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TALLER CUENTO BREVE

  VERDAD Y FANTASÍA (TALLER CUENTO BREVE, 1995)


VERDAD Y FANTASÍA (TALLER CUENTO BREVE, 1995)
VERDAD Y FANTASÍA
TALLER CUENTO BREVE
Dirección y prólogo:
HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
(Enlace a datos biográficos y obras
En la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
© Taller Cuento Breve
QR Producciones Gráficas
Asunción – Paraguay,
Mayo de 1995 (194 páginas)

 

PRÓLOGO
"Sin una base de realidad, no puede existir el arte.
El artista puede crear una realidad suya;
pero esa realidad ha de ser paralela a la otra,
no contradictoria"
AZORÍN

 
 

El Taller Cuento Breve publica este año su sexto volumen colectivo bajo el título de VERDAD Y FANTASÍA. ¿Es necesario explicar por qué la nueva obra se titula así? ¿No sería muy difícil que una obra de ficción prescindiera totalmente de aspectos verdaderos de lo que llamamos realidad y que aquí denominamos verdad como opuesta a lo que es mentira? ¿Es concebible que una obra de ficción carezca de fantasía?
 
En estos trabajos literarios verdad y fantasía van de la mano. Demos uno o dos ejemplos. Consideremos "LA ODISEA DEL REGRESO'' de DIANA PARDO DE CARUGATI. En más de una reunión del Taller, LA ODISEA DE HOMERO fue leída y comentada no en su totalidad sino en sus cantos más hermosos. Era de esperar que una obra monumental como el antiquísimo poema, cuyo estudio era recomendado con insistencia a todos y cada uno de los miembros del Taller en sus horas de ocio, inspirase alguna glosa, algún relato de tema más o menos afín al de las aventuras del héroe griego.
El desafío era incitante. El poema relata el regreso de Ulises -que en griego es Odiseo- a Itaca después de una guerra legendaria. El cuento de ambientación paraguaya que escribe Dirma Pardo de Carugati ha de tener una guerra y un superviviente de esa guerra que regresa a su casa -a su palacio en el caso de Ulises- Odiseo; palacio en la isla de Itaca.
 
¿Cómo llamará la autora al guerrero paraguayo que retorna, después de una guerra, a su hogar? La autora se complace en establecer paralelismos reminiscentes de la epopeya homérica. Eliseo, su protagonista paraguayo suena como Odiseo. ¿Y cuál será el nombre del pueblo natal de Eliseo? Pues la Itaca de Homero se convierte en la muy real ltauguá del Paraguay. En Homero el hijo de Odiseo se llama Telémaco; en el cuento de Dirma; Teófilo. La fiel Penélope, por su parte, será Petronila. Odiseo el Laertíada, llega a su palacio de Itaca disfrazado de mendigo, vestido de harapos; el paraguayo Eliseo a su vez regresa a su hogar vistiendo harapos, aunque no lo hace intencionadamente como el ingenioso Laertíada. Pues Eliseo, que viene de Cerro Corá, no puede lucir un uniforme en buen estado...
 
Obvio es que este último párrafo alude al hecho de que la guerra de la Triple Alianza es la que "sustituye" a la guerra de Troya. Como se ve, en el muy fantaseado cuento de Dirma Pardo el inventado Eliseo se mueve entre realidades verdaderas, si así puede decirse: Cerro Corá e Itauguá existen en la realidad. Las imágenes de estas realidades en la mente de la autora han sido decisivas para urdir su ficción.
 
Para crear, pues, un Odiseo subtropical tenía Dirma que recurrir a realidades humanas paraguayas, esto es, a una compleja amalgama de realidad, de fantasía, de juego poético. El Ulises de Dirma ha sido soñado, digamos, para servirnos de una expresión cara a Unamuno, con intuiciones de uno o más campesinos paraguayos y con emociones trágicas que ofrece la Epopeya atroz de 1864 a 1870.
 
De este modo la fantasía ha intervenido activamente fundiendo reminiscencias de realidades humanas concretas y de sucesos históricos apenas centenarios con sucesos legendarios milenarios. Eliseo es, sí, de Itauguá, Paraguay; pero también, de manera ilusoria es Ulises, rey de Itaca, marido de Penélope y padre de Telémaco. A la receptividad del lector, más o menos enérgica y recreadora, se ofrece este haz de figuraciones.
 
El lector debe averiguar por su cuenta qué acontece en la casa de Itauguá cuando Eliseo, vistiendo los susodichos harapos como Ulises, corre a los brazos de su Penélope, la fiel Petronila, la infeliz Petronila, que había desahuciado a pretendientes -como la reina griega- a su mano de esposa, acaso ya viuda, cuyo marido luchaba en batallas gigantescas...
 
Y entonces caerá en la cuenta de la sutil urdimbre de múltiples realidades y fantasías que han dado vida a esta ficción.
 
Otro ejemplo de cómo en estos relatos se mezcla la verdad - léase realidad- y la fantasía nos ofrece YULA RIQUELME DE MOLINAS, una de nuestras más inspiradas talleristas.
 
Yula un día pasea por Areguá y recorre lentamente la calle principal del poético pueblo. A Yula le llama la atención una hermosa casa vieja, una casa descuidada, melancólica, sumida en un silencio que imagina luctuoso. La escritora experimenta una honda emoción ante el espectáculo de una inminente ruina y la evocación de días felices, días del tiempo en que Areguá era la villa favorita de los veraneantes. Esta casa antes opulenta y hoy abandonada, le habla de decadencia, de infortunio, de muerte. A Yula le informan de lo que en Areguá se sabe acerca de la casa que amenaza ruina. Una dama distinguida, venida a menos, había sido dueña de esa casa. Esto bastó para inspirar el cuento y Yula inventa toda una historia de la dama y de un piano en que ella, sin que nadie lo supiera, fue guardando, bajo llave, la llave del piano, se entiende, riquezas considerables en joya, que un tiempo lució, allá en los días felices.
 
El piano, silencioso, guarda el secreto del tesoro oculto. El pueblo, Areguá, escenario de la ficción de Yula; la casa, los tristes jardines que nadie cuida, todo esto es realidad vista y sentida por la artista. Lo demás es todo fantasía en "LA DUEÑA DEL PIANO".
 
La disquisición que precede tiene mucho de perogrullesca. Nos da pie sin embargo para indicar una consigna del Taller. Es ésta: atenerse a lo conocido, a lo observado por el escritor, a las realidades al alcance de su experiencia auténtica y sólo entonces remontar el vuelo de la fantasía. Dicho de otro modo: se incita a no incurrir en exotismos, a no dramatizar temas ni a describir situaciones muy ajenas al mundo en que vivimos. Una vez cumplido este requisito, la fantasía puede instalarse en lo real y metamorfosearlo. De aquí que se estimule a escribir sobre gentes y sucesos de la cultura en que estamos inmersos y que no se aconseje la redacción de cuentos sobre esquimales o sobre sumerios.
 
¿Qué ha acontecido en el Taller y en las actividades tallerescas desde la publicación del último libro colectivo? Pues aparte de los muchos premios que han ganado las tallerislas (cosa que ya parece un acontecer rutinario), hay que subrayar el hecho de que el Taller, sin proponérselo, ha conquistado prestigio intelectual y social en el país, no sólo en Asunción y en Villarrica donde ha presentado libros y dado conferencias.
 
No hay que olvidar tampoco que el Taller Cuento Breve y la Sociedad de Amigos de la Academia Paraguaya de la Lengua Española son casi la misma entidad; casi ; digo porque la gran mayoría de los integrantes de la nombrada Sociedad son miembros del Taller. Por otra parte, la Sociedad de Amigos de la Academia se ha fundado en el mismo local en que funciona el Taller. Aquí no enumeraremos los beneficios que la Academia ha recibido de la Sociedad. Sólo hay que hacer constar que la Academia ha organizado cursos de lengua española, cursos que han tenido un éxito insospechable. Tres profesoras han dictado en 1994 los aludidos cursos; dos de ellas pertenecen a la Sociedad de Amigos y, claro está, al Taller Cuento Breve. Entre los estudiantes de estos cursos hay quienes han viajado a sus clases desde Coronel Oviedo y otras distantes ciudades y que figuran entre los más puntuales.
HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
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ÍNDICE,
PRÓLOGO DE HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
 
*. STELLA M. BLANCO DE SAGUIER : LA TIERRA DE CATALINA
 
*. MARÍA BEATRIZ BOSIO : AUSENCIA/ CORRUPCIÓN
 
*. MARÍA LUISA BOLO : MONÓLOGO DE UN RELOJ/ UNA PLAZA Y UNA SOMBRA
 
*. SUSANA GERTOPÁN  : LOS PRIMOS DE SANGRE/ 7285
 
*. MAYBELL LEBRÓN DE NETTO : ORGULLO DE FAMILIA/  OFRENDA
 
*. LUCY MENDONÇA DE SPINZI : INTEMPERIE
 
*. LUISA MORENO DE CABAGLIO : SOMBRAS HUIDIZAS
 
*. GLORIA PAIVA : PUEBLO REDONDO
 
*. DIRMA PARDO DE CARUGATI : LA ODISEA DEL REGRESO/ ¿QUIÉN ERES, CÓMO ESTÁS, QUÉ NECESITAS?
 
*. MARGARITA PRIETO YEGROS :  SEPARACIÓN DE LIBROS/ MÁS ALLÁ DEL TIEMPO
 
*. SUSANA RIQUELME DE BISSO : ANASTASIA/  TRES CARTAS
 
*. YULA RIQUELME DE MOLINAS : EL OTRO COLOR/ LA DUEÑA DEL PIANO
 
*. ITA YOFFE DE QUIROZ : EL AUTO NUEVO/ MIMO.

 
 
 

STELLA M. BLANCO DE SAGUIER

La actividad literaria se produce en ella, en medio de su profesión de arquitecta, y de su docencia continua.

Mantiene afanosamente la coordinación del Taller Cuento Breve, desde su creación y activa en la organización de Eventos Culturales.

Tiene publicados sus cuentos en los libros del Taller y ha obtenido premios como el del "Primer Concurso Nacional de Cuentos", organizado por el Diario última Hora, con el título de: "Las huellas del silencio". También en el concurso: "Homenaje a Néstor Romero Valdovinos", organizado por el Diario Hoy, con su cuento: "No vuelvas a llorar". Otro premio en el concurso literario de cuentos cortos: "Veuve Clicquot-Ponsardin", con el nombre de "Una advertencia".

Sus energías le exigen crear y ella se introduce y participa complacida en esa actividad que la hace feliz, por eso nos dice: ¡Continuaré!

 

LA TIERRA DE CATALINA

Descendió del ómnibus y de él bajó un canasto redondo y chato, un bolsón mediano, pesado y una nena de tres o cuatro años.

El viento sur les llegó salvaje. Madre e hija acomodaron naranjas, mandarinas y zapallitos, lechugas, zanahorias, choclos, mandioca y queso Paraguay. ¿Qué más?

El bolsón esperaba en el suelo y en él Catalina consiguió lo que faltaba: harina de maíz.

Las pequeñas y delgadas manos de la nena, con precoz agilidad acomodaron la variada mercancía. El menudo cuerpo se dobló y ayudó; el canasto ascendió hasta el nudillo bien instalado en la cabeza de la madre.

El bolsón cuadrado colgaba ahora de esa firmeza que era la mano de Catalina y él parecía contento en ese vaivén mezcla de viento y compás de la mujer.

Este lugar al cual llegaban, era un barrio cercano a la frontera.

La mujer miró bien atenta a uno y otro lado de la avenida, a esa misma hora, todos los días, una roja y veloz camioneta interrumpía el tránsito, alejándose hacia los límites del territorio. Catalina razonaba extrañada la caprichosa costumbre de este vehículo, el cual aceleraba justo en la esquina donde ella se encontraba.

Cruzaron. La vereda esperaba acostumbrada esas arriesgadas pisadas.

Ahora en lugar seguro separó la mano pequeña de la suya. El primer timbre con suave eficacia, respondió al toque de la vendedora. Un ladrido amistoso las recibió y agradecida Catalina respondió a ese saludo acariciando entre los barrotes de las verjas la cabeza del hermoso perro. El canasto descendió y la pequeña acomodó de nuevo la múltiple mercancía y su mirada jugó feliz con los muchos colores de esos variados productos; los cuales tan contentos iban paseando en el cómodo transporte.

El portón se abrió; en la mano de la señora Adela, resplandecía un gran trozo dorado de bizcochuelo, el cual con un escondido sacrificio sonreía a esa morena y expectante carita, quien lo recibió como a su mejor amigo.

Catalina era fundamentalmente buena relatora y en doña Adela, depositaba su confianza.

Así la vendedora comenzó a detallar, cómo esa madrugada, en el gran mercado había obtenido buenos productos a mejores precios. De qué manera el fin de semana último pudo comprar y trasladar desde la Capital a su pueblo la cocina de gas. Sabía ahorrar y también supo hacer estudiar y trabajar a sus hijos. No hablaba bien el castellano, pero aseguraba que los suyos ya lo hablaban mejor, desde que la profesora Margarita iba todos los sábados al pueblo.

Catalina estaba contenta con esta maestra porque de ella se podían obtener muchos y nuevos conocimientos. La enseñanza consistía no solamente en hablar bien el castellano sino también les inculcaba amor a la tierra y cómo preparar en el buen suelo una pequeña huerta con variedad de hortalizas, para gastar menos el poco dinero que tenían.

Catalina comprobaba así que su tierra nunca la engañó y su fe en ella se afirmaba.

Recordó que sus clientes esperaban, se despidió de la señora Adela, el perro traspuso el portón y las acompañó, ese era su paseo y nadie podía impedirlo.

Mujer, niña, perro, canasto y bolsón ibais en alegre compañía. Catalina no miraba a los costados, quizás sin saberlo temía encontrar figuras de la ciudad que distorsionaran esos vínculos ya establecidos con el campo. Sin embargo en ese largo recorrido por tantas calles urbanas había aprendido algunas formas de egoísmo y no quería pensar en otra cosa que no fuera lo suyo y ella se decía; -dejaré este trabajo cuando tenga algunas cosas más, me gustaría vivir, no terminar así mi vida, sino vivirla.

Ahora caminando sentía de nuevo en sus pies el pulso de esa tierra que en forma armoniosa y protectora la acompañaba en todo su recorrido. Esa tierra que aplacó su hambre, la asistió en sus partos y crió a sus cachorros, que absorbió sus lágrimas y fue padre, madre y amiga por sobre todo, por eso la amistad estaba siempre pegada a ella, abriéndole camino en la ciudad y desbordando en el campo.

Andando y quedándose en cada casa de cliente, iba ella derramando gracia y sinceridad en ese medio tono manso con la serenidad de quien reclama el conocimiento a cambio de sus secretos. Ni un solo rasgo de Catalina en forma aislada, seducía por sí mismo, pero el conjunto resultaba de una calidez entrañable.

Caminando se sentía mucho más segura y su timidez natural era vencida en cada parada, donde hubiera querido estarse más, de la misma manera que le hubiera gustado permanecer más tiempo con su madre y sus hermanos, al amparo del hogar; pero eso era algo que ya había perdido. Años atrás y siendo aún niña se fue con el padre de sus hijos que era bastante mayor que ella y de quien hacía años no tenía noticias. En la vida todo es posible, eso ella lo sabía y su tiempo había transcurrido  en armonía con su dulzura interior, por eso era feliz.

Entre recuerdos y paradas Catalina alcanzó la esquina siguiente, Debía cruzar lo antes posible, la esperaban. En el horizonte de esa calle tan aguantadora de molestos remiendos y desparejados asfaltos, divisó la camioneta roja cargada hasta el tope de mercaderías clandestinas, Catalina pensó en la inexplicable coincidencia de enfrentarse de nuevo a este vehículo. Observó Cómo se agrandaba rápidamente, usurpando por completo el espacio ajeno. Era un animal grotesco, con ojos que se prendían y apagaban atrapando las miradas. Un monstruo con enorme joroba extranjera; quien a la distancia vio a la vendedora: -otra vez esta mujer, altiva y obstinada todos los días rompiendo mi velocidad- Esta vuelta no se salva.

Para entonces la determinación de Catalina estaba tomada y cruzó. Un doloroso estremecimiento se apoderó de ella, sólo sentía su mano lastimada por el apretón de una más pequeña y un ladrido feroz que clamaba auxilio. Doña Adela desde su casa lo sintió y al instante llegó. Una camioneta deshecha se encontraba un poco antes de la esquina, dentro de un gran pozo envuelta en espesa niebla de polvo mortal. El gentío reunido se preguntó: -¿reparación del pavimento, Corposana, Ande o Municipalidad?-; eso ya no importaba, la tierra había salvado una vez más a Catalina y doña Adela desde la vereda de enfrente la vio, caminando, apurada: sus clientes la esperaban.

 

MARÍA BEATRIZ BOSIO

Es la más joven integrante del grupo de talleristas y participa por primera vez en uno de los libros colectivos del Taller Cuento Breve. Integra el Taller desde 1993.

Escribir cuentos y poesía -en los que manifiesta su sensibilidad hacia todo lo que la rodea-  ha sido siempre una actividad paralela a sus estudios y a sus gestiones como delegada y miembro de la directiva del Centro de Estudiantes del Colegio Las Teresas (1991-1992). En la actualidad cursa la carrera de Derecho en la Universidad Nacional de Asunción.

 

AUSENCIA 

Fue en una siesta de otoño. Al menos así lo recuerdo, porque la brisa que rozaba mi cuerpo me hacía estremecer. La verdad es que no sé si era el clima o la sensación extraña que en ese momento sentía.

Nunca antes lo había visto. En mi casa, los abuelos le daban un tinte místico a la personalidad de mi padre. Mamá prefería no Hablar al respecto. Yo sabía que lo recordaba siempre. Muchas veces la había sorprendido con la mirada perdida en un horizonte lejano, y con ese sello inequívoco de la sufrida ausencia. Él era un personaje extraño, etéreo, que se quedaba flotando en el ambiente, como las conversaciones que lo involucraban.

Decían que era marinero, que había preferido ir a conquistar mares lejanos a quedarse en la tranquilidad del pueblo. Usaban la palabra bohemio, que en ese entonces sonaba a mis oídos como algo impregnado de misterio.

En las siestas calurosas, debajo de la parra, me gustaba acostarme en la hamaca, era mi lugar preferido. Fijaba la mirada en los trocitos de cielo que de pronto se aparecían y me lo imaginaba.

Lo veía como a un pájaro. De alto vuelo, que migraba con sus compañeros en cada invierno; que abrazaba con rebeldía su libertad, que, probablemente, sería eterna.

Muchas veces mi curiosidad quedaba insatisfecha, porque a mamá le dolían mis incontables preguntas. Entonces me resignaba, y jugaba a garabatearle rasgos; tal vez una nariz prominente, una amplia frente y eso sí, una sonrisa bien clara.

Así pasaron los primeros doce años de mi vida.

Mi hermana mayor, Soledad, lo recordaba. Lo admiraba. En la escuela se jactaba de los lugares en que mi padre supuestamente había estado, y se pasaba horas inventando generosas e imaginarias cartas.

Me daba pena oírla hablar así, oírla mentir así. Su mundo giraba en torno a un hombre que no existía, o si existiese al fin y al cabo era como si no, porque nunca más lo habíamos visto.

 En el pueblo nos miraban con tristeza. Muchas veces nuestro paso despertaba comentarios como:

--Pobres niñas desamparadas--, o -Joyita de padre se mandan éstas. Imagínate ir a recorrer el mundo dejando a la familia olvidada...

Soledad hacía oídos sordos a estos duros comentarios, que la verdad, estaban más llenos de maldad que de compasión, y fingía no advertir los ceños fruncidos ni las santiguaciones exageradas. Yo, simplemente callaba.

Para ser sincera, los años fueron acallando mis ansias por conocerlo. Después de todo, mi abuelo suplía perfectamente el papel de mi padre, y si eso suena a imposible para los letrados psicólogos, de todos modos yo no había conocido otra cosa para poder establecer comparaciones.

Y como dije, así pasaron los primeros doce años de mi vida.

Recuerdo que ocurrió a la salida de la escuela. La gloriosa campana me había salvado ese día, una vez más, de la inquisidora mirada de la maestra de matemáticas.

Como siempre, me encontré con Soledad frente al asta de la desflecada bandera del patio. Me comentó entusiasmada que un compañero le había mandado una notita de amor. No sé si mentía. La pobre inventaba tanto...

De todos modos salí de la escuela, soportando con paciencia de mártir la interminable perorata, aunque confieso que venía más interesada en el desatado ruedo del uniforme de la compañera que caminaba en frente.

De pronto, llamó mi atención el hecho de que mi hermana, como por milagro, abruptamente callara.

La miré confundida, la vi con los ojos clavados en un hombre a quien nunca antes yo había visto. Murmuró algo entre dientes e impregnada en lágrimas corrió a abrazarlo.

Yo, de espectadora ante tan peculiar suceso, confirmaba lentamente mis sospechas.

Él la alzó por los aires haciéndole dar mil vueltas._ Era alto, y su traje azul resaltaba a sus ojos claros. El gorro se le había caído. No era para menos, con tantos arrumacos...

Soledad le dijo algo al oído. Él me miró sorprendido. En sus ojos pude ver los míos reflejados.

-Marina, estás hecha toda una mujercita. Acércate a darle un beso a papá-, me dijo.

Me acerqué con respeto, y con mucha cautela le extendí la mano.

-¿Cómo? ¿Hace once años que no te veo, y te vas a limitar a darme un apretón de manos?

Yo quería gritar, disculpe señor, no lo conozco y no acostumbro a dármelas de cariñosa con los extraños, pero me limité a besar sus mejillas casi mecánicamente.

El muy orondo, nos tomó a ambas de la mano y nos llevó a pasear por el pueblo. Todos lo saludaban sorprendidos. Mi hermana rebosaba de júbilo. Yo, de indiferencia, de desconcierto.

A medida que surcábamos el escueto centro, yo lo observaba con detención.

Definitivamente buen mozo. Tenía un aire de soñador. Una mezcla de príncipe y gitano. En la inmadurez de mis años, pude comprender por qué mi madre hubo sucumbido ante sus encantos.

Llamamos a lo de la vecina, para avisar que pasaríamos la tarde afuera, porque estábamos con papá.

Yo imaginaba la expresión de mi madre, cuando la chusma de doña Isabel fuera a llevarle el recado.

Soledad no paraba de repetir: "Papá, yo sabía que algún día volverías. Yo sabía".

Él en ningún momento comprometió su libertad con respecto a quedarse definitivamente.

Nos sentamos en la cafetería del pueblo, que a su vez era restaurante, golosinería y fiambrería, amén de centro de información de los últimos chimentos que constituían las verdaderas noticias importantes para la población femenina.

Nos preguntó mil cosas, entre esas, por mamá. Quería saber si se había vuelto a casar, si estaba tan linda como siempre.

