añiles

para ti.

Disfruta y canta.

Alguno se unirá a tu confianza.

 

Tengo un poncho listado

para esta noche que alienta en la colina.

Deja ya que tu befo resople

por la yerba.

Descansa tú también, caballo.

Y me tiendo, me estiro, me dilato, gozo,

ojos al cielo.

Mi cabeza descansa

en la piel muelle. Si,

la Cruz del Sur se redondea

redonda, más redonda,

tiembla.

Mi pulso se acompasa, pulso,

igual que el pulso de la tierra.

Noche. La Cruz del Sur,

la cruz -¿redonda cruz?-

los redondeles, órbitas.

¡Qué dulce es el sopor del poncho tibio,

de la brisa,

esta noche, en esta tierra!

 

 

         TORMENTA

 

EL cielo es denso ya. El gran sofoco

llega a la plenitud.

No se respira a penas.

Salí de caza, alegre,

y ya no me sostiene el cuerpo.

Se me cae de la mano la escopeta.

 

Miro angustiado el cielo

Un cielo bajo, duro.

Pace el caballo en la pradera.

Pace.

Es todavía un animal amigo.

De repente, se arquea.

Se eriza.

Las crines flotan al viento.

La cola se redondea

y en un relincho de siglos,

estridente, atronador,

se inicia

el galopar de la tormenta.

 

Es el caballo, es la tormenta.

Blanco, el caballo electrizado, corre,

y denso, negro, preñador,

un cielo adverso

que revienta.

 

Diluvio. Fuego de ingentes hidras.

Restalla el mundo. Se estremece

la carne entera.

El pajonal se inflama. Infierno.

Telúrico pavor llena la tierra.

 

Yo, solo, anonadado, dejé la codorniz.

¡Si estaba muerta y todo acaba!

Un árbol queda.

Es mi refugio, y quiero

hacerme tronco en él. Echar raíces

que busquen las entrañas de la tierra.

 

Un rayo me cegó.

Cuando volví del pánico,

el árbol desmochado, el tronco negro,

yo temblando.

Y a mi vera, tranquilo,

pacía una yerba tierna

mi caballo.

 

 

         PARAGUAY

 

SIGO pensando en ti.

Medito.

No sé por qué te quiero.

Ignoro

si algún antepasado

cruzó tus selvas y tus ríos,

dejando sangre de mis venas

y ha germinado

en este afán inexplicable.

 

No sé lo que me atrae,

suspenso, vivo, y anhelante.

Pero sí sé lo que me duele.

El campo inmenso, solo, desertal,

los ríos.

Un -deslizar inútil, siempre

huyendo de sí mismos.

La choza, el aire.

¡Hasta me duele el cielo límpido,

tan límpido!

Me duele el ulular selvático,

el templo derruido,

y esa escuela que no existe.

El alma en carne viva,

la soledad,

el ansia remontada

y abatida.

 

URUTAU, me duele tu lúgubre "cantar"

aún no extinguido.

Me duele que el pájaro campana

no haya anidado

en todos los corazones de los niños.

 

Con todos tus caminos,

con tu esfuerzo, tus éxitos,

sigue doliéndome,

callada pena,

esa extensión tan ancha y sola,

chaqueña soledad

de inenarrables gritos,

aunque la blancaflora

me salude

con un suave aleteo

de mares fenecidos.

 

 

         CARTA

 

HOY recibí tu carta.

Era sencilla y breve.

Me decía tan sólo:

"Todas las noches, al dormir, mis hijos,

piden para que vuelvas."

Y José Antonio

ponía un garabato, rubricando

ese deseo.

 

La doblé lentamente y la guardé.

No digo más.

 

Hoy recibí tu carta.

Era sencilla y breve,

pero llena de alma.

GRACIAS.

 

 

 

         ELLOS, SI CANTAN

 

         Para Enrique Marés

 

¿COMO quieres que cante

si tengo un nudo en la garganta?

