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VERÓNICA ROJAS SCHEFFER

  LADRIDOS, 2000 - Cuento de VERÓNICA ROJAS SCHEFFER


LADRIDOS, 2000 - Cuento de VERÓNICA ROJAS SCHEFFER

LADRIDOS

Cuento de VERÓNICA ROJAS SCHEFFER

 

2000 se le otorga el Primer Premio de la categoría Menores de 25 años

en el 6º Concurso de Cuentos del Club Centenario

 

Gritos golpes alaridos lejanos ladridos lejanos pasos apurados pasos que corren pasos pesados golpes quejidos desesperados golpes patadas pisadas golpes A lo lejos un perro aúlla.

En mi mano palpita una luciérnaga gorda y tibia. Beso la luciérnaga y ella absorbe lentamente mi mente; ya casi absorbe también mi alma, y la oscuridad devora despacito todo.

Frío bajo la limpia sábana clara del cielo de junio. Los portones de la facultad abiertos y nosotros, siendo tragados como cada mañana hacia el estómago húmedo de las aulas viejas.

En las grietas de las paredes se esconden sueños ajenos. Por ahora los nuestros todavía se esconden en los corazones.

Apiñados, apretados, casi asfixiados por el olor a sudor, a miedo, como a bicho muerto. Un olor que trepa por las paredes medio vestidas de verde, y penetra con violencia en cada uno de nosotros. Nadie habla, pero no por temor. Simplemente nos dijimos ya absolutamente todo, a pesar de que algunos de nosotros no nos hemos visto jamás. Hay un hilo invisible que une nuestras almas.

Sentimos como se tensa el hilo cada vez que ellos se llevan a alguno por el pasillo.

Un fuerte olor a orín se prende tercamente de la pesada oscuridad.

Hoy es el día, decimos en voz baja, pero con los corazones latiendo apresuradamente bajo sus mordazas de alambre de púas. Lo decimos cada día como un mal verso, con la esperanza de que sólo sea un cuento triste; otro más.

Así como los cuentos de compañeros invisibles que se van; no se van al campo, no se van al exterior, como queremos creer; sólo se van, esfumándose como la respiración de la luciérnaga que me sigue acompañando.

Cada vez somos menos, y los espacios ende nosotros ya se han comido de antemano todas las palabras, todas las frases y muchas de las lágrimas.

La luciérnaga da un suspiro largo, un suspiro hacia adentro, y me insufla su aliento como para inflar-me de ánimo. Yo sólo siento las mordidas del temor, que se atraganta comiendo vorazmente los trozos de mi alma magullada. Por la cinta sucia del pasillo, pasos que se acercan. Cerca, en algún lugar remoto, se escuchan sollozos. Gritos sollozos quejidos sollozos y silencio. Cerca, pero en un mundo ya muy lejano, los perros ladran.

Salimos con pasos grandes de la gran casa, casa de estudios, con la fresca manta celeste aún sobre nuestras cabezas. Cantamos, gritamos y, avanzamos, y los alambres en los corazones se desatan, se despegan de las heridas por un momento. Los ideales se pasean sobre los gritos y, descansan sobre los cantos, flotan vuelan nacen en un parto violento, sangriento, glorioso, de sensaciones encontradas. Se hacen de casa en nuestras palabras, grandes como abismos y claras como amaneceres lejanos.

Hasta que se ven las esferas de los cascos como flotando en medio de los gritos. Pequeñas esferas de la Policía de la Capital que son como agujeros negros; que rompen, que golpean, que ponen en libertad pequeños ríos rojizos refugiados en nuestros cuerpos, haciendo surgir cascadas y remansos sin playa. Nuestra casa grande no nos puede proteger: un gran virus de podredumbre anida en su cabeza; él es uno más de ellos. Éste cierra estruendosamente los portones, y quedarnos encerrados en el vacío inmenso de la calle.

Nos vamos quedando solos, mi luciérnaga y yo. Ella cada vez más pequeña. Yo cada vez más vacía, como si este espacio voraz también se estuviera alimentando de mi carne. Hago que una pequeña esfera de luz amarillenta titile en la oscuridad; lucha un poco, luego la oscuridad la vence y se traga a su presa como en un ritual de victoria. Lentamente, mi miedo se adormece en algún rincón allá adentro.

La fresca mañana fue el cascarón del que nació una tarde tibia y rosada. Vinieron ellos, serios y fríos, y hablaron mucho con muy pocas palabras, demasiada información en los ojos inyectados. Ese era el día. Sus garras tenazas no me permitieron enjugar las lágrimas de mi madre mientras me llevaban desde mi blando hogar hacia la dureza de lo desconocido. No había donde ocultarse. Sólo una luciérnaga dormía en el bolsillo de mi camisa.

Doy un último beso a la luciérnaga aromática. Una garra pesada se aferra a mi brazo, y el aliento de mi luciérnaga lo llena todo, espacio, mente y alma. Otra garra manotea en el aire, apartando los últimos hilos grises que flotan. Otra me arrebata la luciérnaga y apaga su farol de un pisotón.

Con un empujón violento siento que me lanzan al olvido.

 

Fuente: TIERRA MENGUANTE. Cuentos de VERÓNICA ROJAS SCHEFER. Editado con los auspicios del FONDEC. Diseño de tapa: CECILIA ROJAS. Asunción – Paraguay, Julio 2010 (105 páginas)






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