Soledad saltó a decirle, que cómo se iba a casar si seguía queriéndolo a él y que estaba más bella que nunca. Que los viudos o separados de los alrededores vivían tratando de conquistarla, pero que ella era y le sería fiel por siempre...

Me molestaron las palabras de mi hermana. Me pareció que ponía la vulnerabilidad de mi madre en subasta. Entonces, por primera vez la contradije acudiendo al rescate de su dignidad: --Señor, si bien es cierto que mamá no se ha vuelto a casar, me permito informarle que ella se encuentra muy bien, que ha rehecho su vida, y que creo no lo extraña en lo más mínimo.

Él miró divertido mi arranque de orgullo. Soledad palideció de furia. Desesperada desmintió mis palabras.

Yo me arrepentí de haberla puesto de ese modo. De verdad no sabía la magnitud con que ella se aferraba a ese hombre. Pude ver en sus ojos el miedo a perderlo de nuevo.

Cuando hubimos terminado el corto refrigerio, fuimos un rato a la plaza, a columpiarnos los tres juntos. Nos compró pulseritas artesanales y garapiñadas, y al caer la noche nos dirigimos a la casa.

Mamá nos estaba esperando en el portal sentada junto al naranjo. Lucía hermosa.

Se había puesto su traje de fiesta y hasta estaba perfumada.. Lo seguía queriendo. Bastaba verla.

Se miraron detenidamente sin pronunciar palabra alguna. Luego ella corrió a abrazarlo. Entonces Soledad me llevó a tirones hacia dentro de la casa. Los espiamos desde la ventana de la pieza de la abuela que daba al patio.

Se sentaron tomados de la mano debajo de la parra. Sí, allí mismo donde yo lo imaginaba.

Hablaron hasta muy entrada la noche. Once años habían pasado, once años de sucesos diarios.

En la obscuridad pude divisar el rostro triste de mi madre. No sé si lloraba. Mis ojos me defraudaban debido a la poca luz que había.

Soledad no vio la expresión lastimera de mamá. Tal vez porque no quiso, tal vez porque se encontraba de nuevo en ese su mundo de sueños, demasiado lejos de la realidad.

Pasamos la noche en vela. Ellos se despidieron con un beso.

Mi hermana aseguraba que él volvería por la mañana a quedarse para siempre. Yo por las dudas lo miré muy bien, por si Riera esa la última vez.

Y así fue. Nunca más lo volvimos a ver. Mamá al día siguiente de esa inolvidable velada, nos sentó a las dos en su cama y por primera vez nos habló de mi padre.

Nos dijo que él nos quería, a su manera. Una sonrisa nostálgica dibujaban sus labios, pero ni esa fingida tranquilidad podía disimular sus ojos hinchados y el torbellino que mamá tenía adentro.

Soledad lloró ese invierno entero. Todas las noches, sentada junto a la ventana de la abuela.

Yo, nunca más pude sentarme en la hamaca bajo la parra. Después del encuentro de mis padres, ese lugar se convirtió en santuario para mamá, quien todas las tardes cerca de la caída del sol, se sentaba en la hamaca meciéndose casi inconscientemente, con la mirada perdida quizás en algún barco que, una vez más, se había hecho a la mar...

 

CORRUPCIÓN

Los papeles descansaban ya, dentro del último cajón del escritorio. La firma bien contorneada que los sellaba, constituía la puerta hacia un mundo nuevo. Hacia la riqueza.

Tal vez `riqueza' sea un sustantivo un tanto generoso, pero al menos era cierto que gracias a esos documentos podría darse él algunos lujos por tanto tiempo postergados.

Fernando Ramírez era un abogado humilde. Hizo carrera en el Palacio de Justicia y en mérito a su eficiencia, había alcanzado el Puesto de juez en lo Civil y Comercial.

Todos los días, lloviera o tronara, marcaba tarjeta en el Tribunal. No faltaba nunca. Había abrazado su profesión con tanto cariño, que le resultaba un orgullo encontrarse en su despacho.

A lo largo de los años, había visto muchas irregularidades, pero siempre había callado, a sabiendas que el sistema, a pesar de esgrimir democracia, era más bien una oligarquía de los amigos.

No podía ir en contra de la corriente. Él sabía. Nunca había caído en sus manos un caso muy relevante, por lo que jamás le fue necesario comprometerse.

Esta era la oportunidad para ascender de status. Dos días atrás, Ignacio Pez había estado en su oficina.

-Es un buen negocio, che amigo. La ley del ñembotavy y ya está.

Eran amigos de infancia. Fueron juntos a la escuela. Luego, mientras el juez Fernando luchaba con el arduo estudio de la carrera, Ignacio se paseaba en autos aparatosos por todo el barrio.

Él sabía a ciencia cierta, que su amigo se dedicaba a hacer negocios fraudulentos. Más específicamente: Contrabando de electrodomésticos.

Fernando no podía hacer nada al respecto. Al fin y al cabo, habían jugado juntos en la placita del barrio durante toda su infancia. Además, Ignacio era parte de una red que envolvía muchos peces gordos. Intocables.

Cien millones de guaraníes. Ese sería el precio de su silencio. Había intervenido un galpón atestado de mercancía de dudosa procedencia. Todo estaba calculado. Al firmar los documentos, dejaba libre de culpa a su amigo y lo declaraba con todo el papeleo en orden.

Mañana sería el gran día. Cien millones no eran cualquier cosa, decía mientras se preparaba en silencio para ir a la cama.

Se puso a soñar despierto. ¡¡Todo lo que podría hacer con ese dinero!!... Al fin sería capaz de dar a Isabel, su estoica mujer, entre otras cosas el famoso horno microondas, cuyo recorte de diario había descubierto en su mesita de luz.

También podría cambiar el auto. Vender esa chatarra en que se movilizaba y con algún dinerito encima, comprar algo más decente, aunque fuera de segunda mano.

El sabía, que una vez adentrado en el negocio sucio de la coima, las proposiciones de este tipo lloverían. Eso significaba un importante dinero extra para elevar su nivel de vida.

¿En que pensás Fernando con la mirada tan lejana? Preguntó de pronto Isabel arrancándolo de esa extraña sensación de placer al soñar con sus futuros logros.

--En que muy pronto, podré darte muchos gustos... -dijo él mirando enternecido el rostro cansado de la mujer.

-Te dije mil veces que yo estoy contenta con lo que tenemos.

Al fin y al cabo los regateos, ya son parte de mi rutina. Es más agregó sonriendo-, estoy hecha toda una experta en la materia. Si vieras cómo conseguí que don Francisco, el zapatero, me arregle los zapatos de los chicos con descuentos...

Los chicos. Sin saberlo su esposa, al pronunciar esas palabras, había perdido la atención de Fernando. Quien una vez más, se adentró en sus pensamientos.

No cabía lugar a dudas. Tendría que hacerlo. Debería corromperse en nombre de su familia. En honor a la posición más elevada que éstos se merecían.

¡Cómo les gustaría a sus hijos poder ir de vacaciones algún día...! Era injusto verlos sobresalir en el colegio sin poder premiarlos.

De pronto, ya era el día siguiente. La noche había pasado rápido, pensó mientras se dirigía al trabajo.

Ignacio Pez lo esperaba en la puerta de su despacho. Había madrugado. El humo del cigarro que éste había encendido lo agobiaba. Sin explicación aparente, el rostro de su amigo tenía rasgos grotescos. De la noche a la mañana, según juzgaban sus ojos, Ignacio se había convertido en un personaje característico de un cuento de terror. Pero ahora eso no importaba. Sólo tendría que entregar esos papeles a cambio del maletín con el dinero.

Una vez que hubo tenido el portafolio en su poder, lo abrió y se puso a contar el monto. En los innumerables billetes de cincuenta mil, veía algo extraño.

El soldado paraguayo impreso en el papel, lo miraba con desdén, con el rostro desfigurado. Pensó que veía visiones y siguió contando. ¿Qué importancia tenía entonces la cara o el humor del soldado? Siempre y cuando sea material canjeable, todo estaba bien.

Cuando corroboró la suma acordada, cerró el maletín poniendo sus manos posesivamente sobre el mismo... ¡Dios mío!, sus manos, ¿Qué había pasado? Estaban de un color verdoso, y las venas saltonas latían con aterrador ritmo.

Apurado abandonó el despacho. En el pasillo sentía la mirada acusante de las personas a su paso. De la vergüenza, traía los ojos clavados en el suelo.

Creía volverse loco. Del portafolio salía la mitad de un billete, Cuando se percató de eso, desesperado pensó que la gente se daría cuenta de que llevaba mucho dinero. Sentía palpitar las venas de su cerebro.

En medio del pasillo se puso a gritar:

-¡¿Qué les ocurre, manga de ineptos?! Dejen de mirarme así que no escondo nada.

Su voz se oyó como un eco en todo el recinto, y las voces que provenían de los distintos retratos de los antiguos presidentes de la Corte lo acosaban:

--¡Sinvergüenza! ¡Está robando al país, ladrón! Con tipos de su calaña nunca vamos a tener un Paraguay mejor...

El juez Fernando, se aferró paranoicamente al maletín y salió corriendo rumbo a su auto.

Estando en su coche al fin, lo rodeó un estado de pasajera tranquilidad. Puso en marcha el motor y se dirigió al Centro.

En el semáforo pudo ver espantado, los fantasmas de grandes hombres esperando la luz verde. Veía a los próceres de la Independencia sentados en una calesa a su lado Bajó el vidrio y preguntó:

--¿A dónde van ustedes que murieron hace tantos años?

 -Nosotros somos inmortales, por nuestra ideología. Sólo morirnos para seres repugnantes como ustedes, corruptos, que no luchan por la libertad del país.

-¡Pero si el país es libre hace más de 150 años!

-El Paraguay está todavía sometido al yugo de los hombres ambiciosos que no lo dejan crecer. No espere señor juez, que el semáforo le dé luz verde, porque usted con sus actos, da luz roja al país...

Cerró asustado nuevamente la ventanilla del auto, y se dirigió lo más rápido posible a comprar el horno a su mujer. Bueno - pensaba- la verdad es que no se puede dar gusto a todos. Por lo menos, voy a poner contenta a Isabel.

En la casa de electrodomésticos, compró el microondas más moderno. Con manos temblorosas, a la defensiva, abrió el portafolio para pagar su reciente adquisición.

Cuando llegó a su casa, Isabel, como siempre, lo estaba esperando. Al ver lo que su esposo le traía de regalo corrió a abrazarlo emocionada.

Juntos quitaron el aparato del embalaje, y con una leída rápida al catálogo adjunto lo enchufaron. Para probar, metieron un pollo congelado. Y mientras el relojito del novel artefacto corría en manera regresiva restando segundos, Fernando con una sonrisa al fin dibujada en sus labios, luego de un día cargado de extrañas experiencias, se dirigió a lavarse las manos.

Cuando se miró en el espejo del botiquín del baño, con horror pudo ver su rostro avejentado. Quedó paralizado ante las infinitas arrugas que surcaban su cara.

Sólo el grito aterrador de su mujer lo hizo volver a la realidad. Corrió a ver lo que ocurría y vio el chispeante aparato lanzando nubes de humo negro.

¿De dónde quitaste este aparato, Fernando? ¿Con qué lo pagaste? - Oía la voz inquisidora de su mujer.

Fernando dejó escapar un grito sordo. La presión lo estaba matando. Sentía que su cuerpo era sacudido enérgicamente: .-Fernando, por Dios. Estabas en medio de una enorme pesadilla...

Enfoco los ojos en los de su mujer que reflejaban un amor in infinito. Él estaba bañado en sudor. Todavía jadeante a causa del terrible sueño preguntó:

—Isabel, ¿me quieres a pesar de no darte todos los gustos?

--Te quiero bien y siempre porque sé que con tu honradez hacés patria. Pero, ¿a dónde vas?-, dijo ella al verlo incorporarse.

-Tengo que saldar una cuenta.

-¡A estas horas! ¿Con quién? - preguntó extrañada.

--Con mi conciencia- respondió él, y sin más explicaciones se dirigió hacia el escritorio, donde tenía, bajo llave, algunos papeles importantes.

Quitó los documentos de los cien millones y salió al patio.

 Allí, bajo la luna los quemó sin pensarlo dos veces. Es cierto, seguiría manejando su chatarra, como él llamaba a su auto. Isabel tendría que esperar un poco para poder comprarse el horno, y otro poquito más para darse otros gustos; y los chicos... bueno, tendrían que aguantarse unos años más la Asunción veraniega.

Le daba pena pensar en eso, pero a la luz de la llama fugaz de los papeles encendidos comprendió que ese era el precio para que al menos él pudiera al fin conciliar en paz su sueño.

 

MARÍA LUISA BOSIO 

Recibió educación e instrucción primaria en Asunción. Se, hallaba cursando estudios secundarios cuando su carrera estudiantil se interrumpió para contraer matrimonio.

Siendo muy joven y madre ya de cuatro hijos, hizo estudios completos de inglés, francés y portugués, idiomas que hoy practica con frecuencia. Paralelamente por vocación siempre se dedicó a la lectura de obras literarias e históricas.

Es miembro del Club del Libro N° 1 y desde hace ocho años concurre al Taller Cuento Breve. Ha publicado anteriormente en los libros de este taller y en diarios de la capital. Forma parte de la Sociedad de Escritores del Paraguay.

En octubre de 1993 publicó su libro "IMÁGENES".

 

MONÓLOGO DE UN RELOJ

Tic... Tac... Tic... Tac...

En el año 1900, llegué a la Argentina en un barco mercante, procedente de Inglaterra, país de origen de mis antepasados.

Entre una numerosa carga nos acondicionaron a veinte relojes de una famosa marca inglesa. Soy hijo del Gran Father Cloek, pero en tamaño soy la mitad de él.

Había salido al mercado con gran éxito, por la llamativa esfera esmaltada con numeración horaria escrita en letras tirias (iguales a las que se encuentran en las tumbas antiguas de Fenicia).

Desembarcamos una semana antes de Navidad. Desde ese día lucí mi estirpe en la vidriera de una renombrada relojería. Yo tuve ese privilegio, pues los otros quedaron dentro del negocio.

Tic...Tac...Tic...Tac...

Empieza mi verdadera vida.

Navidad, evidentemente, enloquece a la gente. Yo veía desde mi sitial pasar a muchas personas; algunas apuradas, otras más tranquilas; me miraban y me admiraban con interés. Yo lucía mi péndulo broncíneo que brillaba con los rayos de sol que me alcanzaban.

La tarde del 24 de diciembre, me eligió un señor alto, delgado y de grandes bigotes, que no dejaba de hacer comentarios halagüeños sobre los relojes ingleses.

Me compró como regalo de Navidad para un amigo muy apreciado.

Luego de probar mi maquinaria, me pusieron la hora oficial y me acondicionaron en mi caja de cartón, envuelta en papel de regalo.

Esa misma tarde me llevaron a la casa, que sería, en adelante, mi propio hogar.

Tic...Tac...Tic...Tac. ..

Mi dieño se llamaba Richard Hall y el que me había adquirido Mr. Mac-Leo, ambos se conocían y apreciaban.

En el copete que adornaba mi cabeza, sujetaron una tarjeta manuscrita que decía: Richard, quiero que este reloj sea el compañero de tus próximas horas de trabajo, en la difícil empresa que vas a dirigir en el exterior.

Llegué aquel día a la casa de mi dueño, quien me recibió con una exclamación de alegría. Remarcó la hora parada por el Traqueteo, y me acomodó orgullosamente en una de las paredes de su escritorio.

Se sintió inmensamente feliz, cuando escuchó el suave y armonioso toque de mis dos campanas. Me presentó a sus familiares.

Marqué la medianoche de esa Navidad de 1900, y despedí al año viejo en compañía de esa familia feliz y bien avenida.

Un mes más tarde, cuando ya me había acostumbrado al ambiente en que vivía, de nuevo me pusieron en mi caja de cartón y viajamos hacia donde sería mi destino. Pasaron unos días antes que me desembalaran.

Tic...Tac...Tic...Tac...

Los trabajos previos a la instalación de la nueva fábrica, que debía dirigir mi amo, estaban terminados.

El día del inicio lo marcaría él.

Dos días antes de la inauguración, me colgaron en la pared de la sala de Ventas.

Mi amo hubiera preferido que fuese en la oficina, pero le pareció mejor que yo luciera como emblema, en la entrada de la fábrica.

Todas las mañanas Mr. Richard me visitaba, controlaba la hora y cada siete días la cuerda. Mientras lo hacía susurraba "Excelente, amigo, excelente, eres el mejor de los relojes". Mientras vivió mi dueño fui exacto. Traía la fama de mis antepasados y debía hacer honor a mi estirpe.

Tic... Tac...Tic...Tac...

Fui testigo de muchas anécdotas interesantes: unas divertidas, otras felices y algunas tristes.

Cuando mi amo viajaba, el encargado de atenderme se olvidaba de hacerlo.

¡Cómo sufría yo, cuando sentía que la cuerda se iba terminando y los toques de campanas se ponían débiles y quejumbrosos!

Entre las anécdotas tristes, recuerdo la de la noche aquella en que, durante una rebelión militar en la ciudad, balearon intensamente la fábrica. Una de las balas alcanzó mi corona, por ello desde entonces estoy destronado. Mi dueño no tuvo tiempo de hacerme una nueva.

Fue gracioso aquel día en que la sirena sonó una hora después.

Se olvidaron de mi cuerda. Cuando regresó mi amo, tuvo que pagar horas extras a sus empleados.

¡Yo les marcaba las horas, pero ellos debían vigilarme!

 También recuerdo el día de la boda de un funcionario importante de la fábrica.

Paré a las nueve de la mañana, para las diez se efectuaría la ceremonia. El novio y sus testigos hacían tiempo en la oficina. De pronto les pareció larga la espera y con sorpresa se dieron cuenta de que yo estaba mudo. Eran las once del día.

A la novia la sacaron desmayada de la iglesia, con el convencimiento de que el novio la había dejado plantada. De nada valieron los amigos como testigos.

Toda la culpa la tuve yo.

Luego de unos días, se presentó el novio y me dijo sonriente: "Gracias, hermano, sin saberlo salvaste mi soltería". ¡Cosas de la vida!

Tic...Tac...Tic...Tac...

Lo más trágico para mí fue la muerte de mi amo. Lo velaron en su oficina. Toda la familia, los amigos y empleados rezaban el rosario y yo, desde mi sitial, lo acompañé con mi tañido durante toda la noche, como campanario de iglesia en redoble.

Un silencio de tumba había caído sobre la fábrica.

Presentí que mi vida de reloj cambiaría su curso con el fallecimiento de mi amo.

Me llevaron, por viejo, a un lugar donde se amontonan las cosas inservibles, a mí, con mi linaje de reyes.

Otro reloj seguramente habrá ocupado mi puesto...

 Tic... Tac... Tic ... Tac...

¡Cuánto tiempo pasé en ese oscuro lugar, no podría precisarlo! ¿Habrán sido años? Creo que sí. Sin corona, sin amo, sin cuerda, había perdido todo. Las arañas pusieron un fino encaje sobre lo que quedaba de mi esmaltada y llamativa esfera, y lentamente me fui enmoheciendo.

Un día huelo olor a primavera y escucho voces alegres y juveniles que rondaban cerca de mí. ¡Fíjate -dijo Hernán- en este reloj!, ¡qué hermoso es!, a pesar de lo descuidado que está. Déjalo allí, ya no tiene ningún valor, contestó el otro joven. Pero... la voz que sonó tan querida para mí, me tomó suavemente en sus brazos y me llevó a su oficina. Me instaló frente a él. Llamó a un relojero que, además de ponerme en condiciones, nivelando mi péndulo y con una limpieza general, me devolvió la característica de mi prosapia inglesa.

Mi nuevo amo de la voz parecida a la del amo que tanto quise, era sin duda, hijo o nieto de él.

Un día lo visitó un hombre mayor y con voz quebrada por la edad, le dijo: "Oye Hernán, tú tienes el reloj de tus bisabuelos".

Hernán contestó sorprendido: "Será por eso que lo admiro tanto

Hoy luzco mi corona real, con orgullo y en mi pecho brilla mi péndulo de bronce, mis campanas suenan importantes como antaño y vuelvo a adquirir mi hidalguía británica, pero sobre todo, tengo un nuevo dueño que me quiere, cuyo afecto aprecio y me hace afortunado.

 

UNA PLAZA Y UNA SOMBRA

La plaza del Aloha Tower en Honolulú, mira hacia el mar a través de la banda de césped y cocoteros que la separan de la playa, donde terminan los jardines, que lucen exuberante variedad de flores exóticas y árboles añosos, en los cuales revolotean los pájaros multicolores y dan alegría con sus trinos diferentes.

En el centro de la misma, se sentaba siempre un hombre conocido como: "el personaje del mediodía".

Llamaba la atención por su rostro de facciones orientales, que traslucía una gran tristeza, e invariablemente estaba con la mirada perdida en lontananza.

Era un ser introvertido, que llevaba un mundo dentro de sí.

 En la Oficina de la Aduana, donde trabajaba, lo respetaban como buen empleado.

Finalizada su tarea, se abstraía en ese mutismo en que vivía.

Cuando alguien conseguía sacarlo de su retraimiento, relataba la historia real y conmovedora de un amigo llamado Jimnu Sono, que aún vivía en la isla.

Lo hacía en inglés fluido, y comenzaba de esta manera.

"Es hijo de japoneses como yo. Su madre y la mía eran de origen árabe, razón por la cual mis facciones no son muy precisas. Estudiamos en un colegio de Tokio, donde la religión budista era obligatoria. Decidimos apartarnos de ella. En nuestros hogares siempre había discusiones sobre religión, lo que nos creó una confusión espiritual.

Luego mi amigó, ingresó en la escuela de aeronáutica militar. Allí creyó haber encontrado su estabilidad emocional, pues se sentía ateo y su agnosticismo lo llevaba a pensar que la vida no tenía sentido para él. Huía de sus compañeros y solo encontraba sosiego en las noches, cuando el sueño lo vencía.

Un día se enteró de la formación de un escuadrón denominado "Viento Divino". Consistía dicho escuadrón en ataques suicidas y lo formaban voluntarios llamados "Kamikazes".

Para ellos significaba una inmolación patriótica, con la esperanza de una justicia venidera. Jimnu Sono se incorporó a la legión sin pensarlo mucho.

La guerra mundial ya había comenzado y muy pronto le llegaría a mi amigo el turno para actuar, pues Japón planeaba atacar sorpresivamente por aire, la flota norteamericana fondeada en la Bahía de Pearl Harbor, cubierta ese día aciago por una bruma mañanera que ocultaba los barcos atracados en el puerto.

Quince días antes el comandante del portaaviones había elegido a tres "Kamikazes" para el reconocimiento del lugar. La orden era una sola. "Morir antes que entregarse".

Salieron una noche sin luna, con una oscuridad profunda. Sus dos compañeros fueron sorprendidos y murieron al estrellarse e incendiarse sus aviones.