El nudo aquel de la partida.

¿No lo recuerdas? Era...

- ¿para qué recordarlo?-

la guadaña

de todas las posibles alboradas.

 

Todo posible arpegio lo he perdido,

a jirones,

prendido de los postes de la ruta tan larga.

 

No todavía. No.

Han de pasar aún días muy largos

hasta que llegue a suavizar mi pena

un ruiseñor de España.

 

Pero, entre tanto, vete:

hay otros pájaros

allí.

Cada mañana,

en un claro del bosque que era mío,

en el tejado de una casa,

si vas allí, los oirás.

Se lo encargué al salir.

¡Ellos, sí cantan!

 

 

 

         VERONICA

        

         (Para sus padres y hermanos,

         en la pena la esperanza.)

 

LO que leo me aterra:

Una lancha -Verónica- la hélice.

Que dieron un viraje

¡y se cayó!...

 

¡Verónica!

Las quince ondulaciones placenteras

de Verónica,

las quince flores de su risa,

ya marchitas.

 

Un oleaje avieso, un remolino,

el agua, el aire reluciente de unas palas,

y el latido

se acaba.

 

Verónica, ya siempre, es quince años tendidos

en la playa.

 

Cuando en tu orilla, lago,

en lento vuelo blanco, en tul de espuma,

la Efímera

se entorpecía,

sólo un presagio de tu grácil ser,

Verónica,

sólo un presagio, en el suspiro

nos decía.

 

Laguna HU, laguna

del hombre TAPAICUA,

laguna,

votivo cementerio, tumba

del indio y del ensueño del DORADO.

La ciudad Mimbipá perdió su brillo

sumergida en tus ondas.

Los huesos se ennegrecen en la orilla

y las vasijas rotas.

Un cuarajy-memby estira el cuello

y yergue

el filo de un ensueño.

 

Diminuto bajel, una preciosa talla

acosta milagrosa.

Una doncella puede

romper el sortilegio

ha bajado el azul hasta las aguas.

 

¡Ah, lago de Ipacaraí, cantado,

traidor, aleve,

laguna HU,

en vano

quisieras demostrar tu negra entraña!

ya más que nunca azul y rosa

por la gentil adolescencia

de Verónica.

 

Verónica no ha muerto.

Sigue bogando

en su vestido rosa.

Se recorta

contra los cerros de Areguá

las tardes.

Ella quiso una fiesta

y se la dieron para siempre.

No hay que llorar sino cantarla.

 

Pueden cantarla ahora las ondinas

pueden los pájaros cantarla.

Aves del paraíso: ¡trinos!

Las olas, ¡a cantar!

Habías, más habías

para las quince rosas de Verónica.

 

Lago Ipacaraí -San Bernardino-

arpa vibrante

rasgue

los surcos de tus olas

el viento de los cerros.

 

Rasgue, tejido ñandutí,

para Verónica,

una guarania, el ybyrá-pytá.

¡Verónica! ¡Verónica!

Resuene el nombre, repicado

en la iglesia del cerro

y en la iglesia de Fátima.

 

Verónica no es módulo para tu canto,

Urutaú.

Verónica es arpegio del pájaro-campana.

Verónica en las aguas.

Verónica en el viento. Verónica

en la flor de los lapachos,

en el recuerdo de un verano.

 

Verónica:

tu tierna adolescencia

no marchita,

Verónica, doncella,

ilumina las aguas.

Su murmullo es tu vida

incitante a más alta primavera.

 

 

 

         EN LA TRISTEZA DE LA LEJANIA

 

SI quieres recordar,

¿para qué tienes la pena del olvido?

Si quieres estar siempre

sumido en la tristeza de la lejanía,

no salgas del perfil de la distancia.

