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MONTSERRAT ÁLVAREZ

  EL TIEMPO NUBLADO - Por MONTSERRAT ÁLVAREZ - Domingo, 06 de Marzo de 2016


EL TIEMPO NUBLADO - Por MONTSERRAT ÁLVAREZ - Domingo, 06 de Marzo de 2016

EL TIEMPO NUBLADO

 

  Por MONTSERRAT ÁLVAREZ

 

montserrat.alvarez@abc.com.py

El tiempo nublado, documental dirigido por la cineasta radicada en Basilea Aramí Ullón (Asunción, 1978), y ya proyectado en el Filmpodium suizo, en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana y en el Karlovy Vary checo, entre otros encuentros internacionales, acaba de ser exhibido nuevamente esta semana en nuestra capital, en el Centro Cultural Paraguayo Americano. Aramí Ullón ha cursado estudios en el Boston Film and Video Foundation. El tiempo nublado, coproducción paraguayo-suiza, es su primera película.

Aún no estoy segura de que esto sea relevante, pero prefiero no omitir el hecho de que fui al cine a ver El tiempo nublado con toda clase de prejuicios en contra de una película de cuya proyección me disponía a salir con una contradictoria mezcla de aburrimiento con furia, con algo así como un ataque de bostezos iracundos. El contenido de algún que otro comentario desfavorable, pero, sobre todo, el de una gran cantidad de comentarios elogiosos y de reseñas impresas me había hecho prever una telenovela en tiempo real con sollozos grabados y moraleja incluida que no le interesaría ni a mi abuela. No lo digo, desde luego, porque el tema del abandono social y el desamparo de las personas de la tercera edad no concierna directamente a toda abuela y, por ende, directa o indirectamente, no nos concierna, en realidad, a todos; ni tampoco, mucho menos, lo digo porque sea un tema irrelevante, sino porque el mérito de cualquier obra cinematográfica, pictórica, musical, literaria o de la índole que sea, no tiene la menos relación con la importancia del tema. Sin embargo, todo cuanto había leído y escuchado, tanto para cuestionar, o aun para deplorar, la película, como para aplaudirla, incluidas unas cuantas declaraciones de la propia directora en diversas entrevistas a medios de prensa locales y extranjeros, parecía remitir primaria y fundamentalmente al tema, lo cual, al ser, francamente, de una banalidad poco auspiciosa, me daba motivos para el pesimismo.

Una vez en la sala, para mi sorpresa, al cabo de unos pocos minutos, percibí, y luego, a lo largo del resto de la proyección, confirmé, que el tema no era ese.

El tiempo nublado era la clave, a un tiempo obvia e inadvertida –como esa carta que en el cuento de Poe está tan a la vista de todos que nadie la ve–, de la película. El tiempo nublado, no como metáfora que saltara del plano meteorológico al psicológico, sino como metonimia que desplazara los límites de la designación (en la que consistía, como título) al campo (o al fuera de campo) excéntrico de las posibilidades, que por definición no tienen límites.

Ese tiempo nublado de la memoria propia y ajena, de la identidad, de la pérdida como proceso actual y presentido, de la mente evanescente de la madre –y de todos nosotros, mortales condenados a apagarnos–, de las trayectorias enigmáticas de la gente, de sus decisiones, de sus mágicos cruces, de la atmósfera también, desde luego, de la materia sonora y visual que le da realidad cinematográfica en la cinta, y de lo arbitrario, de lo aleatorio, de lo oculto.

El tiempo nublado de las rutinas e historias de las personas filmadas o nombradas, clima simbólico que a lo largo de la película, por elipsis, las mantiene presentes de modo tácito, esto es, incluso en la forma paradójica de la ausencia, asimilándolas a los lugares vividos para hacer de sus escenarios físicos los espacios interiores de la subjetividad.

Por eso, los mínimos ruidos cotidianos del ambiente, la respiración, el posarse de un utensilio en una mesa tienen ese peso extraño y peculiar en El tiempo nublado: porque el sonido permite abrir en la mente del espectador espacios a los cuales la imagen no llega –a los cuales no puede llegar, porque esos espacios están adentro, y no al alcance del ojo, es decir, afuera–. Así, los enlaces y los roces entre esas imágenes y sonidos, entre los mil fragmentos matéricos de la existencia ordinaria, unifican oscuramente la película en una suerte de sinécdoque que sugiere un todo siempre por ser inferido desde sus partes.