Jimnu Sano quedó solo. Luego de una rápida inspección y, cuando se disponía a regresar al portaaviones, la luz potente del faro del Arizona (nave madre de la flota) lo localizó. Se lanzó con el avión al mar. El avión se hundió sin incendiarse, pero previamente el piloto fue violentamente despedido.

El instinto lo hizo nadar, hasta que una patrulla de "marines" americanos lo recogió. Aquí comienza la verdadera historia de mi amigo. Lo subieron al Arizona hasta la cabina del comandante Franklin Van Waldenburg, que lo esperaba.

Le pidió que tomara asiento frente a él y le ofreció un licor fuerte. Jimnu Sono no podía abrir los ojos ensangrentados. Escuchó cuando el comandante le decía: "Usted pasará a ser uno más entre los 'marines' de esta nave, recibirá órdenes mías y mi gente lo respetará como prisionero".

Cuando Jimnu Sono pudo mirar, vio delante de él a un hombre de una altura impresionante, delgado, bien formado y de pelo castaño. Quedó asombrado de ese hombre cuyas palabras eran reposadas y suaves. Hablaba con un tono solemne y a la vez había dulzura en su mirada.

Sigue relatando Jimnu Sono que después de haber conversado cerca de una hora, sintió que se iba transformando en algo nuevo. Ese algo que él esperaba después de la muerte.

Esa noche dormí con placidez, añadió, y tuve sueños felices, hasta me pareció ver en el comandante al Dios que todos nombraban con respeto divino.

Al día siguiente me di cuenta de que había nacido otro hombre y que aquel que fui, había muerto en las aguas del Pacífico.

No me acordaba mi nombre, no tenía documentos ni armas. No había nada que me identificara, sólo mis rasgos orientales. El inglés lo hablaba correctamente y no tendría problemas de comunicación.

Por orden del comandante me vistieron con uniforme de "marines" y luego me llevaron a compartir el desayuno con él. Fue mi primer desayuno americano que lo saboreé con gusto.

El comandante me observaba atentamente y luego me dijo: "Quisiera que me visite todas las mañanas para conversar".

De esas conversaciones nació en mí esa fe que me faltaba.

Mi vida había cambiado en el Arizona. Esos dos meses que viví con ellos fueron mágicos. Me acostumbré a los trabajos y a los "marines" que me trataban con respeto.

Mi admiración por el comandante Franklin iba en aumento, hasta llegué a convencerme de que si debía sacrificar mi vida por él, lo haría gustoso.

La noche anterior al 7 de diciembre de 1941, no se prendieron luces en la base. Se sabía o se presentía que algo grande sucedería.

Esa mañana del 7, estaba desayunando con el comandante, cuando comenzaron a tronar los aviones en vuelos rasantes y a estallar los barcos uno a uno. Se levantó en el acto, me tomó de los hombros y me dijo con firmeza: "Huye muchacho y sálvate. Yo debo quedar en mi nave''", luego agregó: "No olvides que eres un hombre nuevo". Me empujó con fuerza hacia la planchada, mientras yo musitaba emocionado: ¡Gracias, gracias! Alcancé el muelle, y seguí corriendo hasta llegar a un bar en donde me refugié todo el día y la noche, viendo con horror cómo los barcos se torcían, primero y luego se hundían. El majestuoso Arizona, orgullo naval, desapareció en el agua, partido en dos, después de una tremenda explosión. El aceite, en muchas partes del casco siguió quemándose por horas como un holocausto, mientras desafiante la nave seguía desplegando su bandera, la cual fue izada al comenzar el ataque en Pearl Harbor. Mil cien hombres se encuentran dentro de ese casco enmohecido incluyendo mi gran amigo Franklin Van Waldenburg".

Jimnu Sono va cada año al monumento (levantado sobre el casco hundido) para rendirle un homenaje y llorar con la diana de los "marines" en ese altar, donde están los nombres inscriptos de aquellos que allí perecieron.

Mi amigo, el hombre nuevo, se puso a trabajar después de un tiempo que vivió en estado etílico. Un día recordó las palabras de su benefactor y tomó carta de ciudadanía americana, se unió a una "rnauri" y tuvo un hijo que lleva el nombre y apellido de aquel hombre inolvidable para él.

Entre el grupo de personas que lo estaba escuchando ese día, se encontraba un joven, cuyo alzacuello sobresalía de la camisa y lo identificaba como clérigo. Le preguntó: ¿Vive aún Jimnu Sono en la isla? Si es así, me gustaría conocerlo y saber más sobre el cambio operado en su vida. Como clérigo, me interesa la parte espiritual de mis semejantes.

El hombre oriental de mirada triste se levantó lentamente, caminó unos pasos con dificultad y luego volviéndose le contestó: "Lo tiene usted muy cerca, reverendo. Jimnu Sono es la sombra que me sigue...".

Los pasos lentísimos de las dos sombras abrazadas se alejaron por los vericuetos de los jardines de la plaza, mientras la campana del Aloha Tower prolongaba su sonido matinal.

 

SUSANA GERTOPÁN

Una de las más nuevas componentes del Taller Cuento Breve. En sus cinco años de participación en las clases de lectura, escritura y crítica, ha logrado una serie de cuentos que enfocan diversos temas. Algunos han sido publicados en la prensa local y ahora por segunda vez, se incluyen dos cuentos suyos en un libro del Taller.

Es miembro activo del Club del Libro N° 1 y ha intervenido en cursos en distintos talleres y seminarios de literatura. Es también miembro de la Sociedad de Escritores del Paraguay.

 

LOS PRIMOS DE SANGRE 

Generalmente los feriados me producen fastidio. Debe ser la presencia de mi marido que se queda el día completo en la casa, ocupando el tiempo libre frente al televisor, embobándose en algún programa sin importancia, o planeando un paseo fabuloso y desconocido, para toda la familia a un lugar turístico. Cosa que no pasa de ser un proyecto; a la hora de realizarlo, la nena decide visitar a una amiga, el nene encuentra, por fin, con quién ir al club y Juan, mi marido, no halla el sitio preciso donde acampar. Así los planes, una vez más, quedan postergados para un próximo feriado, si no llueve y el calor lo permite.

Cuando era niña, no preguntaba dónde iríamos o qué haríamos en los días feriados. Los planes no existían; estaba establecida la visita a los tíos Elías y Esther para pasar una tarde entretenida, hojeando álbumes con fotos descoloridas y recordando a los difuntos, para saborear, luego, ricos bocadillos. Recuerdo que una tarde, aprovechándome de un viento irritante y húmedo, simulé un espasmo de tos, pero mi madre, de prisa, me fregó el cuerpo con vinagre aromático, mezclado con agua fresca, y me colgó al cuello una de esas perfumadas barritas de alcanfor forrada. Pero la tos no cedía. Sin embargo, la amenaza de dos cucharadas de aceite de castor surtió un efecto maravilloso.

Dejé de toser, y ni esa crisis, ni otras reales, conspiraron contra aquellas famosas visitas a los parientes.

Los únicos invitados éramos siempre los mismos: mi padre, mi madre y yo. "Los primos de sangre", como nos llamaba la tía, aunque la parentela era numerosa.

La casa era enorme. El tranvía nos dejaba a pocas cuadras; desde la parada ya se observaban sus murallones coronados por jazmineros rebosantes de flores.

Mi madre no podía comprender para qué la querrían tan lujosa y tan grande, si la habitaban sólo ellos dos y sus sirvientes. Pero yo creía saberlo: para recibir, todos los feriados, a los "queridos" primos de sangre.

A las cinco en punto, el mayordomo esperaba en el hall; caminaba, lentamente, ante nosotros, dirigiéndonos hacia el salón. Allí recogía el sombrero de mi padre, la cartera, los guantes y  la sombrilla de mi madre.

Luego, saludábamos a los anfitriones. La tía permanecía sentada, inmutable, no hacía más esfuerzo para saludar que poner la mejilla, mientras el tío, de pie, recostado contra el viejo combinado (adquirido de un inmigrante, indigente, como él antes de conocer a su mujer) acariciaba con una franela los discos, como si fuesen la piel tibia de una mujer. Cuentan que fue un gran seductor y un excelente pintor en sus buenos tiempos, cuando la lucidez aún lo acompañaba; sin embargo, a pesar de su ancianidad, su palidez y su calvicie, conservaba un porte distinguido. Vestía un impecable traje blanco de hilo almidonado y ¡jamás le faltaba un pensamiento en el ojal!

Acostumbraba a interrogarme sobre música culta, pintores famosos o poetas ilustres. Gozaba en humillar mi ignorancia.

El té era servido por la mucama en vajilla inglesa, pintada a mano. Los adultos eran convidados con manjares diversos, pero a mí, apenas me alcanzaba un refresco de grosella, aguado, en compañía de algunos dulces.

Debía poner mucha atención de no manchar el vestido heredado de una prima; igual los zapatos, que mi madre lustraba para que parecieran nuevos.

La tía Esther ocupaba la cabecera, conservando una postura soberbia y en los labios --pintados en un suave carmín--- un asomo de sonrisa. Su coquetería era prudente; sin embargo, gracias a una enagua de encaje, la transparencia del vestido le prestaba un toque sensual.

Para correr, no se sacaba los guantes: sobre ellos lucía, en cada dedo, una sortija rutilante. Mantenía siempre las manos en alto, entrelazadas. De vez en cuando las distraía con un recamado abanico español.

Un amanecer, Jaime, el mayordomo, nos trajo la noticia de la enfermedad de la tía. Aquella mañana, la muerte fue cómplice de mis deseos.

Después de varios meses, la casa se vendió, y mi padre, el único "primo de sangre", no heredó sino un retrato de la pareja.

Todavía, en algún feriado, cuando pruebo un bocadillo dulce me vuelve aquel gusto amargo, y de adentro me brota un imprevisto rencor.

 

7285 

Llegó al aeropuerto con el tiempo justo para despachar las maletas, verificar el pasaje y tomarse una taza de café. Compró algunas revistas y esperó. Una voz de mujer anunciaba por medio de los parlantes la partida del vuelo 428 con destino a Madrid y escala en Rio de Janeiro.

Mientras el resto de los pasajeros terminaba de despedirse de sus familiares o amigos entre abrazos, lágrimas y buenos deseos, ella se detuvo en la fila, junto a una pareja; él partía y ella lo cubría de besos; otra mujer, ya mayor, se aferraba a su hijo, llenándolo de bufandas. Una vez pasada la aduana, ya dentro del avión, la azafata la acompañó al lugar que indicaba el pasaje.

Acomodó su bastón bajo el asiento y aguardó, ansiosa como los demás. Al lado, el lugar estaba vacío: lamentó la ausencia de otro pasajero; le asustaba no tener con quién compartir el miedo a volar.

Luego de las indicaciones de asegurarse los cinturones, el avión despegó. Unos minutos después la azafata ofrecía bebidas; ella transpiraba, tensa, dentro del abrigo azul y rechazó el ofrecimiento. Después de algunas horas que le parecieron días, el avión aterrizó en Rio. Los pasajeros, en su mayoría, se renovaron: entre ellos subió una delegación de estudiantes que alborotó el avión. Una mujer ocupó el asiento de al lado; ella suspiró hondo, con alivio.

-¿Estás cómoda?

-Sí, gracias.

¿Cómo te llamas?

-Helena; ¿y usted?

-Raquel. Y vos, ¿sos brasilera?

-No, nací en la Argentina, ¿y usted?

-Yo soy paraguaya, paraguaya naturalizada - recalcó Raquel.

La voz del comisario de a bordo interrumpió el diálogo, indicando la continuación del vuelo; antes de los deseos de buen viaje, Helena quedó dormida.

Raquel, envidiosa de aquel sueño, volvió la cabeza y dirigió una mirada a las nubes que esquivaban el sol. Cerró los ojos: el pánico regresaba.

Es la pesadilla que sigue acosándome los sueños azotando mi vida. Todos pensábamos que no vendría, era todo tan lejano pero la guerra llegó y no se fue, no tiene fin dentro de mí, como la misma muerte mientras dura la vida. Quiero matar el dolor que llevo adentro pero los recuerdos no mueren. Fui arrancada de los brazos de mi madre bajo la mirada resignada de mi padre, grité una y mil veces, pero mi voz no tuvo eco como la de los otros. Los hombres fueron separados de las mujeres, los niños de las niñas, las madres de sus hijos. Luego, la brusquedad de un cuerpo buscando el mío con todo el peso de asco, terror, arrancándome la ropa, destrozándome, como fiera ensañada con su víctima para finalmente devorarla. Ahora un ser vivo crece, late, a consecuencia de ese horror. Le tengo asco, siento que no me pertenece, quiero desprenderlo de mi vientre; pero no puedo; tengo miedo, lástima. En medio de la oscuridad percibo la calma del agua. Estaba en un barco, no sabía qué hacia ahí, cómo había llegado. Tenía frío, hambre, y eso me hizo sentir que vivía. Mi vientre se agrandaba día a día, con la poca fuerza que me sostenía empujé a una niña. Cuando llegamos al puerto de Buenos Aires, al bajar nos revisaban todo lo que llevábamos, sacándonos lo poco de valor; mi único equipaje era un bultito con vida.

Los números que nos habían tatuado en el brazo eran nuestros pasaportes. Preguntaban de dónde veníamos, aunque no era necesario; eso se notaba en la calvicie de los hombres, en la tos de los tísicos, en las muecas de dolor de las mujeres, en el olor a muerte que traían los niños.

Sobre el tablón había sopa, café. La voz de una mujer me hablaba en un idioma desconocido, inentendible. Ella me llevó a un lugar, después a otro, por fin, cuando recuperé mis fuerzas y mis sentidos, empecé enloquecidamente a buscar mi bultito; ese que tanto había odiado; ahora lo extrañaba, ¡era mío!, ahí estaba mi hija, me pertenecía.

Después todo se volvió búsqueda: ¿dónde la dejé? ¿Quién querría aquel cuerpito sucio, flaco, mal habido?

Un pozo de aire cortó su sueño. Tocó el timbre y pidió un vaso de agua. Helena ojeaba unos apuntes.

-¿Qué harás en España, Helena?

-Voy a completar mis estudios, gané una beca; estoy haciendo una investigación social, además, hace un tiempo busco a una persona, en realidad es un número, 7285: pertenece a mi madre. Ella, sabe, era judía y estuvo en un campo de concentración.

Raquel enterró las uñas en la palma y cerró los ojos. No necesitaba mirar su brazo.

 

MAYBELL LEBRON DE NETTO 

Nacida en Córdoba, República Argentina, radicada en Asunción, Paraguay, siendo niña. Casada, tres hijos, nueve nietos, todos paraguayos.

Lectora infatigable desde siempre, comienza su carrera literaria en 1982; en esa fecha escribe sus primeros cuentos y, más tarde, poemas. Participa en las actividades del Taller Cuento Breve y de los encuentros sobre Narrativa y Poesía dirigidos por el Prof. Dr. Carlos Villagra Marsal.

Es miembro -actualmente en la Comisión Directiva- de la Sociedad de Escritores del Paraguay.

Ex presidente de la Rueda Femenina del Rotary Club de Asunción. Ex presidente de la Asociación de Damas Argentinas. Ex dirigente del Movimiento de Renovación Cristiana (MIAMSI).

Primer Premio en el concurso "Veuve Clicquot Ponsardin", en 1989, con el cuento "Orden Superior".

Premio "Néstor Romero Valdovinos" (Diario Hoy), en 1993, con el cuento "Gato de ojos de azufre".

Premio "Voces Nuevas" (Diario última Hora), en 1994, por el poemario "Puente a la luz".

Libros editados: "Memoria sin tiempo", cuentos, 1992; "Puente a la luz", poemas, 1994.

En diarios y revistas culturales han sido publicados sus cuentos y poemas.

 

ORGULLO DE FAMILIA 

Noche a noche, sola en la cama enorme, con los ojos abiertos fijos en el techo de sombra, me acosan los recuerdos.

Y lo veo en mis brazos como un fardo palpitante, deshecho. Ellos se habían ido; sólo encontré su mirada implorante y las manos aferradas al marco de la puerta. En el pecho, dos agujeros, su sangre espesa resbalando, resbalando. Abrazado a mí, lo arrastré al dormitorio. La voz me salió ronca de miedo y desesperación.

-Voy a llamar al médico y a la patrulla. No te mueras, por favor.

Un estertor acompañó al susurro: -No lo hagas, acabo de matar a un policía.

El sonido del reloj salpicaba el aire quieto mientras la mancha roja iba devorando la blancura de la camisa. Lo vi encogerse al oír mi grito ahogado; acaricié su frente.

-Tranquilo, no te agites. Escucho.

-Nos descubrieron. Tráfico de drogas.

Reculé. Miré su cara contraída, grasienta de sudor, las pupilas espiando desde la rajadura de los párpados. El rechazo y la lástima me aguaron los ojos. Algo estalló muy adentro: dejé de funcionar. De pronto, ese desconocido. Nuestros hijos, hijos de un rostro de primera plana. Intenté olvidar, estrecharlo en mis brazos, como antes. Ya no. Dolor, vergüenza, domingos al otro lado de la reja, y él dentro, pudriéndose. Desgraciado, todo fue engaño. El rompecabezas iba tomando forma, se volvía insoluble: entregarlo o perdonar. Me faltaba coraje. ¡Dios mío! El polvo, los brazos acribillados, la fiebre de la desesperación. Eran hijos de otros padres. Los dejaba morir de sobredosis, o de Sida, o amanecían tirados en algún callejón. Me vi ante la estufa encendida, con el café caliente, esperando, y me sentí estúpida. Lo habían herido por lo que era: un asesino. Su olor subía a las, narices con un cosquilleo dulzón: olor a parto o a muerte. Contemplé mis manos pringadas de sangre, de su sangre; el cuerpo perforado de prolijos redondeles, desbordando su savia. Debía cegar esos ojos diabólicos para que los suyos continuaran abiertos. Era un delincuente y yo, sin saberlo, dormía a su lado. La saliva, pegada a la garganta, me impedía respirar: vi mi rostro descompuesto en el espejo, con la boca abierta, los brazos colgantes. Presioné los algodones sobre su pecho para contener la hemorragia.

No quería huir del pasado como de un monstruo deforme y repelente. Ese amor era auténtico. No pudo ser chatarra. Nuestra casa, nuestros hijos, nuestro orgullo de familia. El galope desbocado en las sienes me llenaba el cerebro de destellos lacerantes; todo mi cuerpo latía en un temblor, que se fue aquietando. Mi mente comenzó a funcionar: un minucioso horror, como única salida. Y se lo dije.

No hay nada que esconder, ni saco llevabas puesto cuando te tiraron en la puerta; tampoco tenías armas. Haré pedacitos la corbata manchada de sangre: así correrá en el inodoro. Es lo único que puede delatarte. Diré que estábamos viendo televisión -yo sí estaba allí-. ¡Qué ironía! Pasaban El Padrino. Las balas quedaron dentro de tu cuerpo, no podrán buscar marcas en la pared. Esos mafiosos se llevaron hasta la manta en la que te trajeron envuelto. La vereda está sin manchas; se cuidaron muy bien de no dejar huellas.

Será nuestro secreto, tuyo y mío. Lloraré disfrazando mi espanto, sin mostrarles la hondura de mi pena y mi asco por quererte. Seguirás siendo el digno señor Monte. Una foto en el living, siempre con flores. En la mesa, ¡pobre papá, tan bueno! Y yo, con los ojos en el plato, asintiendo. ¿Lo hago por vos, por ellos o por mí? Llevaré la máscara hasta que la muerte me empuje a no sé dónde, con un único confidente, sin conocer su respuesta. Y cuando ella llegue, seré apenas una ráfaga errante camino del cielo -o del infierno. Todo por tu culpa. Tu infamia me salpica con su podredumbre. Por salvar a mis hijos quedaré manchada. Yo haré que puedan llevar la frente alta; firmarán tu apellido injustamente; el mío, el de la madre, quedará relegado a los archivos. No importa. Yo lo sé. La dignidad es mía.

Has perdido mucha sangre. Quiero creer que estás arrepentido; pediré perdón por los dos: me has hecho pecar con tu pecado. He arrancado las compresas y el dulce fluir crece de nuevo. No duele, ¿verdad? Has comprendido: tu convulso "gracias" lo atestigua. Palideces, tus labios tiemblan bajo los míos, se te acaba el aliento. Perdóname.

Oía mis sollozos desgajando el silencio. Con la yema de los dedos presioné los párpados aún dóciles hasta borrar el fulgor opaco. Busqué a tientas el teléfono. Disqué.

-Por favor, estoy desesperada. Unos desconocidos balearon a mi marido al atender la puerta. Está perdiendo mucha sangre. Apúrese, doctor.

Desde el vestíbulo llega la risa de los muchachos. Vienen de una fiesta, como aquella noche.

Dicen que debo volver a sonreír.

 

OFRENDA 

El ojo del sol, enrojecido de cansancio, se hunde en la sombra y alarga las figuras, quebrándolas sobre la desigualdad del terreno. Los últimos trinos acompañan a bultos presurosos, que se pierden en la maraña de los árboles, cambiado el travieso verde a ramaje amenazador.

Un pequeño montículo vuelca su sombra agigantada sobre los pies descalzos, inmóviles desde hace rato. Del rancho llega el ruido de las herramientas de labranza arrimadas al galpón y el chocar de los platos de lata. De pronto, un grito pidiendo algo, o el ladrido del perro mugriento, alborotando las gallinas acomodadas en los travesaños del corral.

La niña ignora el pulso del campo, convertido ya en un manto pardusco. Sigue en pie, escarbando con el dedo gordo la arena, hasta hacer un hoyo que tapa, maquinalmente, con la planta costruda. La tierra se mancha al recibir los goterones salados, y el croar de las ranas del charco vuelve inaudible el hipo quejumbroso.

El llamado llega, rasgando la noche: María, ¿dónde estás?

Un estremecimiento oscila la sombra, que semeja la llama de una vela. Al agacharse para dejar las flores, pasa la mano sobre el césped húmedo, como lo hacía con el pelo barcino, y musita: Chau, Michí.

 

LUCY MENDONÇA DE SPINZI

 

Nació en Asunción en 1932 y desde 1940 vivió con sus padres en el exilio. Regresó a Paraguay para contraer enlace y desde entonces se dedicó enteramente a criar diez hijos. Acompañó a su marido en actividades teatrales con las compañías de Héctor de los Ríos y Ernesto Báez, e inició como entretenimiento la actividad literaria en ese género. Así obtuvo su primer galardón con el Primer Premio de Obras Teatrales de Radio Cáritas en 1955, con la pieza "Los Desarraigados". Desde entonces su carrera privada en los géneros teatral, ensayo y cuento breve, se ha visto estimulada en diversos concursos que han hecho posible la publicación de algunos de sus trabajos. Mencionaremos solamente, además del ya anotado, de sus once galardones, el Premio Internacional de Ensayo de Radio Cáritas, convocado juntamente con el Instituto Paraguayo para la Integración de América Latina en 1988 con el ensayo sobre Rafael Barrett. Además, en 1987 la Editorial Criterio-Ediciones publicó un tomo de veintidós cuentos cortos con el título "Tierra Mansa y otros cuentos".