El recuerdo,

el olvido,

la vivencia pasada,

todo lo que es un hito de conquista

o un fardo en las espaldas,

los pájaros caídos,

los amores que brotan sin tu vista,

el rosicler y la canícula, el dulce atardecer,

el vésper encendido,

la Cruz el Sur,

-¡ah, las estrellas de la Cruz del Sur!-

¡la noche!

 

Esta ausencia acuciante,

este desdoblamiento,

este ser y no ser,

este vacío

que lentamente esculpe el tiempo

sin falla de un minuto,

es mi presencia fiel,

indestructible.

 

Si quieres recordar

¿para qué tienes la pena del olvido?

Ausencia viva y eficaz.

Sementera de surcos

en la tristeza de mi lejanía.

 

 

 

         TIERRA

 

         Para José D. y Enrique.

 

OS agradezco, amigos, este gesto

de enviarme la tierra colorada,

aún caliente de sangre y de cariño.

Ya no podrá ser nunca tierra ajena

esta tierra que cabe en el pequeño

cuenco.

Es mía para siempre.

La añoraba.

 

Es mía para siempre y puedo

esparcirla sobre esta tierra aragonesa

que endureció la helada de febrero.

 

Es mía para siempre y puedo

sembrar en ella la ilusión

de todas las espigas

que me darán la hogaza hasta el regreso.

 

Paraguay: selva y río,

latir de corazón gigante

hoy presente en mi anhelo

por esta tierra sangre

que ha pulsado a la puerta del encuentro.

 

En mi muerte de anciano,

sin lamentos,

el puñado de tierra que guardo conmovido

quiero que no se desparrame.

Lo quiero junto a mí,

sobre mi pecho:

que dé color de sangre todavía,

que no se resequen

mis huesos.

 

Es mía para siempre. Quiero

que me acompañe en la vida y en la muerte.

Tal es mi Testamento.

 

 

 

         NAVIDAD 1966

 

NO me trajo sandías el frío Madrid,

lujurioso de luces,

poblado de inmensos abetos para el turismo nórdico,

junto a nuestros Belenes.

 

El ambiente era tibio, en tu casa,

de amor y alegría,

y la suave caricia

que esparce el trayecto de los radiadores.

 

¿Te acuerdas?

Nos fuimos, de tarde, con todo el abrigo del gélido invierno,

a la plaza Mayor del ecuestre monarca,

convertida en empalme de las ilusiones.

Y compramos panderos y corcho,

casitas, palacios, el musgo y la nieve,

la Virgen María y el asno

y aquel San José, que tú querías barbudo,

y un Niño Jesús nacarino,

pero menos traslúcido que tu cara de fino alabastro.

 

Instaló tu mamá el nacimiento.

Y rezamos. Ninguno había ausente, aunque lejos,

si yo estaba allí, tras periplos de llanto,

que un día me anclaron en un Paraguay de misterios.

 

Comimos el pavo relleno, alcauciles, turrones.

Brindamos el vino de sol para todos los hombres.

Y tú sonreías burbujas de nuestro champaña.

 

Llegaron del fondo de la Gruta primera

el primer villancico de gloria,

villancicos humildes, profundos y llenos de extraña hermandad

del pueblo aún ibero, y cristiano, de toda la España.

 

Y bailó Teresita, tu hermana.

Cimbreaban su cuerpo de niña

los ritmos de todas las épocas

con misterio de pasmo litúrgico.

 

El recuerdo se vino a tu casa

y quedé pensativo, mirando el pesebre que no era

el pesebre de mis Navidades.

Tus ojos de niña, tu alma, intuyeron nostalgia.

Te conté que allá lejos,

en lugar de este frío de nieve, un calor tropical inundaba.

Que la gente del pueblo adornaba el pesebre

con todas las frutas del tiempo:

la flor de palmera, las piñas, los mangos,

sandías, sandías de mil contrahechas figuras.

También te conté que una vez, esa Noche,

en un pueblo pequeño,

llovía, llovía, tronaba con mil artificios eléctricos

y un pobre no pudo volverse a su rancho.