Se cuestionó, en los días de su estreno en Asunción, el carácter documental del filme; un cuestionamiento que, a priori, meses atrás, me había parecido interesante, pero que, ya en la sala, y desde los primeros minutos de la película, encontré extemporáneo. Era evidente, para comenzar, que en El tiempo nublado la sucesión de los hechos no estaba dictada por leyes causales y que no habría –y no lo hubo, en efecto– un «The End» que respondiera a la necesidad literaria de «cerrar» la historia: los acontecimientos se muestran en El tiempo nublado como parte del flujo de la existencia y como moldeados por las circunstancias del rodaje mismo, lo cual ilustra la experiencia tal como se da realmente, sin un relato que la organice desde el exterior, y, en este sentido, considero que en El tiempo nublado la forma documental es una elección estética que permite cierta primacía del azar –y, con ello, de lo real– sobre las estructuras dramáticas, a la vez que permite, del mismo modo, la aparición de una especie de valor sordo y subterráneo de las cosas, los escenarios, los acontecimientos, sin suprimir con ello las ambigüedades que les son por naturaleza inherentes.

Se trataba, percibí, pues, de una elección estética coherente con el traslado a la cinta de la textura sonora de la vida cotidiana, y con la captura en la cinta del espacio acústico, y no solo del visual.

En cuanto a este último aspecto, el visual, en El tiempo nublado dicha elección de la forma documental permite que rostro, cuerpo, mirada, porte, movimientos, pausas, ademanes, voz, expresen la interioridad de las personas que intervienen en el filme de un modo que no hubiera sido posible lograr con los parlamentos y los diálogos del guion de un filme no documental.

La cámara de Aramí Ullón se presentó a mis ojos como un testigo paciente, calmo, fiable; testigo de los datos sensoriales que el azar envía siempre, testigo de lo real tal como se da en la acción y en el curso mismo, en este caso, del propio proceso fílmico, y, en esa medida, encuentro en la película de Aramí Ullón un documento veraz en lo que respecta a la atención y el registro de los lugares, las presencias, las palabras dichas.

Palabras que no son, en este filme, importantes tanto en términos lingüísticos, es decir, no tanto por su transparencia de signos que portan y comunican contenidos, cuanto por su carácter elemental y oscuro de sustancia sonora, y esto es, en última instancia, lo que El tiempo nublado persigue y trata de atrapar, la opacidad de todo, incluidas las palabras consideradas de esta forma.

Por el mismo motivo, lo visual está en el filme más vivo como –nublado– clima (exterior y mental) que como cualidad estética de las imágenes –cualidad, no obstante, lograda, aunque nunca prioritaria–: las huellas de las voces, las marcas de los rostros, grabadas unas y otras en la cinta, son el borroso, empañado objeto del deseo, los indicios de la elusiva singularidad humana –la de la madre, en primer término, y la propia y humana en general, por extensión–, tan fugaz, tan imprecisa.

La forma documental es la elección estética, a mi juicio, adecuada, ya que permite prescindir de personajes preparados para rastrear en las personas manos, gestos y silencios, sus huellas en la arena, e intentar preservar algo de lo fugitivo, de lo que a cada segundo desaparece, antes de que lo devore el tiempo.

La forma documental como elección estética permite prescindir de la puesta en escena, del vestuario, del maquillaje, de la ambientación, de la utilería y, principalmente, de los actores, para atender a las sutiles, ínfimas, desapercibidas relaciones de las personas con sus espacios, con sus objetos, con los demás, consigo mismas.

Para atender, en fin, a las luces, las penumbras, los vacíos de sus horas, de sus habitaciones, de sus calmas, de sus angustias, de sus rutinas, sin dirigir la atención del espectador hacia un sentido o una interpretación pensados de antemano: estamos, así, frente a la intención paradójica de no tener intención alguna, y si hay una paradoja inherente a todo documental, es esta. Gracias a tal elección, la densidad de los seres, lo insondable de la consciencia, la sobreabundancia de sentido del mundo son lo que El tiempo nublado respeta, por sobre todo, en su praxis fílmica.

No pude confirmar, por ende, los prejuicios que –como confesaba hace un momento, al comenzar a escribir este artículo– tenía contra la película, ya que en la sala de cine me encontré con esa belleza inesperada que se refugia en los suburbios de lo real, que merodea en las misteriosas periferias de la vida, que enciende súbitamente el instante fugitivo de los humildes esplendores de la materia.

 

Fuente: Suplemento Cultural de ABC Color

Domingo, 06 de Marzo de 2016

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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