La actividad literaria sigue siendo así meramente privada y catárquica para quien, como ella, ha tenido que concentrar energías para la elemental supervivencia familiar mediante el oficio de escultora ceramista.

 

INTEMPERIE 

Abro los ojos; todo está en orden, como me gusta: los muebles viejos, las lámparas, los frascos de lociones sobre la cómoda. Ahí, tendida sobre el gran lecho, siento sin embargo una amenaza, esa horrísona y familiar sensación de peligro inminente surgida, no del trueno sino del ominoso silencio que se cierne sobre mí, aislándome y oprimiéndome. Hago memoria: esta angustia incrustada en mis entrañas no es nueva; son el pico y las garras del buitre de Prometeo; es tan antigua esta angustia como los dioses, definitiva corno la muerte, tan sin majestad como el plato de lentejas de Esaú. Me niego a mirar hacia arriba, pero mis párpados se vuelven transparentes; entonces me los tapo con las palmas de mis manos y éstas, a su vez, se hacen traslúcidas. Veo, a mi pesar, el cuadrilátero del techo sin techo, ocupado por un retazo de noche negra, violácea, sin el consuelo de las estrellas. El espanto de la intemperie se traduce en un sollozo que desgarra mi garganta con un estertor. Me debato en la agonía; oscuramente comprendo que estoy soñando y despierto bruscamente, con los ojos secos y desorbitados.

Enciendo la luz de la mesita de noche. Jadeo y escucho el ronquido tranquilo, acompasando el sueño de mi compañero; la calma vuelve lentamente. Extiendo mi mano sigilosa y acaricio la suya con ternura cuidando no despertarlo. Afuera, el viento caprichoso desmelena la arboleda, arrancándole quejidos y lamentos. Permanezco en vela. Apago la luz. Oigo en el vidrio de la ventana, sobre la cabecera, una uña rascando insistente; cesa y vuelve a arañar, inquieta con cada acometida del ventarrón. Comprendo. Ya no consigo volver a dormir. Recuerdo. El rostro de aquel niño se borró, pero está presente su gesto agazapado acercándoseme hasta abalanzarse, hundiendo por fin, el puño cerrado en mi vientre infantil. Encogida de dolor, suplico con los ojos el permiso de mi madre para responder a la agresión. Desde su altura empírea, su mirada severa refuerza el mandato de no replicarás al ofensor. El fogonazo de la evocación se trueca en otro: mi prima María contoneándose, desafiante, caminando en mi redor con los brazos en jarras. Tengo prohibido contestar de palabra ni reaccionar con la acción. La ira impotente me tiñe la cara de rojo asesino y las lágrimas saltan como agua surgente. La última imagen de mi íntimo ritornelo es un pedido de auxilio a esa mujer que tanto me quiso, con tanto desvarío: no quiero salir de paseo con la prima María porque siento vergüenza de mí vestido de percal, al lado de su elegancia deslumbrante. Los ojos severos aluden a 'mi precoz orgullo, a mi vanidad, a mi envidia. Así aprendí a luchar contra la barahúnda de mis feroces emociones. Me refugié en mí misma e hice amistad con el tronco de los árboles, con la hierba menuda, con la textura de las hojas y los relieves de sus nervaduras, con los aromas vegetales infinitos, con los sonidos de los vientos arrullantes o iracundos, con el ojo impasible de la luna, con la forma imprecisa de las nubes. A veces me escondía bajo el toldo protector de un sarmentoso jazminero caído en un rincón secreto del jardín. Conocí el placer de la compañía de las cosas desapercibidas y el gozo de dar voz y música a los duendes y a las hadas del lejano norte, que poblaron mi mundo privado. Aprendí a conversar con mis pensamientos, me gratifiqué con el perfume de la tierra fecundada por la lluvia, con la fraternidad de seres diminutos, afanosos como las hormigas y perezosos como las lombrices blancas y rollizas. Me enamoré de las piedras carcomidas por el abrazo perenne de las edades y de los muros ennegrecidos por el olvido. Preguntaba a los pájaros, a las cigarras chirriadoras, a la sombra de las tapias vetustas, a las flores risueñas, cuál era mi lugar entre ellos. Quería empequeñecerme para habitar los subterráneos telúricos de los seres minúsculos. Me preguntaba: ¿Era yo tan mala como a veces me creía? Comencé a errar en los meandros de la autojustificación y dula autocondenación. Fui propensa a sentirme fácilmente culpable por todo y por nada, a buscar no ser rechazada ensayando una sonrisa desfallecida y estúpida. Era inútil. Alguien, siempre, procuraba ayudar explicándome que me faltaba algo que tenían mi prima Elba y mi prima María, tan alegres y dicharacheras; lo que lucían fulanita y menganita, tan encantadoras y graciosas. Acabé por recelar de las personas, por sentirme amenazada, y a atacarlas con exabruptos para no odiarme a mí misma. Desarrollé un oído, un olfato y un tacto de animal silvestre, interpretando los sonidos, los olores y las texturas como un ciego. Me habitué a leer, como en un código, las percepciones de mis sentidos: he ahí el lamento lejano del tranvía bamboleante en la quietud de la tarde; el arrullo de la tórtola llamando a su pareja en la siesta de plomo; el rebuzno de protesta del burro por el martirio de las árganas repletas; el olor de la tormenta acercándose, amenazante; el de las nubes preñadas de lluvia; el resplandor imperceptible del rayo lejano y la mueca sutil de unos labios finos enarcados por el desdén. Y se fueron bocetando mis sueños recurrentes en los subterráneos de mi ser, hechos de dudas, de pavor, de intemperie, de obsesión de interpretarlo todo sin conseguirlo nunca.

Volví a quedarme dormida. Al despertar en la penumbra protectora de las cortinas espesas, recordé que había vuelto a soñar. Andaba por callejas muertas, buscando afanosamente no llegar a destino. Si éste quedaba al norte, yo intentaba derivar hacia el sur, y cuando creía lograr mi propósito, allí estaba ese maldito cruce de caminos en que yacían, atrozmente mutilados, cuerpos y más cuerpos deshechos, sangrantes e inmóviles. ¡Oh, esos mis sueños recurrentes, fatídicos! Aprendí a leerlos, a ver sus mensajes de impotencia, de miedo al descampado, como en un códice implacable enterrado en mi archivo onírico.

Ahora me incorporaría y me enfrentaría a esas nimias necesidades cotidianas que son la basura del alma inmortal. Ya aspiraba el aroma del café recién hecho, ya escuchaba los pasos tranquilos del hombre con quien comparto los últimos cuarenta años. Armada de coraje, me dispuse a enfrentar el sol que muestra sin pudores la miseria de nuestra vida desvencijada, que amputa el sueño, que degüella la fantasía.

Nos sentamos juntos para celebrar el rito del desayuno con esas pequeñas manías que apaciguan tantas tormentas, que serenan los ánimos, que forman los eslabones de las cadenas que unen a los viejos más férreamente que la pasión juvenil. Mientras revolvía el azúcar, lo miré de reojo y, como siempre, se presentaron varios ángulos de observación como en un Picasso de la tercera etapa: uno mostraba al compañero unido a mí como la carne a la uña, ese joven barítono de las arias italianas al que un sino demente me soldó. Otro, al adolescente gentil a quien su madre inhabilitó para la simple lucha por la vida, ese muchacho ahora viejo, fláccido, tristón, más hijo mío que los que di a luz, más necesitado que yo de brújula. Soy un lazarillo ciego. Y ahí al que pocas pero persuasivas veces se subió al carro del- patriarca hebreo-romano y, con voces de mando y apremio de látigo y picana sutiles, me urgió a oficiar de buey de carga. También está el ángulo en donde veo al joven enamorado que quiso bajarme la luna y, por ignorar sus limitaciones, quedó desnudo bajo las estrellas. Y el último: el esposo que envejeció en mi regazo, muellemente instalado, ese esposo que siempre rechazó duramente todos mis desfallecimientos. Y sus hijos aprendieron la lección.

La mañana quieta, dorando las amadas baldosas carcomidas, parecía tan beatífica sobre mis reflexiones que tuve el impulso de emitir esos ayes de siempre, ecos que se repiten en el cuenco vacío del alma. Callé. Pensé en nuestra prole soberbia, autosuficiente. Una ira primordial fue tomando forma y cuerpo. Entonces engullí con prisa la pastilla de la mañana, aplacadora de los impulsos del Cromagnon con la farmacopea del XX.

Apreté los labios esperando el efecto y escuché:

-Ahora que estamos solos, que todos los hijos se fueron, me haré de un arma: el país se ha vuelto peligroso, la sociedad se volvió violenta.

Asentí. Si escapaba mi cólera, mi rancia indignación por todo y por todos, me expondría a algún sermón. Mis hijos, solícitos, acostumbraban exhortarme a ser razonable, a dejar el enojo, a deponer la ira y a perdonar, como manda la Fe. Y me sentía de nuevo ante mi madre decidiendo por mí, con ceño severo, haciéndome practicar una virtud extraña a mi voluntad de niña, de anciana.

-Sigo siendo la niña de cinco años, vapuleada -dije entre dientes.

Me miró interrogante. Se dulcificó y puso su mano sobre la mía.

-Mi pobre hija querida, estás muy cansada, muy presionada por los últimos acontecimientos. Siento no servirte de mucho. Nuestros hijos podrían...

-¡No!---casi grité-. Ellos nada tienen que ver conmigo; déjalos con su vida en paz. Me humilla su actitud.

-Ya sé, siempre fuiste una persona muy digna. Te comprendo. Yo estoy a tu lado; aunque no sirva de mucho.

Creí que tras sus palabras apaciguadoras había un reproche escondido contra aquello que -sospecho- él considera orgullo feroz.

Esa llovizna fina que hace murmurar misterios al follaje, que bruñe las baldosas roídas del patio interior, que lustra la noche con reflejos de gema, esa llovizna tranquiliza mi corazón. La casona deslucida quedó en pie, habitada por muchas ausencias y muchos rencores silenciados. Adivino voces perdidas, pasos idos, risas muertas, penurias no aplacadas todavía. Soy, por fin, dueña de mi casa, de mi ruina, de mi espacio, de mi lapso final. Acaricio con los ojos el follaje rebrillando de humedad y un escalofrío traspasa mi carne; me traslado a las habitaciones listas para ser ocupadas por dueños que nunca volverán. Todo es mío, ahora. Suelen regresar a veces, cuando hay que rendir un difícil homenaje a la vejez, o cuando la vida golpea, despiadada. Y siempre tengo el irresistible impulso de abrir mis entrañas resecas. Los quiero tanto. Pero no importa. Ahora todo esto es mío. Mi madre fue dueña de mi casa y de mis decisiones, mi esposo fue dueño de mi cuerpo y de mi fertilidad, mis hijos fueron dueños de mi savia y de mis tiempos. Lo que sobra es mío. Prepararé los colores y los pinceles, la arcilla y los hilos de bordar, los libros que no pude leer y las cuartillas intocadas cuando pase esta convalecencia. Hoy alguien se marchó. Todavía no llegó el momento. Aprendí -tarde- un principio de vulgar economía doméstica: lo que se da sin precio, no tiene valor. Tal vez sea demasiado tarde. Los viejos inquietamos a los jóvenes porque somos el espejo que refleja su futuro: no saben qué hacer con la melancolía. Tienen la tentación de meternos en un frasco de vidrio con formol y ponernos en una repisa, como un feto mal formado. Quieren extendernos un certificado, si no de defunción, de senilidad precoz, para no hacerse cargo de que aún vivimos y sentimos.

Apago todas las luces y me hago de una linternita de bolsillo. Ya hace días que nadie viene a contemplar el fastidio de la decadencia, casi plácida, de nuestra vida en común. Llaman, sí, por teléfono, esperando escuchar que todo está bien, gracias; que no hay nuevos achaques de importancia. Pero, desde ayer, la línea está dañada -todo se daña aquí. Estamos aislados en medio de la llovizna, envueltos en un viento monocorde y cansado de rodar. Estamos solos con las ranas regocijadas de lluvia en el estanque mohoso. Hasta nos sentimos aliviados en esta apacible tristeza. Me paseo en la noche observando los rincones de los corredores monacales, de los cuartos dormidos en inútil espera, contemplando los libros desliéndose, con un aroma de pápeles amarillos. Esos muebles pesados, de columnillas torneadas, de mesadas de mármol, fueron de mi abuela materna, lo mismo que la lámpara de cristal tallado, lo mismo que la salida de fiesta de bordado en richelieu, hoy hecha andrajos en una bolsa de tela apolillada, lo mismo que esa funda larga dé hilo, con iniciales y ojalillos primorosos. Ese álbum de preciosa caligrafía-que fue la de mi madre-, con su nombre en la tapa ennegrecida, guarda las poesías de su juventud, que hoy harían morir de risa a cualquier adolescente. Ese daguerrotipo de mil ochocientos ochenta y ocho fue de mi abuela paterna y la acompañó desde la cabecera de su cama, hasta morir: es el hermoso Joaquín, mi bisabuelo, el mercader moro portugués, donjuán y ricohombre de colonias. Me pregunto qué hacer con tanto tesoro propio y cachivache para los demás: ¿,Los cremaré, quizá, como a difuntos o los enterraré en fosa común? El inventario se ve bruscamente interrumpido. Olvido el olor de las cosas viejas, el color de los bronces y los cristales polvorientos y las voces del pasado. Mi cuerpo se pone rígido: escucho unos pasos cautelosos bajo la ventana. Sigo mi recorrido de luciérnaga sigilosa. Circulo por la casa en sombras; soy un felino; vuelvo a oír, bajo otra ventana, el murmullo de pasos sobre la alfombra vegetal. Mi marido duerme. Abro suavemente la cómoda y extraigo el arma. Sé cómo se usa, aunque nunca disparé un tiro. La preparo. Me desplazo silenciosa, aplicando el oído en las nueve ventanas y en las Ocho puertas exteriores de la casa, una por una. Cosme, el único de mis hijos que jamás me hizo un reproche, había dicho que estaría pendiente de nosotros, que llamaría cada noche por teléfono, que hay mucho riesgo en una vivienda retirada, con dos ancianos solos en un país de maleantes. Pero la línea está muerta desde ayer. Medito: amé a mi patria mientras la idealicé. Al miedo se suma la rabia. Sabía que ese hijo jamás me había defraudado, pero no podía recurrir a él. Maldigo entre dientes. Procuro serenarme y pienso que no es para tanto. Si realicé tantas proezas, podré bastarme a mí misma. Me siento valerosa: no necesito clemencia de nadie. No soy inválida ni estoy senil. Me repito que, si hace falta, dispararé. Escucho, con el arma en mano firme. El perro aúlla en el fondo de la quinta. Otra vez percibo ese susurro inquietante sobre la hierba húmeda, ese roce levísimo alrededor de la casa. Circulo por el perímetro interior con el revólver listo. No hay vecinos en los vetustos caserones de fin de semana. Ahora los pasos resuenan nítidamente sobre el piso de ladrillos del lavadero, tras la puerta del fondo. Quedo inmóvil en la oscuridad. Ahora se detienen. El picaporte se mueve suavemente, pero mi oído aguzado capta la fricción del metal. Me preparo, y a la altura en que puede estar la cabeza del merodeador, descerrajo tiro tras tiro hasta agotar el tambor. Retumba el grito espantado de mi esposo y yo, serena, con la certeza de haber hecho lo debido, enciendo las luces y abro la puerta. Sobre los ladrillos está Cosme, mi hijo, tendido, sangrando lentamente. Alcanza a decir, con un hilo de voz:

-Hay asesinos sueltos esta noche.

 Areguá, 29, VIII, 94

 

LUISA MORENO DE GABAGLIO 

Paraguaya. Chaqueña. Doctora en Ciencias Veterinarias (año 1976). Socia fundadora de PRONATURA. Socia del Club de Historia N° 1. Socia del Club del Libro N° l: Integrante de varios talleres literarios. Tiene cuentos publicados en los libros del "Taller Cuento Breve", en el diario "Hoy" y en algunas revistas literarias.

En el año 1988 obtiene el segundo premio con su cuento ecológico "Capibará" presentado en el concurso literario de cuentos breves "Veuve Clicquot Ponsardin".

En 1990, obtiene un diploma con Mención de Honor, con su cuento "Réquiem para el dorado", en un concurso organizado por la revista "Punto de Encuentro" de la ciudad de Montevideo, Uruguay.

En 1993, gana el segundo premio otorgado por la misma publicación uruguaya con el cuento "El antiguo catalejos". El 12 de octubre de 1993, fue galardonada con el segundo premio del Círculo Español de Puebla, en México, por el poema "Panthera Onca".

En el año 1992, se presenta su primer libro de cuentos ecológicos "Ecos de Monte y de Arena". Un año después, fue publicada la segunda edición de la misma obra, en su versión bilingüe, con el título de "Kapi yva", traducido al guaraní por el profesor Mario Rubén Álvarez. Este libro fue aprobado por el Ministerio de Educación y Culto, como libro de apoyo para la enseñanza del guaraní en todos los colegios del país.

En octubre del mismo año, publica su primer libro de poemas "Canela encendida".

 