Los dos compartimos la humilde techumbre de la sacristía

y sentí como nunca la Paz Navideña

de un Pobre de Dios.

 

Saliste un momento a tu cuarto de estudio

y volviste.

Traías un simple papel en tus manos

y toda la vida y un mundo de ensueño en tus ojos.

Al pie de la cuna infantil se produjo el milagro:

Lucía de verde crayón una enorme sandía

y un gran cocotero de sombra ficticia velaba cual cirio

mi sacro recuerdo.

Brillaban tus ojos, buscando los míos.

Lloré de emoción y de amor y de ensueño.

 

Seguimos la fiesta.

Y esa noche de paz Navideña

se me queda prendida en el alma.

 

 

 

         CARANCHO

 

¡CARANCHO!

¡Negro carancho!

 

Manada graznadora.

Incitación inútil de envergaduras muertas.

La sombra que se abate.

¿Qué estridencia de fatal presagio

ha traído tu negruzca audacia?

 

¡Carancho, mal carancho! ¿Pájaro, hombre?

La malicia y la saña

toda la intriga, rémora,

masoquismo cruel, cebado en los pimpollos de la aurora,

destripador del ansia.

Cuando la noche es noche de preñada guerra

y cuando el día es noche de truncadas albas.

Alas sin viento - plomo,

desgarradora metralla

que siega el tallo de las esperanzas.

 

¡Carancho - mal carancho!

El cisne negro

aún tiene la finura de su cuello ondulado.

Tú, sólo la negrura en el acecho de la podredumbre,

graznador

atractivo y repugnante.

 

¡Mátame los caranchos!

Afuera ese latir de alas inútil

que tienen la finura de una garza

y llevan en la entraña la podrida esperanza.

 

¡Mátame los caranchos!

¡Quítame la negrura!

¡Fuera ya, de una vez, la hipocresía

de los anfiteatros!

 

Dame la vida entera que empieza, lucha y crece,

y al acabarse

vuelve a empezar en los surcos de lágrimas y rejas.

¡Que dejen de graznar los agoreros,

que despejen el paso,

que no posen sus garras

en la espadaña del guahó florido!

 

¡Garzas rosadas!

Garzas, en el trajín del pueblo.

 

 

 

         15 DE AGOSTO

 

DESTARTALADOS bergantines, flecha

de la ansiedad en cuerpos ya rendidos,

ese -quince de agosto anclan la fecha

que es punto y cruz y alba reunidos.

 

La audacia ha dominado la deshecha

materia, insinuante en dulces nidos.

Para su amor era la mar estrecha.

Llegan exhaustos pero no vencidos.

 

Asunción ha brotado de la angustia:

choque de ensueños y desesperanzas

muellemente tendida, a veces mustia.

 

El vertical velamen del navío

le hacía entonces recobrar sus lanzas

y sembrar otros pueblos con más brío.

 

 

 

         EN EL CRISTAL DE GARCILASO

 

         Para José y María Teresa.

 

HAY un HORSTAL en el camino

entre Nimes y Cannes.

Es cerca de Le Muy

donde lanzaron una piedra

a Garcilaso.

El joven Caballero

quiso vengar a su señor

con sólo el pecho.

Quedó tan malherido

que compuso los versos más sinceros

de su vida;

los que fluyeron con su sangre:

"Llévame junto el mal que me dejaste."

 

Yo estoy con los amigos

y no hablo.

¡Es un atardecer tan cristalino!

Saboreo

el vino claro de Provenza

a sorbos lentos.

 

Le Muy. La tarde. Garcilaso. Amigos

y la serenidad.

Esta reliquia griega,

este sabor de siempre, reencontrado

en el aire sutil,

me rememora la Academia.

Aquella tan lejana

que vio las "Flores de lapacho"

exóticas,

junto a la flor de Gnido,

en el cristal de Garcilaso.

 

¡Qué limpidez el vino de Provenza,

qué limpidez la tarde!

Qué límpida, qué tibia esta amistad

que nos tiene sentados

en el tranquilo HORSTAL.

 

¡Dulce humanismo de estos valles!

Auténtica y sencilla búsqueda

de estos aires de raso

para el bochorno de Asunción.

Y para la vorágine

este equilibrio de los siglos.

 

No es necesario hablar.

El diálogo persiste

soterrado.

Y cuando regreséis,

José, María Teresa,

vais a llevar al Paraguay,

junto con mi nostalgia,

el aire, el vino, la cultura de esta tierra.

 

 

 

         MÁS CERCANO

 

HAY una voz callada en el sendero

que se filtra en las venas,

y en su pulso

percibes que es verdad.

Aunque se tarde.

 

Podrán pasar los años

lentamente,

y faltar la cigüeña a la cita, en febrero,

de su campanario.

San Blas me dará nieves, lentas nieves,

pero queda

una hoguera encendida en los lapachos

que enardece los rastrojos.

 

Este extraño San Blas dualizado

anuncia

el canto de los pájaros y orquesta el cigarral

de primavera.

En el deshielo,

botón audaz de solear maduro,

la segura ansiedad

rompe el blindado cerco y surge

la flor inesperada.

 

El sol, la nieve y el rastrojo. Llamas.

Un árbol ha crecido, y a su sombra

volverán a cantar todos los pájaros.

 

Hay una voz callada en el sendero.

El pulso

late en toda mi alma.

Estoy seguro.

 

 

 

         UN ARPA EN LAMBARE

 

         Para Guggiari.

 

         1) Una historia lejana.

 

ES verdad para mí:

su música ha llegado a mis oídos.

El cerro Lambaré, con el arpa gigante,

por fin se ha estremecido.

Y las torres de mi Zaragoza

se hicieron el eco de tu ensoñación.

 

Un delirio entrañable: se licuaba mi alma en la

risa y el llanto, brotaba la ira, silbaba la flecha

que Góngora dijo del Paraguay flechero.

Amores y guerras y raza indomable: caciques, hidalgos,

mujer cimbreante rendida, si el arco cimbrea y

la flecha devuelve el camino.

Trocado el veneno, sin muerte, hay un llanto

nativo infantil, que jamás se había oído,

y creció el Paraguay. Maduró nueva fruta.

El lapacho produjo, porque era preciso encontrarlo,

la flor amarilla del oro que no era El Dorado.

Se alzó el cocotero, el hito incitante del doncel de la tierra.

Y el indio aprendió a decir naranjales.

 

         2) El arpa y las torres.

 

EL arpa gigante del hierro del arte,

en la cumbre del cerro

vibraba,

gemía,

cantaba

al impulso de todos los vientos.

Y el río llevaba sus ondas a lomos del burro trotero,

del bote en susurro.

Los mbiguas, yerutíes, las garzas y todos los peces

decían la misma corriente musical abajo.

En el gran estuario que aún guarda barrancas de adentro,

las olas y las gaviotas, los delfines y peces alados,

rompieron su voz mensajera contra los acantilados.

Por los tibios aromas lusitanos, por la diáfana sierra,

las voces sonoras del Cerro llegaron al Moncayo.

Y todas las torres de mi Zaragoza

vibraban, gemían, cantaban,

y esparcían su voz por las calles, el "tubo" resonante

de faroles y de esquinas y bodegas, hasta la frente coronada,

en el cabezo, de Alfonso el Batallador.

Rugió el león que dormitaba, custodiándolo.

Las alamedas y las flores y las fuentes del Parque

temblaban y reían y lanzaban más altos surtidores.

No fue el desvelo de una noche. Era verdad.

Era la torre de la Catedral, rojiza, rusa.

Eran las cuatro hermanas del Pilar, los campaniles

que emergen de dos azulejos.