SOMBRAS HUIDIZAS

"Dios todopoderoso, que en tu misericordia infinita" no recuerdo cómo seguía la plegaria. Este muslo se está hinchando, lo sé por la sensación de vendas apretadas que siento sobre la herida abierta. No debí quitarme los pantalones, las nalgas se me van helando; pronto vendrán por mí; no puedo seguir aquí; estoy hecho una sopa; tiemblo de calor y de frío: es la fiebre. No me gusta el color que va tomando mi piel: bronce viejo, color de tierra ferruginosa, la que pronto me cubrirá si no llegan a tiempo mis perseguidores. El aguacero me trajo una feroz compañía -pensé que se trataba de una alucinación cuando la rata me atacó comiéndose un pedazo de mis dedos muertos. No sé hasta cuándo podré tenerla a raya con mi cinturón, me siento muy débil, se me borronean las cosas, el animalejo sigue pendiente de mis reflejos. Está mojado y tiritando de frío igual que yo, debe tratarse de una hembra, las tetas se le hincan: en el piso, tiene el vientre fláccido, tembloroso, no le importan mis, gritos, ni mis manotones, está hambrienta; "hágame caso; doctor Castro, déjese de esos engañabobos. Yo, Liberato Ozuna, lo haré rico de un tirón. Se trata solo de achuritas en salmuera, usted habrá escuchado de la fuente de la juventud, ¿verdad? Confíe en mí. Yo fui ayudante de cierto médico alemán. El herr está bajo tierra, pero yo quedé con la experiencia y los contactos" -decía Liberato, por lo bajo, con la respiración agitada del asmático. "Nos vemos, socio" -dijo guiñándome un ojo cuando nos despedimos aquella madrugada en los fondos de la Clínica. Y levantando la mano derecha me hizo la venia "¡Heil Führer!"- y se perdió hacia la terminal de ómnibus. Lo apresaron horas antes de mi lío con el cura y sus feligreses. Lo vi por última vez cuando pasaba frente a la Clínica. Lo llevaban esposado. Parecía feliz. Iba cantando la Marsellesa con su voz de fuelle viejo. Liberato Ozuna. Carne de Tacumbú. Sus compañeros de infortunio, como estará llamando a los otros presidiarios, ya habrán escuchado las frenéticas lecturas de los Evangelios Apócrifos y del diario de su amigo alemán. ¡Ah Liberato, gran tipo! Vendedor de ungüentos para borrar manchas de la cara. Tengo el pulso agitado y necesito aire, siento la lengua como si estuviera hirviendo en mi propia saliva. "Las mujeres que tienen manchas, como paños o maculosas, no son buenas para lo que sabemos". "Si usan mis pomadas, lucirán como alabastro oriental" -me explicaba Liberato cuando sabía que las chicas lo estaban escuchando. ¿Qué contendría la vieja valija de cuero que llevaba atada al portaequipaje de su bicicleta? Ese cuervo que acaba de aparecer en el ventanuco no es el mismo que ayer me vigiló durante horas. ¡Cuántos árboles se habrán convertido en arrobas de carbón en este horno! Es amplio, debe tener dos metros de altura por tres de ancho. Tatacuá para hornear carbón. Cuando me encuentren, querrán dorarme en mi propio jugo. Aunque ya tengo media res cocinada por el activo Welchii. El cuervo de ayer se parecía al señor cura. Tenía el mismo lobanillo amoratado en el párpado. Igualito al de mi amigo ensotanado. "Este néctar es de la vendimia de los capuchinos, amigo Castro" -me decía el curalmas-. "Moscateles machacados por sagrados pies"- y continuaba: "Después de la primera botella, usted estará en gracia de Dios; después de la segunda, lo estará tuteando. Al terminar la tercera, usted ya no será un simple destello de lo absoluto. Será lo Absoluto. Amigo Castro, la perdición del hombre se llama Kuñá. El súcubo. Adelaida, su concubina. Libérese de ella. ¡Qué escándalo! Los vecinos los escuchan" -Que ella, que Adelaida me iba a entecar, que era como oruga de marandová: devoradora. Que su boca era la fragua de mi condena, que ella me acusaba de pecar en su carne; que esa mujer era puro fuego, salida del mismísimo infierno. Cura mentiroso. Él la mandó llamar. Quería tener su propia versión. Quería escuchar la voz susurrante, cálida. Se estremecerían sus labios azulencos, húmedos, lascivos. "Dime, hija: te toca, cómo, dónde, ¡ah, ah! -la voz cada vez más ronca, las manos crispadas en los bolsillos de la sotana. Él la quería para sí. El pueblo lo sabe pero calla. "¡Pobre! Es un santo. Tan solo, tan sin nadie que le caliente la cama". Pronto estarán aquí el cura, el comisario y la indignada comitiva. Dirán "Quieren a este hombre o a Barrabás". Agua y jabón para sus manos de molusco. Yo, para la turba que me hará pedazos. Pueblo mandioquero. Cuna y sepultura de cretinos. Ay, Adelaida, Adelaida, y el incipiente bocio abrazado al cuello. Moviéndose como si tuviera vida propia cada vez que ella hablaba o tosía. Y ella consciente de su turbación, de la avidez con que la miraba. Púdicamente lo arropaba con su manto de crespón negro, su manto de viuda. "Me creció porque me lavé la cabeza antes de cumplir los cuarenta días de mi parto", después de acariciar esa bola suave, tibia, movediza. Boca sedienta de yodo trepada a su garganta como un niño, como un enamorado o como un extraño ser nutriéndose de ella, de su calor, de sus jugos, del suave ronroneo de su voz. Y ella asustada de sus propios gritos, aterrada de volver a ser feliz: bajo las sábanas. Mi sucubina, ahora concubina del célibe libador de cepas blancas. Estoy velando mi propia muerte. Las ondas de fuego que suben a mi garganta me impiden gritar todo el horror de mi impotencia. Debo de tener cuarenta grados de fiebre, o quizás más. Vi la cara de la muerte tantas veces. Jamás pensé que asistiría a mi propia defunción. "Vivir, morir" ¿dónde habré escuchado eso?, rezar, o mejor soñar. Ah, si pudiera dormir, pero algo que no alcanzo a comprender me tiene despierto y lúcido. Debe ser a causa de las toxinas. "Si triunfan esas fuerzas extrañas, esa mano sucia que está contaminando nuestro partido y su unidad, entonces esta Junta será una farsa". Así comencé mi último discurso. Al día siguiente, el Director me llamó a su despacho. Alto, canoso, aséptico. "El campo le sentará bien, doctor Castro. Usted es joven y allá lo necesitan", su mirada neutra indagaba mi reacción. "Con el tiempo, la firmeza retornará a sus manos, y por acá se olvidará lo que le pasó"; el muy hipócrita. No encontré peor enemigo que el colega mediocre y vanidoso. El pulso puede jugarnos una mala pasada en cualquier momento. Es normal en nuestro trabajo: un mal día es suficiente, pero eso debe pasar inadvertido. Así tenía que ser, siempre tuvimos mucho celo en cuidarnos las espaldas. Pero no, al señor Director le bastó ese resbaloncito para sacarme de en medio. Me separó del cargo. Yo les podría molestar. Era peligroso para la unidad de la claque, y por esa razón fue prudente cancelarme la matrícula. Un baldecito de alquitrán y listo. Me fregaron, para eso están los amigos. Estos bichos me ponen muy nervioso, van aumentando en número conforme avanzan las horas. En algún lado leí que los cuervos huelen la carroña y envían a su bromatólogo. Ese que está en la boca del horno vino a controlar mi grado de putridez. Si la plebe no llega a tiempo, pronto estaré al dente para el banquete de los emplumados. Por suerte en este proceso no hay dolor. Eso sí, comienzo a oler mal. Huelo a cosas rancias, no puedo controlar el castañeteo de mis dientes; si por lo menos pudiese cambiarme esta ropa mojada, o cambiar de posición. Volvió a salir el sol. ¿Dónde habrá ido la rata? Jamás sentí tanto frío. Enseguida me di cuenta de que prevención e higiene no tenían validez en este rincón de mala muerte. Desde el primer día, el cuello de mi bata quedó asqueroso de sudor y de tierra colorada. "Mi hijo tiene ojeo" -dijo la mujer. El yuyero la mandó sahumar mirra, pindó, incienso y yerba alrededor del niño. No hubo caso de convencerla con otro tratamiento. Volvió al yuyero. Días después vi pasar aquel cortejo rencoroso; en medio iba el cajoncito rosado; no sé por qué lo llevaron sin la tapa, pero cubierto de, creo que eran jazmines; apenas se veía la carita pálida entre tantas flores. Los acompañantes apedrearon las ventanas y me echaron maldiciones. Durante varios días no pude olvidar el olor penetrante del angelito. Fue como si el olor se hubiera estancado ahí en la calle y se aventara hacia el consultorio. Me arden los ojos, estos ojos legañosos que ambicionan los cuervos. Nunca me acostumbré al agua turbia, caliente, que deja en la garganta el sedimento oleoso del barro. Hasta el pensamiento se me volvió arenoso. Sucumbí a la temible paz bovina. La rapidez mental, las decisiones audaces daban paso a una bochornosa abulia. Como si el proceso cerebral se desarrollara en el rumen. "Usted no sabe aprovechar su suerte, Castro. Qué desperdicio de materia prima", insistía Liberato. Veo sus ojos saltones desbordándosele por la falta de oxígeno. "Castro, estamos perdiendo el tiempo, esto es seguro", que sin riesgos, que allá en Asunción me dedicaron el INRI. "El aire puro del campo le sentará bien, doctor Castro" -así me había dicho el Director. Sin embargo, en cierta secreta sesión a la que no fui invitado, labraron mi epitafio. "No va a ser fácil dañar la imagen del doctor Castro"- fue la tibia defensa de- Fernando, mi inseparable colega, mi compañero de pesca. Pero su voz fue acallada. Bastaría con un comentario medio en broma", y surgió la idea: "Homosexual". "¿Castro homosexual?" No, mejor bisexual, más amplio. De amplio espectro: barre con toda duda. ¿Y si no resulta? "Cleptómano". "El cleptómano inspira lástima". "Tan buen muchacho y con esos vicios", y ya cunde la desconfianza. Ni de enfermero me querrían en ninguna parte. No hay mejor corrosivo. Avanza despacio, pero es seguro. Malditos, y yo preguntándome qué bicho les picaba cuando, al llegar a alguna reunión, veía que apresuradamente guardaban lapiceras, o ridículas baratijas de dudoso gusto. Hombrecitos llenos de ponzoña, de lamentable estrechez mental. Gracias a Liberato descubrí la telaraña con que me habían envuelto. Una sola vez fue a la capital y ya me vino con la noticia. Si salgo de esto, si el Clostridium. Allá arriba, en el cielo abovedado, veo un nido de avispón. Liberato me dio nombres y apellidos de los amigos y correligionarios que me estamparon la infamia. Cleptómanos de ideas ajenas. Oportunistas que acaparan los diarios adoptando poses y retóricas de moda para hacer impresión; pero el "ego cógito" es un memorable finado. Inflados de viento, pura cáscara. Ahora me dan risa esos sofocones de los dueños de casa, vigilando mis pícaros dedos. Pelones. Qué soberana estupidez, el infierno se ocupará de sus lenguas bífidas, como los cuervos lo harán de mis ojos en el sepulcro hediendo de sus buches. Los ojos del doctor Castro, los que vieron decenas de vísceras humanas, irán a la molleja de esos bicharracos. Qué ironía mi última morada, la pepsina cuervífera. El cura se infló como un sapo. Chilló, zapateó y escupió cuando me vino a interrogar. "¡Satanás!" Infame. Dime con quién andas y te diré quién eres. Liberato, profanador de tumbas y de santos, y usted, ateo confeso"- la voz del fraile retemblaba en las paredes; el curador de almas soltaba al inquisidor solapado. Rojo de ira, blandía los puños ante mi incurable alma, mi alma infecta de ateísmo, y luego con la sotana al viento y el crucifijo en alto fue en busca de la jauría. Liberato era tenaz. Sabía tentarme el condenado. "Menudillos saladitos, Castro, y en nuestros bolsillos un fajo de dinero yanqui. Y sería solo el comienzo. El bien y el mal no son sino sombras huidizas, nubes pasajeras. Del cielo Azar al cielodólar, viejo. ¿Eh?- y entró al consultorio aquella mujer tan delgada. El hijo no lloraba, gemía sin lágrimas. De la boca entreabierta salía un ruidito subterráneo, como de elásticos rotos. Los ojos estaban fijos en algo ajeno a este mundo. De la piel rezumaba algo pegajoso, y el vientre se veía hinchado, tal vez lleno de parásitos. "¿Qué come? -le pregunté. "Candial aguadito con té de anís" -me contestó alzando hacia mí una mirada afligida, cansada. "¿No le das de mamar?" Ella escondió el rostro demacrado. "No tengo más leche, me tomó aguacero y se me pasmó mi pecho". "¿Qué significa esa pulsera de trapo rojo y el palito de yerba?". "Todavía no se bautizó, y para que no le lleve el Pombero" -dijo apretando contra sí al niño, liadito como un cigarro. Cuando desnudé al chico, vi que tenía una cosa grasienta en el abdomen. "Es tonsinsal de chancho. Su remedio para la hinchazón" Un círculo violáceo se cerraba alrededor de los labios, sospechosamente pálidos. La voz de Liberato comenzó a martillarme en el cerebro. Ya no había pulso en ese bracito, puro pellejo. "Este chico debe quedar internado" -le dije sin mirarla. "Salvale a mi hijo, doctor" - se aferró a mi bata, súbitamente sacudida por un sollozo. Me costó separarla del niño, pero al fin la empujé suavemente y cerré la puerta. Preparé el instrumental y llamé a Liberato. De vez en vez, sentía que la mujer susurraba "Dios misericordioso" o algo así. Me asombró ver cómo el pequeñito luchaba por la vida con todas las fuerzas que le restaban, pero poco a poco iba entregándose, devorado por la enfermedad. Se revolvía convulsivamente, movía la cabecita, los brazos, abría la boca buscando con desesperación el aire que se le escapaba, y con un quejido de protesta, murió. Liberato y yo comenzamos a trabajar. Una hora después, suturé el pequeño vientre y-dispuse que entregaran el niño a su madre. A lo lejos vi avanzar a la mujer con el muertito en los brazos; despeinada, pálida, parecía salir de un feroz combate. Al pasar a mi lado sus ojos de loca no me reconocieron. Después vino aquel interminable silencio, y luego esos pasos precipitados en la calle, el cura, los gritos, ¡Asesino! y la fuga y el caballo desbocado arrastrándome con la pierna rota, y fue ayer o ¡cuántos cuervos ya habrán bajado! ¿Por qué tanto silencio? ¿Qué diría esa oración que rezaba bajito la madre del niño?

 

GLORIA PAIVA 

Profesora normal. Paraguaya, casada, tres hijos. Nació en Caazapá, donde hizo sus estudios primarios y secundarios.

Ejerce la docencia y colabora con el "Diario Noticias", dirigiendo el Suplemento Infantil. En 1988 fue seleccionada para integrar la Antología de Cuentos Feministas Latinoamericanos, en concurso realizado en Chile por Fempres, con el cuento "La Espera". En 1991, obtuvo una Mención de Honor en el Concurso de Cuentos Cortos organizado por el Departamento Cultural del Club Centenario, por su cuento "¿De cebolla?". En 1993 obtuvo el 1er. Premio del Concurso Centenario con su cuento "Pueblo redondo", que se incluye en este libro.

 

PUEBLO REDONDO

Ladeó la cabeza y escuchó atentamente. Trataba de captar algún ruido desacostumbrado, pero sólo llegaron hasta él unos ladridos lejanos y el chirrido de los grillos. Hacía tiempo que las noches le resultaban muy largas y ésta especialmente, no terminaba nunca. Sorbiendo innumerables mates, fijos los ojos en la calle oscura, el hombre recordaba. El pueblo había nacido redondo, redondo como un tacurú en medio del campo y fue creciendo de a poco, Mientras las niñas jugaban a la ronda y los niños a las bolitas. Nunca hubo problemas. Todos sabían de dónde venían y hacia dónde iban. Benito fue el único que pareció ignorarlo. Una tarde salió de la escuela y no se lo volvió a ver. Era un tonto, dijeron, sólo un tonto podía perderse en un pueblo redondo. Pronto lo olvidaron, y no le reconocieron cuando volvió, años después.

-Soy Benito -dijo él para disipar la desconfianza de los que lo miraban con disimulo.

-No debe quedarse -le había susurrado Romualdo durante el velatorio del maestro-. Tantos años fuera le habrán hecho olvidar nuestras costumbres. Además, creo que está mal de la cabeza. Le escuché decir que el maestro murió atrapado por los círculos concéntricos que enseñó a trazar durante toda la vida, que se le enroscaron como una kuriyú y le chuparon como un remolino y que así moriremos todos en este pueblo si no nos libramos de los círculos. Está medio loco. Le digo que puede ser peligroso.

Pero Benito se quedó y todo siguió girando durante un tiempo, hasta el día en que se vio a los niños tomar un atajo para ir a la escuela. Recordaba también el enojo de Romualdo cuando le reprochó por permitir ese desorden.

-Benito es el culpable- le había dicho. Él es quien dice a los niños que andar en círculos los marea y les impide pensar, él mismo les indica qué atajos tomar. No debió permitirle que se quedara.

Aquello no le había gustado. Estaba muy orgulloso de las perfectas espirales que el flujo y reflujo de la gente, yendo y viniendo hacia y desde el centro del pueblo, formaban en las calles y que él se complacía en mirar desde su torre. Había necesitado años y muchísimos cálculos para ubicar los puntos de comunicación que las hacían posibles, y aquellos niños entrando y saliendo por cualquier parte destrozaban el orden establecido. Merecían un castigo.

Es necesario actuar con energía, había pensado en aquella ocasión, pero las extrañas líneas que aparecieron en los muros le hicieron olvidar el problema. Las líneas estaban en todas partes y parecían tener vida, pues se multiplicaban cada noche.

Todos se quedaban a mirarlas y hablaban de ellas haciendo mil conjeturas sobre su significado.

-Investiguen quién las hace - fue la orden.

Romualdo recorrió las calles preguntando, pero nadie sabía nada, ni los guardias, ni los trasnochadores, ni los mendigos que dormían en los umbrales.

-¡Sigan averiguando, inútiles!

Ya las líneas habían invadido todo el pueblo, cruzaban reptando por la calzada, y subían a las paredes. La mañana en que aparecieron trepando por la torre y él las vio señalándolo amenazadoramente estalló en gritos: ¡Encuentren al culpable, carajo!

Una a una se revisaron las manos de hombres y mujeres buscando los rastros de la pintura con que fueron trazadas; aquellos que las tenían limpias, acabadas de lavar, eran sometidos a larguísimos interrogatorios, aunque sin ningún resultado.

Romualdo se pasaba murmurando cosas por ahí. Rengo infeliz, en otros tiempos habría resuelto el problema rápidamente, pero ahora estaba viejo y torpe. Cuando por fin logró descubrir a los culpables ya no quedaba trozo de pared libre de esas perturbadoras líneas que se abrían en todos los sentidos, se metían en las casas y hasta parecían salir por los ojos de la gente.

Por suerte, aquello ya había terminado.

Al amanecer verificaría personalmente si los pintores habían hecho un buen trabajo. Con los muros de nuevo limpios pronto se olvidarían esas malditas líneas, divergentes. Benito y sus alumnos a estas horas estarían muy lejos. Romualdo se había ocupado de eso. Y ya no había peligro de que nadie las volviera a trazar. El pueblo estaría otra vez tranquilo, como siempre fue, como debía ser.

Amanecía.

Ya se oía a lo lejos el traqueteante andar de los carros.

Se asomó a la ventana. Unas gallinas picoteaban la calle.

¿Y la gente? ¿Dónde estaba la gente?

Forzando la vista la vio, en serpenteante columna, alejándose.

De pronto, la figura inconfundible de Romualdo surgió entre el pajonal.

Pobre desgraciado, fiel hasta la muerte. Él los traería de vuelta. A eso iba, estaba seguro.

¡Romualdo!

¡Romualdo!

Romualdo se volvió al escuchar su nombre, luego acomodó mejor su bolsa al hombro y a rengueantes saltos fue a unirse con los que se marchaban.

Malditos desagradecidos.

¡Les ordeno que vuelvan!

¡Vuelvan, vuelvan les digo...!

Los gritos se abrieron en grandes ondas concéntricas sobre el silencioso pueblo.

1er. Premio "Concurso Centenario" 1993

 

DIRMA PARDO DE CARUGATI

Se define como "maestra de profesión, periodista por afición y narradora por vocación". Fue catedrática del Colegio Internacional y, paralelamente, durante veinte años, escribió en el desaparecido diario "La Tribuna", donde tenía una página dedicada a la mujer. Es socia fundadora y tres veces presidenta del Club del Libro N° l. Es coordinadora del "Taller Cuento Breve" y vicepresidenta de la Sociedad de Escritores del Paraguay.

Ha publicado cuentos en periódicos y revistas, pero es en el Taller que integra desde su creación donde encauza sus deseos de escribir. Ha ganado algunos premios y distinciones en concursos locales y tiene un libro de narrativa, "La Víspera y el Día".

Algunos de sus cuentos figuran en libros de literatura para nivel Primario y Medio.

Otro relato, "Baldosas blancas y negras", sirvió como guión de una película de largometraje realizada en nuestro país.

 

LA ODISEA DEL REGRESO 

¿Qué semejanzas hubo entre ODISEO, guerrero de Troya y ELISEO, combatiente de un lejano país mediterráneo?

Muchas coincidencias. Pero Odiseo era DIVINO, Eliseo solamente Humano.

Perdonar no es propio de hombres...

 "¡Feliz hijo de Laertes! ¡Odiseo, fecundo en recursos!

 Tú acertaste a poseer una esposa virtuosísima.

 

      Como la irreprochable Penélope, hija de Icario, ha tenido

tan excelentes sentimientos y ha guardado tan buena

memoria de Odiseo, el varón con quien se casó virgen,

jamás se perderá la gloriosa fama de su virtud y los

Inmortales inspirarán a los hombres de la tierra graciosos

cantos en loor de la discreta Penélope".

 

Homero

"La Odisea"

Canto XXIV 

I

Ajeno e indiferente a la tragedia de los hombres, aquella mañana de marzo de 1870, puntualmente, el sol empezó a asomar por detrás de las colinas. Sus primeras luces fueron haciendo visibles unos malformes bultos que habían amanecido tirados sobre la tierra, que no eran sino despojos humanos, algunos aún vivos y otros ya difuntos.

Ese día, en el confín de la patria, en el que habría de ser el último campamento, antes de que llegara el ocaso, el enemigo cerraría un lustro de adversidades y desventuras, con la muerte del hombre que había estado persiguiendo. Ese Hombre - héroe o villano- común mortal con ínfulas de dios.

Entre los pocos sobrevivientes, Eliseo Lahaye juntó sus pocas fuerzas en un desesperado intento de resistencia cuando llegó la última batalla, pero al ver caer herido al que decía que "moría con su patria", comprendió que ya no sería útil una valentía absurda y optó por la vida, en una ignominiosa pero salvadora retirada.

La luz final del día aún alumbraba la llanura cuando Eliseo se internó en los montes cercanos y a causa de la gran debilidad que lo afligía, pronto cayó exánime. Todavía inconsciente lo recogieron los indígenas que siempre merodeaban la retaguardia.

Las mujeres de la tribu lo abrigaron con pieles de animales y le dieron de beber tibios brebajes en coloridas calabazas.

El guerrero herido deliraba; en sus sueños llamaba a Petronila, su querida esposa y a Teófilo, su hijo pequeño. "¡Tengo que llegar a Itauguá!" -decía enloquecido por la fiebre y se quería incorporar. Pero por orden de la curandera, las mujeres con celo lo cuidaban y se lo impedían. Al cabo de un tiempo, recobrado el vigor, impaciente por llegar a su pueblo, convenció a los indígenas y emprendió la marcha hacia el sur, encomendándose a todos los santos.

II 

La guerra había concluido; la triple alianza enemiga escribía "sus páginas de gloria sobre los cadáveres de los vencidos", último capítulo de la historia que había comenzado con la obstinación del tirano que arrastró a su pueblo al exterminio.

Un largo calvario fue el regreso, con penurias de fatiga, de sed y de magra pitanza de limosna.

Eran leguas de polvo colorado bajo el sol ardiente o de barro resbaladizo si llovía. Eliseo tuvo que desandar el camino diagonal de la tragedia, que él mismo y otros esquivados de la muerte, a paladas furtivas habían ido convirtiendo en cementerio.

¿Cómo olvidar el pasado -ya nunca podría- si todo estaba signado por el horror y la derrota?

A su paso hallaba los estragos que dejaron las huestes invasoras, la miseria de las fantasmales ciudades evacuadas, con sus casonas mutiladas por la violencia y el saqueo. Como en una plegaria musitaba "¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué habrá sido de mi familia, de mi chacra, de mi hacienda?".

Hecho un mendigo, con sus heridas mal curadas y el uniforme en andrajos, iba Eliseo hacia su meta incierta. Era largo el camino, pero el recuerdo sabe acortar distancias y la imagen de su casa, de su pueblo, de su gente (que a veces quería desdibujar  el tiempo) se recreaba con fuerza en la memoria.

 Cada tanto se encontraba con grupos de mujeres y niños, y Eliseo ayudaba en la labranza o a mover alguna carga, a cambio de comida y de posada. Preguntaba mucho, pero él contaba poco, temeroso de ser reconocido.

Muchas veces releía la última carta de su esposa, llegada antes de que se cortaran las comunicaciones: "Te extraño mucho, te esperaré, toda la vida si es preciso. Todavía no recibimos orden de evacuar, pero aunque así fuera, cuando todo termine, te estaré esperando en nuestra casa. Ayer comencé a bordar el mantel para el banquete del regreso. Teófilo está bien, lo cuido mucho. Cada día se te parece más. Está por cumplir los siete años".

Las lágrimas y el manoseo de un lustro iban deteriorando aquella carta, pero el soldado la guardaba como un relicario, sobre el pecho, en un bolsillo de su rotosa guerrera.

Él también había hecho una promesa a su fiel y paciente esposa cuando fue movilizado. "Voy a volver con vida -le dijo con la ayuda de Dios y de la Virgen''- agregó poniendo sus dedos en cruz sobre los labios.

III

Y el protegido de los dioses, llegaba por fin, a Itauguá, su pueblo natal, donde había sido tan feliz.

Con intensa emoción fue reconociendo antiguos lugares. Inquieto, sin admitirlo, temía llegar a su casa y no encontrar lo que al partir había dejado.

Pasaba una mujer con un canasto en la cabeza y Eliseo, saludando la detuvo e indagó.

"Ahora ya casi todo es normal" - contestó la vendedora de naranjas. "Aquí mismo no hubo batalla, pero hubo mucha desgracia, igual".

Con muestras de dolor contó la mujer que un destacamento enemigo había acampado en las cercanías y que los soldados robaron cuanto quisieron, en ese pueblo sin hombres, defendido por mujeres tejedoras que alternaban la labranza y el bordado. No fue sólo por piedad que no las mataron, sino porque eran buenas labradoras e industriosas y los invasores se alimentaban de sus huertas, de sus dulces caseros y de las aves de sus corrales.

Más adelante, ya cerca de su casa, encontró a un mendicante ciego y fingiéndose forastero e ignorante, preguntó Eliseo si él conocía a la familia de Lahaye.

Le respondió el lugareño que creía que el señor había partido a la guerra sin retorno, pero sí sabía que la esposa, su hijo y la criada, seguían en el pueblo, como siempre.

Recordaba el itaugüeño que esa casa, en la época feliz de la bonanza, fue la mejor, la más noble y que en la fiesta de la boda de Eliseo, el unigénito, con la más bella muchacha de esos pagos, él mismo había asado las reses del banquete.

Más quería saber el ex soldado y se animó a preguntar por la señora.

"Es una santa mujer -dijo el anciano-, una verdadera reina. La viuda tiene muchos pretendientes, pero ella sigue esperando; no como sus primas, las propias hermanas del mariscal vencido, que se casaron con los vencedores y se fueron a vivir cómodamente".

Eliseo, henchido de felicidad y orgullo, trataba de fingir casual curiosidad. El viejo vecino, aún sin reconocerlo, lo animó a que fuera hasta la casa a conseguir comida, ya que seguro la señora, siempre ansiosa de noticias, le daría unas galletas con cocido.

Siguió Eliseo caminando hacia su hogar, ahora con paso ligero, impaciente y decidido. Se sacó el poncho, que a pesar del calor de aquel otoño lerdo, se había puesto para ocultar su miserable aspecto, y al hacerlo dejó a la vista su flaco cuerpo apenas guarecido por el haraposo traje de combate.

Cuando llegó frente a su casa, su corazón latía aceleradamente y las sienes palpitaban a punto de estallar. Desde la calle vio la antigua enramada del patio enladrillado. El cuadro que tenía ante los ojos se parecía mucho al sueño recurrente durante todos esos años: Petronila, siempre bella, dedicada a su bordado; Teófilo, su hijo, cabalgaba una escoba de ramajes; la criada revolviendo el contenido de una olla y la comadre (sólo un poco mayor que hace unos años) siempre presente, con su niño dormido entre los brazos.

No quería romper el hechizo de esa visión, tal vez sólo inventada, pero batió las palmas atrayendo la atención de las mujeres.

"¿Pueden dar un poco de agua a un caminante?" -dijo en voz alta.

La criada trajo un jarro de un cántaro de barro y sin abrir el portón se lo pasó al mendigo.

"Déjalo entrar" -dijo el ama compasiva al ver el rotoso uniforme dé la patria, y pensó: "tal vez traiga noticias de Eliseo..."

Petronila ofreció asiento al pordiosero, sin saber que él era su marido y pidió a la criada que trajera un tazón de mazamorra con canela.

Eliseo temblaba. Petronila curiosa, preguntaba... pero al mirarlo a los ojos fue imposible no reconocer al ser querido y a él le fue imposible, también, por un instante más, callar que era él mismo, que estaba de regreso.

Se abrazaron en un llanto común y no podían decir al mismo tiempo todo lo que anhelantes pensaron en esa larga espera.

La comadre conmovida ante esa tierna escena, también lloraba emocionada. Dejó al niño en la hamaca y trayendo de la mano a Teófilo que sin entender miraba, le explicó: "Es tu papá, que vino para siempre".

Diligente la comadre, fiel compañera de Petronila durante el tiempo de soledad y penas, empezó a disponer la casa para el amo. Ordenó una comida sustanciosa y preparó el baño que Eliseo le pedía. Llenó una tina con agua del arroyo, que perfumó con hojas de menta y con azahares. Tras el baño le limpió las heridas con té de hierbas curativas y él se peinó los cabellos con enjuague de verbena.

Rasurado el rostro y con sus ropas de cinco años antes, Eliseo se presentó ante Petronila como un joven pretendiente que desea impresionar a una doncella.

Ella también se acicaló; sobre los hombros se puso una mantilla de encaje ñandutí y se soltó las trenzas, sin saber muy bien por qué lo hacía.

Con las manos enlazadas los esposos recorrían su campo y los corrales. El hijo, feliz correteaba gritando "Mira papá, mira papá", sólo porque le daba placer poder nombrarlo.

Caminaron, contándose sus cosas, hasta que el crepúsculo pintó de rojo-fuego el horizonte y entraron en la casa a preparar las velas.

Eliseo armó el pesado lecho, que con otros pocos muebles había escapado a la rapiña. Petronila abrió el arcón donde guardaba sus pertenencias y sacó las mejores sábanas, de las que sobraron, luego de que la guerra fuera convirtiendo su ajuar en vendas, pañales y mortajas.

Y se hizo noche cerrada. El aire se llenó de luciérnagas y un coro de grillos reemplazó el agudo cantar de las cigarras.

La antigua cama nupcial fue otra vez el tálamo de los amantes reunidos. Recatada y púdica, como en su noche primeriza, Petronila se entregaba al abrazo de Eliseo, anhelando que ese encuentro borrase para siempre todo recuerdo ingrato del pasado.

Brioso y tierno, apasionado y gentil, él quería rescatar aquel idilio destajado por designios del destino. Sus recias manos, que habían matado tantos hombres en combate, eran ahora delicadas recorriendo el cuerpo de su amada. Era feliz sabiendo que ella lo esperó paciente y resignada. Daba gracias a Dios por ser tan afortunado.

Petronila con mil besos, le rogaba que nunca más se fuera... De pronto, a la suave presión de las caricias, un tibio maná brotó de sus pezones. Y entonces Eliseo oyó llorar al niño pequeño (que él, ingenuo, creyó de la comadre) y se dio cuenta de que hacía mucho que lloraba, pues la leal servidora no podía ya calmarlo con té de hojas de naranjo ni otros engaños.

Eliseo miró a Petronila y muy despacio, como probando y no queriendo decir lo que decía, murmuró: "Es hora de alimentar a tu hijo".

Y su esposa, con rubor, sin levantar los ojos, sin explicar nada, se fue a traer al crío y comenzó a amamantarlo, sentada en la mecedora de esterilla.

Con recelo, Eliseo se fijó en el tierno infante de pelo rizado y tez oscura y comprendió que su color era el estigma de su origen.

La única ventana abierta dejaba entrar un aire fresco y oloroso.

La luz de la vela a merced de la brisa, bailoteaba en las paredes dibujando fantasmagóricas siluetas. A medida que ardía la candela, iba derritiéndose en el candelero de arcilla, hasta que todo fue sólo cera derramada con un pabilo apenas humeante.

Fue, larga la noche, parecía interminable. Eliseo con la cara cubierta por la almohada, fingía dormir o cavilaba, mas pasó inmóvil la vigilia.

Y llegó la aurora, finalmente; un nuevo día empezaba para todos.

Se preguntaba Petronila cómo le contaría a su esposo la angustia, el sufrimiento y el oprobio de lo que le tocó pasar en esa guerra. Pero cuando él apareció en el corredor esa mañana, no la dejó hablar; le besó tiernamente una mejilla y sólo dijo: "Estoy preocupado por mi madre. Voy a verla y a contarle que estoy vivo".

Petronila y Teófilo lo acompañaron hasta el portón del frente, lo besaron y abrazaron fuertemente.

El niño, triste, levantó la mano en un último saludo y Petronila supo, desde el fondo de su corazón lo supo, que nunca más vería a su marido.

 

“¿QUIÉN ERES, COMO ESTÁS, QUE NECESITAS?” 

Tribulaciones de una mujer de clase media en el día del Censo Nacional.

 (A María Cristina)

 

El martes empecé a darme cuenta de que el miércoles sería un día diferente. Desde mucho tiempo antes la prensa había venido explicando cómo se haría el Censo Nacional, pero hasta el momento, yo no había considerado como asunto personal el hecho de que el país fuera a estar semiparalizado desde las cinco de la mañana hasta las cinco de la tarde.

"No podremos salir -pensé- pero tampoco recibir visitas (me alegré recordando a mi suegra). No habrá que ir a la iglesia como en los domingos y otros feriados, ni tendremos posibilidades de comer fuera de casa. ¡Qué maravilla!" -concluí. (Tengo por costumbre ver el lado positivo de las cosas).

Empecé a idealizar cómo sería vivir tranquilos, en familia, sin las presiones del trabajo y de los compromisos sociales. "Voy a leer todo el día" --me dije, ilusa como soy por naturaleza.

Pero por lo, visto no sólo yo hacía proyectos.

El primer toque de alarma lo dio el lechero que vino bien temprano y se demoró más de lo habitual hablando con Ramonita. Resulta que sus vacas, asociándose a la campaña de saber "cuánto somos y qué somos", esa mañana produjeron doble cantidad de leche para que al día siguiente el repartidor pudiera cumplir con sus deberes cívicos.

A la hora del almuerzo, la situación empezó a empeorar cuando Ramona anunció sus planes:

-Mañana todos tienen que estar en su casa, ¿verdad? Yo pensaba, entonces, parece que me tengo que ir junto a mi mamá, porque dice mi mamá que ella luego no va a saber contestar solita y tiene miedo de lo que va a decir. Mejor me voy nomás, señora, y vengo el jueves o sea el viernes.

"Adiós Umberto Eco, hasta la Semana Santa, si tengo suerte" -suspiré.

Al anochecer Roberto llegó de la oficina, ya mentalmente preparado por los reiterados anuncios. Con alegría evidente, me dijo: "Mañana no me afeito". Pero eso sí, previsor como es él, cuando de las necesidades del estómago se trata, sugirió que debíamos ir, sin demoras, al supermercado.

Cargamos el carrito como si nos estuviéramos abasteciendo para sobrevivir a una inminente y quizás larga revolución. Yo reforcé las frutas y los panificados con golosinas para los niños, jamón y queso para los "tente en pie", tortitas para la merienda y una pizza semilista por las dudas. Ricardo por su parte eligió varias latas de conservas y dos botellas de vino. Mientras subíamos al coche escuché su consabida frase "¡Cuánto gastamos!": Pero esta vez tenía razón.

Al detenernos en el primer semáforo, como si fuera sábado, una caterva de chiquillos nos acosó con los diarios de mañana, impresos hoy, con las noticias de ayer. Los compramos; los hábitos son fuertes y no podríamos andar desinformados.

En fin, el tan publicitado miércoles, día del censo, amaneció diáfano y cálido; una mañana radiante como para salir al campo, ir al club o para corretear por Ñu Guazú, pero... ni siquiera nos atrevimos a dar una vuelta a la manzana.

A mí no me importaba. Yo había programado en mi mente un idílico día en familia, al que escamotearía algunas horas para mi propio solaz.

Los chicos, como es de imaginar, no querían levantarse. "¡No hay clase!" - chillaban, cuando los desperté, antes de empezar a preparar el desayuno, Pensaba poner la mesa en nuestra terracita, y aunque eso me daría más trabajo, creía que valía la pena comenzar el día todos juntos, respirando aire puro.

Empecé a vestirme. "Bueno, hoy nada de faja, maquillaje o lentes de contacto. Me voy a poner un buzo, las medias de mi marido y zapatillas de tenis".

-Mamá, con esa facha vas a asustar a los del censo. Al fin de cuentas es gente extraña que va a venir a casa. ¿Qué van a pensar de vos? - Teresita había aparecido justo en el momento en que yo inauguraba mi "look juvenil". Me extrañó su comentario, porque su habitual sentido de la propia elegancia consiste en desteñidos pantalones vaqueros con roturas, tajos y desgarrones desflecados. Pero hoy tenía criterios muy exigentes para mí. Por las dudas, me cambié.

Cuando terminé de lavar toda la vajilla del exótico desayuno que se me había ocurrido preparar, tomé "El péndulo de Foucault" y salí al jardín.

¡Qué horror! El viento nordeste había traído un montón de hojas y papeles volanderos. No hay más remedio; empiezo a barrer. (Entre mis buenos propósitos figuraba no ponerme nerviosa).

Roberto, mi habilidoso marido está dedicado a su entretenimiento favorito: desarmar y armar su auto.

-Me imagino que hoy vas a cocinar algo rico... ¿qué tal si hacés paella? (Ahora descubro su maquiavélica intención al comprar pulpitos, berberechos, almejas, langostinos y otros bichos).

-¿Me pasás las pinzas? -prosigue-. Las bujías hay que limpiarlas de vez en cuando. Ya me parecía que faltaba aceite al motor, dame un trapo, ¿querés? (No, no quiero, pero en aras de la paz y armonía conyugal, busco un trapo, las pinzas que no sé dónde quedaron y adelantándome a sus pedidos, traigo un balde, esponja y detergente).

-¡Ay, mi amor, qué bien! -dice al verme- ¿Me vas a ayudar a lavar el coche?

(Afloran mis instintos asesinos y la homicida que tengo reprimida se libera y le arroja lo que tengo en la mano, que afortunadamente para él, es sólo una esponja).

Ante el fracaso de mi secreto plan de sandwichitos autoservice, postergo mi cita con Belpo, Diotallevi y Casaubon. Subo a la planta alta, a ver si logro que los chicos ayuden un poco.

La televisión, que no se tomó el ordenado descanso, aturdía a todo volumen y en varios idiomas. Es que desde que hemos conectado el video-cable, mediante el "zapping" del control remoto nos hemos vuelto cosmopolitas.

-¡Sal de aquí, bellaco, no entres en mi recámara! -ataca Mauricio a su hermano. Javier se defiende del imaginario florete y amaga unas cuantas patadas de Kung-fu. Entonces, se oyen las burlas de Teresita:

-Ole, chaval, que te ves muy majo...

Los muchachos la abuchean, tirándole las almohadas:

-¡Fuera de acá, paparula, no te metas, no seas gil!

-Vai  embora -responde ella doblando el brazo.

Indudablemente esta generación va a ser políglota, pero, ¡Dios mío!, ¡qué modales!

Sin embargo, he resuelto contenerme; no conseguirán sacarme de mis casillas. Muy amablemente les digo:

-Chicos, dejen la tele por hoy. Arreglen sus camas y luego lean algo.

--¿Leer? ¡Pero si es feriado! Mamá, ubicate -dice Javier moviendo una mano con los cinco dedos juntos.

A los niños hay que darles ocupación para que se sientan importantes -teorizo y digo en voz alta, con mi mayor entusiasmo:

-¿Qué les parece si bañan al perro?

-¡Tobby, Tobby, vení, no te escapes!

No sabemos porque, Tobby es alérgico al baño y la sola mención de la palabra lo convierte en un galgo de carrera. Me rompieron dos planteras con azaleas en la persecución, pero lograron atraparlo. Esa es una tarea que les encanta a mis hijos; ellos terminan tan empapados como el perro, aunque mucho más sucios y mojan toda la galería. Pero al menos, no hacen corno Tobby, que una vez que se zafa de sus torturadores corre a revolcarse en la alfombra del living, se sube a los sillones y se sacude con tal habilidad que salpica hasta dos metros a la redonda.

"Hoy no quiero ponerme nerviosa" -me repito y me coloco el delantal.

Como ocurre siempre que me dispongo a "entrar a la cocina”, primero tengo que limpiar los recovecos donde no llegan las diligentes manos de Ramona. La sartén de teflón (sucia, por supuesto) está escondida en el horno, la paellera, oxidada por guardársela sin secar, está en el estante más alto con un montón de cacharros encima. No encuentro repasadores limpios y naturalmente, el pote de polvo pulidor está vacío. ("No, Ramona, no voy a perder la calma", digo llorando, mientras empiezo a cortar las cebollas).

-Larí, laráaa -canto dispuesta a ser feliz. -¿Dónde habrá metido Ramona el abrelatas? Nunca guarda las cosas en su lugar, esta chica.

-La culpa es tuya, no sabés mandar ni organizarte. Una ama de casa tiene que controlar todo --dice Roberto que vino a lavarse las manos grasientas y se las está secando ¡con el único repasador decente que había podido hallar!

-¿No me digas? -respondo a punto de ponerme furiosa- Y también debo ir a la oficina para equilibrar el presupuesto, llevar los chicos al colegio, hacer cola en los bancos para pagar las tarjetas de créditos, estar lista y emperifollada para acompañarte a cenar con tu jefe. ¿Qué crees? ¿Que soy la mujer maravilla?

-No empiecen, no empiecen -dice Teresita que tiene la rara cualidad de aparecer cuando menos se la espera.

-El abrelatas, nena, ¿sabés dónde está? -pregunto.

-No, mami, pero para qué lo querés si estas conservas se abren así: clic, clic, como las cervecitas, ¿ves?

Me siento humillada; lo único que falta ahora es que mi hija se atreva a decirme lo que está pensando de mí. Por las dudas, lo miro a Roberto que apenas puede disimular la risa y le advierto:

-¡Decís algo y te tiro los berberechos a la cara!

-Ringgg.

Nos salvó el gong, en este caso, el timbre de la calle.

-¡Los censistas, los censistas!

Todos corrimos a la sala. Nos instalamos con solemnidad. Yo estaba tan alterada por todo, que sólo atiné a ofrecerle un whisky al joven entrevistador.

-No, gracias, señora. Me puede hacer mal, desayuné muy temprano y todavía no almorcé.

¿Será una indirecta? Pobre muchachito. Se me ocurrió, en ese momento, invitarlo a almorzar.

Justo entonces, empezó a llegar hasta allí el aroma de los "frutos de mar" (eufemismo de la etiqueta).

El censista nos miró; yo podía ver en su rostro la repugnancia. Su nariz se movía de uno a otro costado como diciendo "¿Qué es ese olor, se rompió un caño?"

-Teresita, andá, mové la paellera, que no se pegue el arroz - supliqué en voz baja y decliné hacer la invitación.

-A propósito, estamos en la pregunta N° 19. ¿Cocina en brasero, hornalla, fogón o en el suelo?

-¡Ah, se ve que usted es entendido! En realidad la paella se cuece en el suelo; sobre dos ladrillos. Así la hacen en Valencia, pero yo no tengo mucho patio, no quería quemar el pasto, además no tengo leña, entonces, como hace un año compramos una cocina de cuatro quemadores, pudimos poner encima...

-Por favor, señora, ¿puede contestar concretamente?

-Ah, sí, claro, el censo. Sigamos.

Luego de hablar de la calidad de los pisos, de la techumbre, de las paredes, y enumerar los múltiples artefactos y electrodomésticos de los que nos hemos vuelto adictos-dependientes, llegamos a la sección de datos sobre "otras personas que viven en la casa". Estábamos un poco confundidos, porque es cierto que Ramona vive "aquí" la mayor parte del tiempo, pero no pasó la noche bajo este techo. Pero supusimos que, de alguna manera, la estarían censando en su casa o en la casa del lechero, lo más probable.

Terminada la encuesta, el joven se retiró, seguramente agradecido por mi descortesía de no invitarlo a comer con nosotros. Y espero que haya tenido mejor suerte con los vecinos, que según me contó una vez Ramona (que lo sabe todo) los miércoles almuerzan milanesas.

-Bueno; ayuden a poner la mesa.

Mauricio rompió dos vasos. Paciencia, lo importante es que no se haya cortado. Pero Teresita le dijo que es "torpe" y él le contestó que ella es una "tarada". Antes de que se fueran a los tirones de pelo, felizmente, terminé de recoger los pedazos de vidrio e intervine. No quería perder la calma.

Por quinta vez llamé a Roberto, que estaba leyendo los diarios. La primera le dije "Queridoooo", después lo llamé por su nombre y finalmente grité:

-¡¿Vas a venir o no?! La paella está lista.

-¿PAELLA? --dijeron a coro Javier y Mauricio-. ¿No hay ñoquis, mamá?

Dios mío. Sólo son las doce y media, ¡cuándo serán las cinco de la tarde!

Mejor me tomo una pastillita.

Menos mal que hasta dentro de diez años, no habrá otro Censo Nacional.

Asunción, 26 de agosto de 1992

                                   11:55 p.m.

Este cuento obtuvo el Segundo Premio en el Concurso Expo Familia '93, organizado por el Departamento Cultural del Ministerio de Educación y Culto.

 

 

MARGARITA PRIETO YEGROS

 

Natural de Asunción. Maestra y Profesora Normal. Doctorada en Historia. Aficionada a la literatura, colabora en distintas revistas y es articulista semanal del Diario Noticias.

 

Fue Directora del Departamento de Formación Docente y del Departamento de Educación Primaria del Ministerio de Educación y Culto.

Su afición a la narrativa la llevó a integrar el Taller Cuento Breve, del que es activa participante desde 1986.

 

SEPARACIÓN DE LIBRO 

-El señor Intendente viajó a la capital para visitar a su familia- informaba con una cínica sonrisita la atractiva secretaria de la municipalidad de una ciudad fronteriza, a cuantos preguntaban por su jefe o solicitaban audiencia.

La camioneta roja, conducida a toda velocidad por el joven político, a quien acompañaban su chofer y un guardaespaldas, enfiló por la avenida principal de la capital y, tras internarse en un barrio residencial se detuvo ante una atractiva vivienda.

El hombre pulsó nervioso el timbre de la casa y cuando su esposa abrió la puerta preguntó: -¿Hiciste cambiar, la cerradura?

-Sí - respondió ella, mirándolo con fijeza.

Él le devolvió la, mirada altaneramente a la vez que decía: - Vengo a retirar todas mis cosas.

-Adelante - repuso ella, cediéndole el paso.

El hombre caminó lentamente por la suntuosa sala-comedor y se detuvo ante la biblioteca.

En una hilera de libros estaba escrito: Susana; en otra, Guillermo.

-Veo que ya has separado mis libros de los tuyos.

-Así es. Quise ahorrarte tiempo porque siempre andas muy apurado con tus actividades políticas - dijo ella al sentarse en cuclillas sobre la alfombra.

-Una vez más estás equivocada. No tengo ningún apuro; ya se han definido los resultados de las elecciones y he ganado limpiamente la gobernación.

Después observó a su mujer, más bella que nunca en su atuendo deportivo, tranquilamente sentada y se preguntó cómo pudo apartarse de ella.

Un gato angora entró cimbreante y levantando la cola se acercó a su dueña ronroneando. Susana le acarició el lomo y luego lo alzó en brazos.

Guillermo observó un rato más la biblioteca y de pronto exclamó:

-¿Qué hacen estos libros míos entre los tuyos?

--¿Cuáles? -preguntó ella sin inmutarse y sin dejar de acariciar al gato.

-"Las sandalias del pescador”- respondió él.

-Me lo regalaste durante nuestra luna de miel en Roma; ¿no recuerdas que lo leímos juntos y que después de entusiasmarnos tanto con Cirilo Lakota, decidimos asistir a la audiencia papal para conocer al primer pontífice polaco?

-¡Pamplinas! ¡Estupideces de hombre enamorado!

-Te arrepientes tardíamente. Todo fue muy hermoso mientras duró.

-Siempre sientes demasiado y piensas poco como todas las mujeres.

 

Susana soltó al gato y éste salió tan cimbreante como entró.

-¡Ah! ¿También te quedas con este libro de Willa Cather?

-Me lo regalaste en mi primer cumpleaños de casada.

-Es  evidente que te consentí demasiado.

-Tal vez, pero después te volviste muy descortés y hasta violento.

 

-Hice lo que debía hacer para contrarrestar tus caprichos de niña consentida.

-¿Cómo podría consentirme con un marido al que le atribuyen el hijo de su secretaria y tiene cama puesta en todas partes?

Guillermo pateó la biblioteca y gritó:

-¿Te atreves a quedarte también con "Una hoja en la tormenta"?

-¡Un momento! Sabes bien que ese libro lo compré en la feria de la plaza, después de vender mi primera pintura.

De un manotazo, él tiró los demás libros sobre la alfombra.

Susana suspiró hondamente.

Guillermo caminó hasta el ventanal y de espaldas permaneció largo rato en silencio. De pronto, volviéndose hacia su mujer le dijo con voz apenas audible: -No vine a buscar mis cosas, sino a vos y a los niños. Volvamos a empezar.

Ella se irguió con altivez y respondió:

-Ya no es posible. Todo se acabó desde que te dejaste dominar por tu ambición de poder y te convertiste en un extraño para nosotros.

--¿Me consideras entonces un extraño?

 

-Sí, un verdadero extraño. Los niños prácticamente no te conocen.

Él crispó sus manos y hubo otro largo silencio. Después colocó la llave sobre el piano y dijo: -Cuando venga a visitarles tocaré el timbre como cualquier extraño.

 

El portazo que dio al salir hizo retumbar los vidrios de las ventanas.