Era la torre de San Juan de los Panetes, doblada

al paso de la cantada historia.

La torre maciza de las murallas Cesaraugustanas.

Era San Pablo, Santa Engracia,

todas las filigranas contagiadas de las torres mudéjares.

Era la torre alfanje del Aljafaín y hasta la torre

en vidro, nueva, de las Exposiciones.

 

         3) Dos razas se hermanan.

 

TODO traía el resonar del arpa.

Toda la historia de un común acervo.

Pudo el cacique Lambaré tener su estatua en el Cabezo.

Pudo Alfonso I batallar por las selvas.

Isabel de Castilla, Marina, Isabel de Contreras,

Irala, Caracará y Juan de Zalazar y el clérigo andariego.

Cuantos innominados fueron y encontraron.

Todos: su entretejer de vida,

sus flechas, sus espadas,

anhelantes y humildes, sus proezas ocultas de simientes,

todos eran cantos seculares, Hermán.

Toda una historia que precisa el Arpa Gigante,

geográfica, de dos hemisferios.

Y que debe surgir, impetuosa y dulce, de las entrañas

vívidas del Lambaré,

con tu proyecto.

 

         4) La música entera.

 

ARPAS de indios -¿arpas?-  Sí, todo arrullo de palomas,

el beso, el celo, el llanto.

El violín del misionero, el órgano de cañas.

La música remota del tambor, de los talones

que golpearon la tierra,

la guzla y el laúl y la guitarra y las trompas y clarines,

las guaranias de Flores, y la música de todos los artistas,

de tu tierra y mi tierra,

la del indio Ramón.

Y aquella filigrana, en ñanduti, que nos produjo,

en la Academia Juan Albino Quiñones.

Sí, todo el arte, en el arpa gigante de la Historia

alzada en la cumbre solitaria del Cerro Lambaré,

atalaya y vigía de naciones hermanas.

 

         5) De la Capuera al Clavileño.

 

YO ya no quiero maldecir a nadie, si lo hice una vez, indignado,

cuando la juventud no quiso aceptar la consigna:

¡Hasta la Cruz del Sur!

No quiero que lloren más pájaros negros, ¡ni cisnes!

Que todos adunen la voz y preparen la gran sinfonía.

Tú, alza en el Cerro, en el viento, Herman,

el arpa gigante de tu ensoñación.

De la tierra rojiza, del "árbol, del agua, del poncho

raído y de listas,

de la humilde carreta y del auto,

del campo y la urbe,

del humo amoroso del rancho y el fuego de las altas chimeneas.

Sin andar a la zaga de nada,

tu arpa en el Cerro que es linde y vigía

resuene,

module,

se encrespe;

que llore y aúlle, si llega el momento,

y anuncie a las gentes la vida de un pueblo

que sabe pisar muy despacio el sendero que va a la Capuera

y subirse, no a ciegas, en cualquier Clavileño.

 

 

 

 

 

INDICE

 

Dos palabras

Paraguay (I), (II), (III), (IV)

Presentimiento

Qué cercano tu recuerdo

Ramón, el indio

Sencillamente, así

La sangre de su entraña

Tormenta

Paraguay

Carta

Ellos, sí cantan

Verónica

En la tristeza de la lejanía

Tierra

Navidad, 1966

Carancho

15 de agosto

En el cristal de Garcilaso

Más cercano

Un arpa en Lambaré

1. Una historia lejana

2. El arpa y las torres

3. Dos razas se hermanan

4. La música entera

5. De la Capuera al Clavileño

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Mensaje a los bachilleres de 1967 

 

 

ENLACE A DOCUMENTO DE LECTURA RECOMENDADA

 

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ANTOLOGÍA POÉTICA de CÉSAR ALONSO DE LAS HERAS
 
COLECCION GRANDES POETAS PARAGUAYOS
 
Editorial El Lector - Asunción – Paraguay 1997





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