Un hábil y sigiloso cerrajero acompañado del guardaespaldas del Intendente desarmó a medianoche la cerradura que había hecho cambiar Susana. Concluida la tarea, ambos hombres subieron las escaleras.

Al día siguiente, Susana, internada en un sanatorio a causa de una brutal golpiza, escuchó por televisión el dictamen del juez de la ciudad fronteriza:

-Se concede al honorable ciudadano Guillermo Mujica la tenencia de sus hijos menores por haber sido encontrada su esposa, en el propio lecho nupcial, en brazos de un cerrajero, según testigo confiable.

 

MÁS ALLÁ DEL TIEMPO

 

 

                                                                                                     A  Nené Lamas

 

 

                                                                                                            "Far beyond time

                                                                                                            Someone is thinking  

                                                                                                             Of me and is living

                                                                                                             Me tonight”

                                                                                              

                                                                                                                                                  (Canción popular galesa)

Luciana jamás había visto el mar. Lo conocía sólo por fotografías y por las descripciones de amigos y parientes. Ahora, lo tenía al alcance de sus manos.

Descendió hasta la playa de una caleta y sentándose sobre un peñasco, con los ojos cerrados, se dejó envolver por el rítmico sonido de las olas.

Después, agachada con la mirada puesta en sus pies jugaba con la arena y pensaba en la infinitud del mar, en viajes a lejanos países, en la Odisea de Homero...

-¿No se aburre tan sola?

Luciana se puso de pie bruscamente.

Un jovenzuelo la miraba con curiosidad. Estaba vestido con una especie de overol cartilaginoso negro, pegado al cuerpo.

-Usted no es de acá. ¿Cómo se llama?

-Luciana Báez; soy de Paraguay. ¿Y usted?

-Adán Zapallar; chileno, de aquí nomás, ¡po! Vengo de pescar mariscos - dijo mostrando una canasta. -Me llamó la atención encontrarla tan sola y tan lejos del poblado.

Lucía miró los raros bichos y sintió náuseas.

-¿Aún no los ha probado? -preguntó él-; ¡son deliciosos!

Traigo choros zapatos, locos, erizos, jaivas. Hablaba a borbotones, y mientras se despojaba de las patas de rana y del ajustado traje que chorreaba agua, volvió a preguntar:-¿Le gusta el mar?

-Me fascina - respondió ella.

-Es más hermoso por debajo. Podría enseñarle a bucear. ¿Dónde se hospeda?

-En el barrio del faro.

-¿No le agradaría visitar la ciudad de la salitrera abandonada? Puedo guiarla.

Luciana permaneció en silencio unos segundos y luego dijo.

-Tal vez otro día. Ahora debo irme.

 Desanduvo el camino canturreando la canción de moda titulada "Más allá del tiempo" 

En la lejanía, sobre la punta rocosa oriental, un faro pestañeaba calidoscópicamente, indicando el camino hacia la costa.

Empezaban a brillar las estrellas cuando Luciana subió la escalera de la casa de sus tíos.

-¿Dónde has estado, muchacha? - dijo la tía al abrir la puerta.

-Caminando a orillas del mar - repuso la joven.

-Dentro de un tiempo el mar dejará de asombrarte y ni siquiera te acordarás que está allí.

Luciana sonrió sin replicar.

-Ya ha llegado tu tío. Vamos a cenar.

La joven comió con deleite el pescado a la crema, que con un misterioso complejo de aromas, estaba exquisito. Todos repitieron sus porciones.

La tía, en un alarde de pericia culinaria, anunció: -Y de postre: ¡lúcuma en almíbar!

La conversación de sobremesa se prolongó hasta muy de noche. Luciana se quedó sorprendida ante la nostalgia de su tío, que recordaba hasta las más mínimas anécdotas de la familia paterna.

-Creo que voy a vender la fábrica y regresar allá - dijo el hombre. Sólo ahora, con el paso de los años comprendo a la gente que abandona posesiones y retorna al terruño de su infancia. Tal vez fue eso lo que le pasó a la gente de la salitrera.

-¿Te refieres a la ciudad fantasma? - inquirió Lucía sin recibir respuesta.

Como la velada se había convertido en un monólogo, la joven no notó que la tía se había retirado.

-Tal vez esta conversación te resulte de mal gusto - le dijo el tío. Hace apenas una semana que llegaste.

-Hace dos - le corrigió Luciana involuntariamente.

-No me digas que estás contando los días - repuso él.

 -Estoy muy a gusto con ustedes contestó al punto Luciana. Y poniéndose de pie agregó: -Mañana pienso visitar la ciudad fantasma.

-¿Ya te la comentaron? No tiene ningún atractivo así como está enterrada entre dunas - dijo el tío.

Muy temprano, cubierta con un ponchillo para atenuar el efecto de la camanchaca, Luciana se dirigió a la caleta.

Todo estaba quieto y silencioso.

-¿Dónde estaría ese jovenzuelo que se ofreció a guiarla? Azuzada por la curiosidad, siguió andando por la costa hasta llegar a un cartel, ubicado al pie de la montaña, en el que decía:

"Hubo un tiempo en que en estas tierras palpitó la vida",

¿A qué se refería el texto? ¿Qué había sucedido? Paseó la vista por el paisaje y sólo vio roca, mar y arena.

Deseosa de encontrar respuestas continuó recorriendo.

 

De improviso, se topó con la que, en otros tiempos, había sido una pasarela entre la playa y el roquerío. Apoyó el pie en el primer peldaño en buen estado y, asiéndose a la barandilla, ahora herrumbrada y carcomida, subió lentamente. Al empinarse por sobre el último escalón alcanzó a ver un pueblo abandonado en la aridez de las dunas; y aunque el sol la deslumbraba, una secreta fuerza la ayudó a trasponer la escalera.

 

Avanzando decidida por la que había sido la calle principal sus pasos resonaron sobre el pedregullo, despertando ecos misteriosos. Viviendas abandonadas enmarcaban su recorrido. Ahora entendía lo que allá abajo quería explicar el cartel. La vida se había alejado de este sitio.

 

Puertas y ventanas aparecían selladas con tablones burdamente claveteados.

Se detuvo frente a la casa que aparecía mejor conservada. Cortinas amarillentas y deshilachadas dejaban pasar el viento a través de los vidrios rotos.

 

También la puerta cancel estaba rota. Luciana la empujó suavemente.

 

La habitación en penumbras apareció ante sus ojos, llena de historia y de misterios. Fotografías borrosas colgaban de las paredes; en una de ellas, que enmarcaba a una joven pareja alcanzó a leer: Elizabeth y Robert Harrinson.

 

El hombre esbelto, rubio y de poblados bigotes aparecía abrazado a una joven diminuta, vestida en lánguida gracia con un etéreo traje de la época.

 

Luciana los miró detenidamente. ¿Qué había sido de ellos? De repente, un ruido, parecido al de una hoja de papel agitada con gran rapidez, rasgó el silencio. Luciana ahogó un grito cuando una enorme lechuza se posó cerca del cuadro y la miró con sus descomunales ojos. No hubo ningún otro ruido más, excepto el de su respiración jadeante, pero, a Luciana, se le antojó que un ser misterioso le hacía compañía.

 

-Ya es hora de regresar al mundo de los vivos. Este viaje por el tiempo me está volviendo chiflada - se dijo a sí misma.

 

 Durante la cena comentó con sus tíos la visita a la ciudad abandonada.

 

-Por lo que describes, estuviste en la casa de mister Harrinson - acotó la tía, al tiempo que le servía un trozo de congrio frito.

 

-¿Quién fue él? - inquirió Luciana.

 

-Un ingeniero de la salitrera.

-¿Y Elizabeth?

-Su esposa.

-¿Qué fue de ellos?

-La historia es larga y data del apogeo del salitre en esta zona. Robert Harrinson fue un inglés que llegó contratado por la empresa salitrera.

Al principio su único afán fue el de cumplir su contrato y regresar a Inglaterra, pero; después se enamoró de Elizabeth Flannigan, hija del gerente de la salitrera.

Pronto se casaron y él construyó la casa que visitaste.

Largo tiempo se les vio felices, hasta que una tardecita, mientras nadaban en la bahía, a Elizabeth la arrastró la resaca y jamás se la encontró. Un día, también él desapareció sin dejar señal alguna. Los pescadores dicen que en noches de luna se 1o ve deambular por la playa con su pipa en mano.

Esa noche Luciana se acostó temprano y, decidida a escuchar música se metió a la cama con los auriculares de su radio transistor puesto.

Lo último que alcanzó a sintonizar, antes de apagar la luz, fue la canción "Más allá del tiempo".

Soñó que estaba en la caleta y que conversaba con Robert Harrinson.

-¿Por qué tardó tanto en venir? Hace rato que la esperaba, le dijo él.

-¿A mí?

-Sí, a usted, Luciana. Le aseguro que la espera ha sido larga; la he estado esperando desde 1916. Ha demorado usted.

 -Lo siento, pero no comprendo bien. ¿Acaso usted no murió?, replicó ella.

-Los seres más evolucionados son incorpóreos, ¿no lo sabía?- dijo él avanzando sonriente hacia la joven.

El hombre la tomó de la barbilla y la miró a los ojos. Ella sostuvo la mirada y se sintió embargada por una inefable ternura.

 -¿Quiere venir a vivir conmigo?

-Sí - respondió Luciana, sin dudar.

-Entonces tenemos que salir de aquí, sin mirar hacia atrás. Caminemos - dijo el hombre ofreciéndole el brazo.

Mientras ellos se alejaban, alguien cantaba a lo lejos: "Más allá del tiempo" alguien piensa en mí.

Cuando el reloj del faro marcó las dos en punto, el límite de la curva espacio-tiempo se quebró y desde la montaña más alta comenzó a descender una informe masa pardo escarlata. El temido aluvión avanzó, como un ladrón en la noche, a través del silencio y las tinieblas, derribando puertas y paredes.

La sirena de alarma aulló con toques entrecortados, pero todo fue tan vertiginoso e inesperado que nadie se despertó ni atinó a articular una plegaria.

Al promediar el día, los equipos de salvamento, con sus perros amaestrados, seguían hurgando entre el fango.

El periódico vespertino de Antofagasta informó con grandes letras "El aluvión sepultó el barrio del faro: única sobreviviente es una turista de nombre Luciana Báez, a quien el pescador de mariscos Adán Zapallar encontró sonámbula al pie de la escalera de la ciudad abandonada".

  

SUSANA RIQUELME DE BISSO 

Nacida en Asunción. Casada y madre de tres hijos. Realizó sus estudios primarios en el colegio Teresiano y los secundarios en el colegio de Goethe.

Participa con otros autores en libros de cuentos.

Obtuvo los siguientes premios: "Fabrizio" (cuento), premiado por el concurso Veuve Clicquot 1987. "Mi amiga tristeza" (cuento), premiado por el concurso Veuve Clicquot 1988. "Cuarenta años" (cuento), premiado por el concurso Club Centenario 1992. "El mundo azul" (cuento), clasificado por el concurso Guy de Maupassant 1993. "Tres cartas" (cuento), premiado por el concurso Expo Familia 93 convocado por el Ministerio de Educación y Culto. "Sin muerte" (poesía) premiada por el concurso Poesías del Océano 1994. "Esta tarde, tu ausencia" (cuento), premiado por el concurso de la revista del Club Centenario, abril 1994. "El arcangelario" (cuento), premiado por el concurso de la revista del Club Centenario, junio 1994.

Integra el taller "Cuento Breve", bajo la dirección del Prof. Dr. Hugo Rodríguez Alcalá.

Es miembro de la sociedad de amigos de la "Academia Paraguaya de la Lengua Española". 

 

ANASTASIA

Anastasia pasaba por la vida sin pena ni gloria. Intrascendente, anónima, inadvertida. Conste que en un pueblo pequeño, eso resulta poco menos que imposible. Pero Anastasia lo conseguía, a pesar de llamarse Anastasia.

Decían que su madre murió al darla a luz a los quince años, eso era todo lo que se sabía de ella, el resto, era un enigma que en realidad a nadie le importaba descifrar.

¿Cuántos años tendría? Nadie lo sabía, era imposible darle la edad a un ser tan invariable. Tal como si hubiera nacido así, y así moriría, nadie la recordaba de otra forma, y si había alguien que podía recordarla ya lo había olvidado. Anastasia era así, exactamente así desde hacía tanto tiempo, que no se podía imaginarla de otra manera.

No era ni linda ni fea, ni joven ni vieja, ni alta ni baja, ni blanca ni negra. Así de insignificante era Anastasia, así de insípida, así de nada. Si alguien tuviera que describirla físicamente se vería en un gran aprieto.

Pero que no se piense que su insignificancia la acomplejaba o la preocupaba, todo lo contrario, gracias a ella se libraba de cualquier mote, o burla, o chisme malintencionado. Gracias a ella podía vivir su vida tan libre como nadie en el pueblo, tal vez como muy pocos en el mundo.

¿Era feliz? Puede ser. Quizás cuando no se tiene nada que perder, se tiene menos posibilidades de sufrir, y por lo tanto más posibilidades de ser feliz. Pero lo más probable es que ella nunca se lo haya planteado, no porque fuera tonta, sino porque las cosas se le presentaron así desde el principio. Nunca tuvo opciones, la vida era para ella de una sola forma: así. ¿Para qué complicarse pensando si era feliz o desgraciada? A ella le gustaba limpiar la iglesia y lo hacía, le gustaba hablar con el padre Alfonso y lo hacía, no le gustaba nada más y no hacía nada más. ¿Era eso ser tonta, o todo lo contrario?

Anastasia vivía sólo para ella, sólo y exclusivamente para ella, y así como para el mundo ella no tenía ninguna importancia, tampoco el mundo tenía ninguna importancia para ella. Si algún siquiatra pudiera estudiarla, seguramente la calificaría como un caso de autismo leve, pero felizmente en el pueblo no había ningún siquiatra, lo que la libraba de cargar con otro nombre complicado que no se ajustaba para nada a su insípida persona.

¿Quién le había puesto el nombre de Anastasia? No iba con ella, desde luego, hasta hubiera sonado ridículo si es que no se convirtiera con el tiempo y a fuerza de costumbre, en algo tan insignificante como ella.

Vivía sola, en un ranchito situado en las márgenes del pueblo y era la limpiadora oficial de la iglesia. Su vida se limitaba solamente a eso, a barrer las baldosas desteñidas y desempolvar las dos hileras de bancos destartalados, y la imagen de la Virgen del Rosario, que era la única que conformaba el altar de la pequeña iglesia. El padre Alfonso, que era prácticamente el único que la conocía realmente, decía que Anastasia tenía una voz muy dulce, y que era el ser humano más noble que él había conocido en su vida. Y debía ser verdad, el padre Alfonso no podía mentir, además, ¿para qué hacerlo? A nadie le importaba Anastasia, ni siquiera a las chismosas del pueblo ¿qué podían decir de ella?, nada, hasta el momento, nada.

Pero una mañana, cuando Anastasia se dirigía como todas las mañanas a limpiar la iglesia, se cruzó con doña Remigia, que iba al mercado, y como Anastasia nunca se fijaba en nadie, no pudo percatarse de la cara de asombro de la mujer al detener en ella sus ojos desorbitados. Y Anastasia siguió caminando tranquilamente, mientras doña Remigia apuraba sus pasos desesperada, sin poder contener por un minuto más lo que acababa de descubrir. Era increíble, inaudito, insólito. ¡Anastasia estaba embarazada! ¿Cómo podía ser posible, si ella no trataba con nadie? a excepción del padre Alfonso. ¡El padre Alfonso! Esta vez el asombro la dejó paralizada, pero no por mucho tiempo, al mediodía, todo el pueblo lo comentaba: Anastasia estaba embarazada del padre Alfonso. ¿Qué harían? No podían permitir que un ser corrupto y degenerado siguiera diciendo misas los domingos ni escuchando confesiones. Tenían que echarlo, y lo echaron. Aunque se quedaran sin cura, no había otro remedio, peor era tener un cura de semejante calaña.

Y así fue como una mañana de enero, el padre Alfonso tuvo que abandonar el pueblo, sin poder pronunciar ni una sola palabra en su defensa. A Anastasia no la juzgaron, como la consideraban medio tonta, eso de ser insignificante tiene a veces sus ventajas, y muchas. Seguro que el padre se había aprovechado de ella, pobrecita.

Y así pasaron los meses, todo el pueblo se acostumbró a ver la silueta cada vez más deformada de Anastasia, caminando hacia la iglesia. Porque aunque no hubiera ni cura, ni misa, ella no dejó de limpiar la iglesia ni un solo día. Se decía que mandarían un cura nuevo de la ciudad, y no se podía saber cuándo llegaría, si es que llegaba alguna vez.

Además, posiblemente Anastasia, aún acariciaba la esperanza de que el padre Alfonso volviera algún día. En realidad ella nunca entendió el porqué de su partida. Nadie consideró necesario explicárselo.

Pero una tarde cualquiera; chimento va, chimento viene, las cotorras del pueblo se pusieron a hacer cuentas, y llegaron a la increíble conclusión de que Anastasia estaba embarazada desde hacía doce meses. ¿Cómo era posible? Tal vez era alguna maldición a causa de aquel ser engendrado por un sacerdote y una mujer semiidiota.

Doña Remigia y doña Anselma, que eran las más activas, corrieron a buscar a la partera Juliana y las tres mujeres se dirigieron al rancho de Anastasia. Tocaron la puerta, y una voz débil, apenas perceptible, les pidió que pasaran. Entraron, y las tres en hilera, se detuvieron entre asombradas y asustadas, frente al viejo camastro donde yacía la pobre y olvidada Anastasia. ¿Cuánto tiempo hacía que no iba a limpiar la iglesia? Esa cuenta nadie la había sacado. Demacrada, ojerosa, increíblemente flaca, casi desaparecida detrás del enorme bulto de su vientre, Anastasia las miraba con ojos inexpresivos. La partera apoyó sus dos manos sobre el promontorio y luego dijo santiguándose: ¡Mi Dios, esto es un monstruo, un castigo del Señor! Doña Remigia y doña Anselma retrocedieron asustadas, mientras la partera rezaba y Anastasia agonizaba, así, sencillamente, así inadvertidamente.

Tan simple como había sido su vida, estaba siendo su muerte. Sin hijo del padre Alfonso, sin maldiciones, sin castigos de Dios, con algo tan simple y tan real como un tumor maligno.

Premiado en el concurso "Cuento premiado" organizado por la Dirección de la revista del Club Centenario.

 

TRES CARTAS 

As-21-VI-93 

Querida Leticia:

Sé que estas cosas se dicen frente a frente, mirándose a los ojos, pero vos sabés que yo siempre fui cobarde. ¿, Por qué iba a dejar de serlo ahora?

No sabés cuántas noches hace que no duermo, pensando, buscando las palabras para decirte esto de manera que no te haga tanto daño: pero es imposible, no se pueden decir cosas feas con palabras lindas. Y por mucho que lo intente, no encuentro otra manera de decirte: lo nuestro debe terminar Leticia. Sí, ya sé que renunciaste a todo por mí, que te enfrentaste al mundo y a tu propia familia. Sé que te jugaste entera, por eso me duele tanto hacerte daño. Pero no puede ser, es inútil, no puedo prescindir de ellos. Es cierto que te quiero, pero el amor a veces no es lo más importante, a veces hay otras cosas más fuertes, cosas que ya forman parte de nosotros, y renunciar a ellas sería como perder un brazo, o una pierna. No me digas que eso lo hubiera pensado antes, vos sabés que hay veces que la mente se nos entumece, y no podemos pensar claramente. Porque el amor es eso, un dulce entumecimiento de los sentidos, algo que escapa a la razón y a la voluntad. El amor es como un lujo, es hermoso, maravilloso, pero prescindible, lo otro, lo simple y cotidiano, es lo imprescindible. Ellos me necesitan, no pueden vivir sin mí, porque los tres formamos un todo, y yo soy una parte de ese todo, sin mí, no están completos, ni yo estoy completo sin ellos.

¿Sabés que Rodrigo está muy mal? No puede aceptar esta situación. Tal vez esa fue la gota que colmó el vaso. La estocada que me hizo dar un respingo, y de pronto me encontré como despertando de un sueño, hermoso, pero sólo un sueño. Mi realidad son ellos Leticia, mi familia, ahora estoy seguro que el cordón que me une a ella, jamás podrá soltarse. Y a pesar de quererte, porque te quiero, tengo que renunciar a vos. Y tengo que agradecerte por estos cuatro meses maravillosos que viví a tu lado. Estos cuatro meses que no compartimos con nadie, porque el mundo terminaba en la puerta de ese departamento, único cómplice de nuestro amor y nuestro pecado. Porque lo nuestro fue un pecado, un pecado que jamás hubiera dejado de dolerme, en lo más profundo del corazón.

Te ruego que no me busques, que no me llames, y aunque parezca irónico, te pido que me ayudes a olvidarte, o mejor dicho, a renunciar a vos, porque nunca, nunca voy a olvidarte.

Perdóname por favor

Rubén 

 

Asunción, 21 de junio de'1993. 

Querido Rubén:

Sé que al recibir esta carta, pensarás que voy a lamentarme nuevamente, a pedirte que reflexiones, que no podés dejarnos por esa mujer. Pero no, no es eso lo que tengo que decirte. Es verdad que cuando te fuiste, creí que el mundo terminaba allí, que jamás lograría sobrevivir sin vos, que pasé los días más horribles de mi vida, que me encerré dentro de mí misma como un caracol, para esconder mi dolor y mi vergüenza. Porque el dolor de que el hombre que fue tu esposo por catorce años, te abandone por otra mujer, es doble, es una mezcla de dolor y humillación, que casi no se puede soportar. Pero, no se equivocó quien dijo que nadie muere de dolor, todo lo contrario, es como una fuerza que nos infunde vida, que nos empuja desde adentro, que remueve las fibras más profundas de nuestro ser.

Y si logramos salir ilesos, es casi como si naciéramos de nuevo. Y yo nací de nuevo Rubén ¡Estoy viva! Más viva que nunca. Estoy aprendiendo a conocerme, a valorarme, a descubrir quién soy sin vos. Que soy un ser independiente, con sus propios valores, con defectos, pero también con virtudes. ¿Sabés Rubén cuántas virtudes me descubrí? ¿Sabés que con mis ojos me veo mucho más linda, mucho más inteligente, mucho más importante que con los tuyos? Yo soy otra, Rubén, otra que vos no conocés. ¿O tal vez no quisiste conocer?

Podría decirte miles, millones de cosas, pero no quiero aburrirte, si antes te aburrían mis cosas, cómo sería ahora, que estás viviendo tu gran romance, con una mujer de la que "sí" estás enamorado, o al menos..., bueno dejémoslo allí. No, no te lo digo con rabia, te juro que ya no te tengo rabia, ni a vos ni a ella, creo que casi les agradezco, porque al final a ustedes les debo esta mujer plena que soy ahora. ¿Que perdí algunas cosas? Sí, las más importantes de mi vida, pero me gané a mí. Logré emerger gloriosa del holocausto, como el ave fénix de las cenizas. Llegué al fondo mismo del dolor, y después de eso, no sabés lo hermosas que nos parecen las cosas más simples de la vida. Sí, me heriste mucho Rubén, me heriste de muerte, pero sobreviví, no te lo digo para hacerte mal, te lo digo porque me hace bien, y ahora, yo me importo más que vos, yo me importo más que nada en el mundo. Sólo una nube empaña hoy mi vida: Rodrigo. Si él pudiera renunciar a vos como lo hice yo, sería plenamente feliz, pero no, para él todo es mucho más difícil. La adolescencia no es el momento más adecuado para enfrentar una crisis como ésta, para soportar el desmoronamiento de su familia, de su mundo. Vos sabés lo que significabas para él, y te digo significabas, porque desde que te fuiste, no volvió a pronunciar tu nombre ni una sola vez. Creo que lo que lleva dentro es más fuerte que él, y no sé si podrá soportarlo. Pero cuando Rodrigo logre salir, de ese profundo túnel en el que se debate y el sol vuelva a brillar en sus ojos, entonces, nada se habrá perdido. Entonces, sólo entonces, no habrás destruido nada con tu gran error. Un error que injustamente lo pagamos nosotros, pero estoy segura que vos también lo vas a pagar. No es una amenaza, claro que no, es algo así como un pálpito.

Creo que está de más decirte, que si algún día decidieras volver, ya nada encontrarías. Porque una familia, es como una copa de cristal, una vez que se rompe es imposible reconstruir

Marina

   

As 21-VI-93 

Querida mamá:

Me dirijo a vos, porque sos lo único que tengo en la vida, porque sé que a nadie en el mundo puede importarle nada de mí. Y aunque a vos, últimamente parece no importarte tampoco mucho lo que a mí me ocurre, como antes te dije, no tengo a nadie más. No te estoy culpando mamá, yo sé que vos no tenés la culpa. Yo sé que vos siempre viviste para nosotros, para él y para mí. Sé que vos hiciste de nuestro hogar, ese lugar maravilloso en el que yo me sentía el ser más amado y protegido del mundo. Pero todo se acabó mamá, ya no queda nada. Él te arrancó a vos de su vida y de la mía, porque desde el día que se fue, no volviste a mirarme con ternura, ni a sonreírme. Él me robó su risa y tu risa, su amor y tu amor. Él nos robó todo mamá. Y ya no puedo ni quiero seguir viviendo así. No quiero ver ese brillo extraño en tus ojos, porque tengo miedo, mucho miedo de que ese, poquito que me queda de vos, se me pierda para siempre. Porque a veces siento que aunque estés a mi lado, vos también te fuiste.

Cuando leas esta carta, yo ya estaré muerto, mami. Por favor, no sufras, es mi decisión, yo lo elegí. Voy a estar bien, mucho mejor que ahora. Y cuando te sientas triste, mirá al cielo mamá, verás que desde una estrella, yo te estaré diciendo: "Fuerza mami, vos podés".

Rodrigo  

Mención especial en el concurso "Expo Familia 93" organizado por el Departamento Cultural del Ministerio de Educación y Culto.

 

YULA RIQUELME DE MOLINAS 

Nació en Asunción. Cursó la carrera de Historia en la Universidad Nacional de Asunción. Escribe poesía y narrativa. En 1976 publicó "Los moradores del vórtice", poemas. Editó en publicaciones conjuntas: "Cuentos cortos", 1987; "Cuentos de mayo y abril", 1992; "Narrativa paraguaya", 1992; "Centenario Guy de Maupassant", 1993. En 1994 publicó "Puerta", novela. En 1995, "Bazar de Cuentos".

Algunos premios nacionales: 1er. Premio V Centenario, Feria Internacional del Libro, 1991 (cuento); 1er Premio Club Centenario, 1991 (cuento); 1er Premio Poemas del Océano, 1994 (poesía).

Algunos premios internacionales: "Borges 90", Buenos Aires-Argentina (cuento); "Alfonsina Storni", Buenos Aires-Argentina, 1990 (poesía); "Punto de encuentro", Montevideo-Uruguay, 1991 (poesía).

Es integrante del Taller Cuento Breve; bajo la dirección del Prof. Dr. Hugo Rodríguez Alcalá.

Es miembro fundador de la Sociedad de Escritores del Paraguay.

Forma parte de la Sociedad de Amigos de la Academia Paraguaya de la Lengua Española.

 

EL OTRO COLO 

La multitud se movía despacio, en pequeños grupos adyacentes. Semejaban racimos de uvas moradas, casi negras bajo el sol de África. Todos llevaban un ritmo lento, cadencioso, melancólico. A intervalos de sombra escasa, la piel morena y encerada les refulgía en el torso desnudo. Y lo vi. Resaltaba en medio de la turba humana: Rotundo de carne y músculos en las espaldas. Mínimas sus caderas, envueltas en cuero de ante hecho dócil a puro aderezo. Y en la cabeza rapada, un crespo manchón motudo y pretensioso. No se parecía a ninguno. ¡Era distinto, descollante, singular! No tenía los rasgos groseros del cafre común. No caminaba agobiado como los demás. Andaba erguido; consciente de la diferencia que lo separaba de sus compañeros. Él también me vio y de inmediato se detuvo. Quedó rezagado, atrás, ajeno... Nadie lo llamó ni se fijó en su deserción. Sobre la arena caliente, sus pies descalzos no se inmutaron. Permaneció allí silencioso, hosco, soberbio, desparramando en la superficie de mi tez blanca, su mirada indescifrable. ¿Tal vez magnánima? No sé... Pero jamás humilde.

¿Por qué se comportaba de ese modo? Los de su raza siempre inclinan la cerviz... Prudentemente comencé a acercarme. No era temor aquello que determinaba mi cautela. ¡Más bien, tenía la apariencia de ser embeleso, fascinación, encanto...! Llegué hasta el borde preciso de su sombra. Más, no me atreví. Sus manos extendidas con el blanco revés hacia mi cuerpo, se movieron dentro de una sugestiva mesura. Irremediablemente me sentí entregada, abierta, sumisa... Sin embargo, yo no podía permitir que el hechizo durase demasiado en esa confrontación desigual, y reaccioné. Simulando indiferencia, quise establecer con él un trato vulgar. De esos que surgen cuando se dan los hechos fortuitos, casuales, oportunos. Pero no me aceptó el juego. Simplemente, ignoró los hilos tendidos. Eludió la red como si fuera parte de una trampa. Y se marchó. Sin hablar. Sin volver a mirarme. Sin un gesto, aceleró sus pasos y se reintegró a la caravana oscura. ¡La misma que ondulaba sus segmentos de gusano reptante, rastrero, servil! Entonces, lo perdí mucho antes de habérmelo ganado. No puedo darle importancia a su desprecio, pensé. Es apenas un negro. Un negro africano de piel insensible. Dispuesto al látigo y a la esclavitud. Es casi un animal. Ignorante, torpe, vacío... ¡Por Dios!, todo esto, ni lo creo ni lo siento. Es sólo la opinión de los blancos insensibles de esta tierra sureña, recordé en el momento exacto que se me abría la herida de su repudio. Y cabizbaja, emprendí el retorno a la aldea Zulú. Quedaron atrás los cosecheros del azúcar. Yo doblé un recodo que sobre el atajo hacían los cañaverales, y anduve un trecho largo, caluroso, ¡sofocante! En mi maletín, las jeringas se esterilizaban de tanto bochorno. En mis venas, hervía la sangre sobresaltada. Con paso inestable, seguí el camino conocido y no tardé en hallar la choza que me habían asignado: Redonda, sombría, pequeña; asomaba entre las pajas. Adentro, la tierra pisoteada por el sólido andar de los talones, me acogió seca e impregnada de rancios olores. Me acuclillé en el centro, al lado justo del fuego donde se cocía el almuerzo. De vez en cuando, repiqueteaba en mis oídos un tambor de piel de tigre. En la lejanía rezongaban sus monótonos acordes. Algún viejo postrado de plagas lamentaba el olvido, inserto ya en la última estación de su existencia. Mientras junto a mí, la anciana negra revolvía con giros interminables, un caldo denso, opaco, substancioso. En medio de su cántico ancestral, la sopa soltaba burbujas en la olla y yo perdía la cabeza entre sus olas... Rechacé el mareo con energía y me puse de pie tratando de escabullirme otra vez hacia el sol, hacia el aire... Pero un aroma picante, áspero, extraño, paseaba sus efluvios en derredor y se metía en mis poros. Y rezumaba en mi piel. Y entorpecía mi marcha. De pronto, recortada en la espesura del polvo que la anunciaba, la bruja Zulú apareció en mi choza. Supe que era ella porque ya nos habíamos conocido cuando la danza de la tormenta. Esa vez, con los senos cubiertos de collares y una falda de antiguos colorines, ella se acurrucó inamovible y en su entorno, bailaron las mujeres y los hombres hasta perder el aliento. ¡Hasta que el cielo bramó angustiado, convulso, iracundo! Ahora, la hechicera se presentaba sola. Sin séquito ni timbales. Traía nada más, el rostro pastoso de mejunjes y en una bolsa minúscula, su carga de presagios. Atrevida, huraña, impertinente, tomó asiento en el suelo y sobre la costra de la tierra, empezó a esparcir su colección de huesecillos caprichosos. Allí leyó en voz alta mi destino: "Reconoce, en mis sabias palabras la verdad verdadera de tu vida. Están demás tu ciencia y tu color. El que esperas, vendrá desnudo de letras y pintará para ti el mundo que nunca viste. No escupas en la mano que dibuja tu sino". Dicho esto, se fue en el mismo polvo que la trajo. Supe así de sus oráculos. De sus recetas y brebajes, me contaron el día que pisé la aldea. Era corto mi tiempo entre esa gente, pero pude comprenderlo que me dijo aquella vieja portentosa, inaudita, profunda... Y me entretuve desmochando la espesura que cegaba mi mente. Al poco rato, alguien llegó: Rectángulos de luz del mediodía se filtraron interrumpiendo las paredes. Alguien abrió para mí las brechas. Alguien prendió en mi ánimo la antorcha. Entonces 1o vi otra vez. ¡Alto, negro, único! Cazando en sus ojos las chispas del hogar, ponía sobre mí el calor de su mirada. Obediente, entorné los párpados y me prendí a la mano que me daba. Nos fuimos juntos, solos, felices.

Durban-Sudáfrica, enero 93

 

LA DUEÑA DEL PIANO 

El caserón se cae a pedazos, pero desde la calle nadie lo nota. Tal vez, porque detrás de las palmeras centenarias asoman apenas sus azoteas y los balaustres que le hacen de baranda. Aquí vivimos nosotras, "las Jiménez de arriba", como nos dicen en el pueblo. Juro que no sé por qué. La finada Manuelita suponía que quizá fuese debido a aquella costumbre de dar fiestas "por todo lo alto", como se jactaba mamá en los viejos tiempos. Es posible, sólo que hoy, eso está muy lejos... ¡No creo que alguien lo recuerde todavía! Bueno, lo cierto es que así nos llama la gente desde que tengo uso de razón, y de esto, hace ya un rato largo, Tanto casi, como la edad de las palmeras que rodean nuestra casona. Conste que los años no me pesan. Aunque ahora lo de procurarme alivio escribiendo, se me vino a la mente con suma urgencia y es la primera vez que lo hago. Presiento que no me falta mucho para abandonar, este, mundo y no deseo partir sin dejar la prueba de mi paso por la vida. Sospecho que la parentela se extrañará con el propósito. ¡Claro!, ocurre que según las apariencias..., ¡jamás he Matado una mosca! Sin embargo, algo de fuste voy a relatar á mis encantadoras sobrinas, Marisa, Rosita y Clotilde. Aspiro, en principio, sacarlas a flote... Manuelita era mi hermana mayor, y se murió el verano pasado. Las chicas son hijas de mi hermano menor, el último vástago de los no sé cuántos que sembró papá por los caminos del Señor. No pretendo hablar de más como una anciana chocha. Únicamente lo necesario para que se me entienda. Y por supuesto, para que nadie se quede en ayunas cuando me despidan de este valle de lágrimas. Y al fin de cuentas, para que todos sepan que si parecemos ricachonas muy venidas a menos, no es porque lo seamos, sino porque yo así lo quise. Presten atención sobrinitas del alma... Esto va para las tres: Parece que no se casaron hasta el día de hoy, a causa de que no tenían dote. Puede ser... No obstante, algunas veces rondaron príncipes azules entre las malezas de nuestro jardín. Nada pasó. Acaso los ahuyentaron nuestros aires de pobreza. O mi trato descortés... ¡Seguramente yo tuve la culpa! No desesperen muchachas. Aún hay tiempo de subsanar el equívoco y demostrar sus virtudes a cuanto candidato se presente después de mi partida. Por eso les debo esta historia: Hace mucho, muchísimos años, justo a las diecinueve en punto de todos los martes, jueves y sábados, las puertas de nuestra casa se abrían de par en par a la flor y nata de la sociedad aregüeña: En jarras de barro artesano, desde la consola a los rincones, perfumaban el caserón los lirios fragantes que mamá recogía en el jardín. Dos espejos de luna antigua, copiaban el porte altivo de caballeros copetudos y señoras con miriñaques y faldas de tafetán. Sobre la mesa colonial, manteles almidonados se extendían en gran despliegue de exquisitas viandas, licores, confituras... Y el piano de la sala sonaba y sonaba sin tregua, buscando regalar los oídos de las visitas elegantes con lo mejor de mi repertorio. Entonces, cansada de teclear la noche entera; empezaron a fastidiarme los derroches y decidí que si de mí dependiese, suspendería el concierto y el festín a tan frívolos invitados. Poco a poco, me fui entusiasmando con esa idea. De modo que se la transmití a Manuelita y juntas, esperamos la ocasión de hacerla realidad. Ésta llegó cuando tras la carroza que conducía a papá, el cortejo fúnebre se puso en marcha: Nuestros puntuales amigos y mis hermanos; los del camino del Señor, habían acudido al enterarse. Desde luego, no se apartaron del féretro y a continuación, de la carroza, y mucho menos de mi madre, a quien adulaban descaradamente. En cambio, Manuelita y yo quedamos en casa llorando al difunto. Cuando la comitiva regresó del cementerio, todos se llevaron el chasco de su existencia. Ya nosotras habíamos actuado de acuerdo a los planes concebidos: El gran piano de cola cerraba el camino a la comparsa. Sobre su oscura superficie, resaltaba más negro todavía, el enorme crespón de luto que colocáramos junto al portarretratos de papá. En ceremoniosa actitud me aproximé lentamente a la tapa que cubría el teclado, di dos vueltas a la llave y me la guardé en el bolsillo. Ante el gesto sorprendido de mamá y su angustioso reclamo yo contesté: "Por fin se acabó la música y también el convite. Soy la dueña del piano y en homenaje a mi padre, nunca más lo abriré". Lo dije de un tirón y con tanto brío y solemnidad que, ella suspiró impresionada y al punto, pasó de largo rumbo a sus habitaciones. Los del séquito y mis hermanos, silenciando sus lisonjas ante aquella sublime demostración de duelo, se retiraron por la puerta principal. Yo miré a Manuelita y le hice un guiño de complicidad. Habíamos comenzado bien. Pero la verdadera tragedia sobrevino cuando mamá se dio cuenta de que las arcas de mi padre estaban vacías. Desaparecieron las joyas de la familia, las monedas de oro... Nuestro dinero se había evaporado sin remedio en las francachelas donde papá engendró los hijos varones. Eso decía mi madre y se lo creyeron, menos Manuelita y yo. Allí se inició nuestro descenso... Mamá tuvo que ir vendiendo de a poco las tierras que rodeaban la casona, los muebles de lujo inservibles... "El piano es mío y no se vende", yo había decretado cuando le llegó el turno. Nadie me lo discutió aquella vez... y fuimos tirando para abajo hasta tocar fondo... Los años se sucedieron de prisa y nosotras envejecimos entre los lirios y matorrales del triste y reducido jardín. Los íntimos amigos de las fiestas cotidianas, ni por casualidad se acercaron a ofrecernos ayuda o compañía. Y los hijos varones se hicieron humo. Sin embargo al cabo de cierto tiempo, una noche de relámpagos se presentó el hermano menor. Lo acompañaban tres niñas de corta edad: "Se las dejo", murmuró sin trasponer la puerta y se perdió en la lluvia... Manuelita y yo enmudecimos de asombro y no atinamos a protestar. Una de ellas nos contó del abandono de su madre, de la soledad en que el hecho vergonzoso las dejó sumidas. Nos dijo que su padre vivía en otro pueblo y que sólo vino para conducirlas hasta nosotras. Mamá se encariñó con estas nietecitas caídas del cielo y nos recomendó cuidarlas en su cercana ausencia. Para ese entonces, ella ya estaba inválida: Se consumía en los umbrales de la muerte. La pobre se fue apenas seis meses más tarde. El año pasado la siguió Manuelita después de tanto bregar... Y a mí, como dije al principio, no creo que me falte mucho. Por eso voy a confesar mi verdad: En el nombre de Santa María, en su virtud y en su gracia, hago saber a mis tres sobrinas, herederas de sangre por vía paterna, el sitio donde buscar las joyas, las monedas de oro... Queridas Marisa, Rosita y Clotilde: Los caudales de la familia están encerrados en el piano. Adjunto la llave a este testamento.

Areguá, julio '92

 

 

ITA YOFFE DE QUIROZ

Nació en Montevideo, República Oriental del Uruguay, allí se graduó de doctora en Medicina, carrera que ejerce, combinándola con sus actividades de madre de tres hijos. Integra el Taller Cuento Breve desde 1992.

Publicó varios trabajos científicos de su especialidad en revistas médicas nacionales y extranjeras.

Siempre vinculada con temas que atañen a la salud, ha colaborado en publicaciones que se ocupan del tema de la mujer.

 En este volumen por primera vez se evade de los temas médicos para incursionar en el arte literario.

 

EL AUTO NUEVO 

Manuel estaba contentísimo con su adquisición, y ansioso deseaba mostrársela a Catalina. Mientras recorría el camino hasta su casa comenzó a hacer planes: -"Primero tendré que llevárselo a Núñez -pensó- para que le haga un servis completo: aceite, filtros, le revise los frenos...; el auto está bien, pero tiene su uso, y ¿quién sabe cómo lo habrá cuidado su anterior dueño?". "Me gustaría polarizarle los vidrios, con el color que tiene los cristales oscuros le van a quedar fenómeno".

Y así iba Manuel imaginando cómo quedaría "hecho un chiche", una vez que le diera sus toques personales, cuando al fin lo estacionó, emocionado, frente a la puerta de su casa.

Tocó la bocina ritmando: Tuuu, tuuu, tu, tu, tu, sonido que hizo que Catalina saliese a recibirlo radiante de alegría: -"¡El auto, el auto! ¡Lo trajiste!" - gritaba mientras daba vueltas alrededor contemplándolo.

- "Mirá le mostraba él-, tiene bloqueo central, y techo solar y levantavidrios eléctrico. Además es automático como vos querías". "Fijate qué color fabuloso".

Catalina estaba fascinada y su sonrisa no le cabía en la boca, desnudándole completamente los dientes. Estaba feliz no sólo porque el auto era verdaderamente hermoso, o en razón de que hacía mucho que lo deseaba, sino que lo que la ponía excitadamente alegre era que al fin podría ufanarse frente a sus vecinas; y sobre todo bajarle los humos a doña Irma que siempre hacía alarde del suyo, el cual ahora, comparado con éste parecería un cascajo viejo.

Con el ánimo exaltado, la pareja decidió sin más, salir a dar una vuelta por la ciudad. Recorrieron las principales avenidas, y ya cercana la noche. Manuel invitó a Catalina a comer superpanchos y a tomar cerveza para festejar.

Finalmente regresaron a su casa, estacionaron el vehículo con mucho cuidado dentro del garaje, que durante tanto tiempo lo había aguardado, con la emoción de quien acuesta a un bebé recién nacido, al salir de la maternidad, y felices se fueron a dormir.

Los problemas no tardaron en comenzar, como podía esperarse de un auto usado. Al día siguiente Manuel decidió levantarse más temprano para llevarlo al mecánico antes de entrar a su trabajo. Cuando aún en pijama se dirigió al garaje, se alarmó.

Los faros del auto estaban encendidos. Él estaba casi seguro de que los había apagado, pero no, el vehículo estaba con la luz alta iluminando el cerrado recinto. Esto significaba: ¡Chau batería? No podría darle arranque. Visiblemente contrariado entró en la cocina y le contó lo ocurrido a Catalina. Ella le aseguró que recordaba que habían apagado las luces, pero bueno, al fin y al cabo entre la excitación y las cervezas bien podrían haberse olvidado.

Por suerte la mujer tenía mucho sentido práctico, le alcanzó a Manuel la guía telefónica a la vez que le indicaba: -"Tomá, llamá al Touring, que te manden un auxilio y después mandás cargar la batería". Así lo hizo él, al tiempo que pensaba que no sería mala idea asociarse al Touring Club.

Ya en el camino al taller de su amigo Núñez, encendió la radio. A él le gustaba escuchar música mientras guiaba, así que mudó de AM a FM y buscó su emisora favorita. Faltaba apenas una cuadra y media para llegar a donde se proponía, cuando súbitamente el automóvil se detuvo, completamente muerto. Por suerte para él, estaba en una zona donde los talleres mecánicos se sucedían unos a otros sin solución de continuidad, y su auto paró exactamente frente al portón de uno de ellos, en el cual la actividad ya había comenzado. El cartel de la puerta anunciaba: "SERVICE ESPECIALIZADO PEUGEOT. Mecánica y electricidad de automóviles".

-"¡Qué casualidad!" -pensó- justo frente a un service de la marca de mi auto:

Un hombre algo obeso enfundado en un grasiento overall azul se le acercó.

-"¿Puedo ayudarle amigo?" -preguntó- mientras se restregaba las manos en un sucio estropajo que olía a nafta.

-"Mire, estaba en camino al taller del señor Núñez" -explicó Manuel- "y de repente paró el motor y no da arranque'".

-"Levante el capó, por favor" - solicitó el hombre con tono autoritario.

Manuel obedeció y salió del automóvil para observar lo que hacía. Con manos expertas el mecánico palpó algunas partes del intrincado mecanismo, abrió la caja de fusibles y le mostró dos que estaban negruzcos y calientes.

-"Aquí tiene amigo" -dijo a la vez que le ponía delante los minúsculos culpables. -"Están quemados. Se los voy a cambiar y va a llegar sin problemas a lo de Núñez. Eso sí dígale que revise la instalación eléctrica, porque en algún lugar debe haber un corto. Si no lo solucionan se van a volver a quemar los fusibles" - sentenció seguro como un médico que da un diagnóstico inobjetable.

Una vez cambiados los pequeños artefactos, llegó sin problemas a su objetivo, pensando que aquel hombre debía tener razón, y que quizás eso podría explicar el extraño suceso de las luces encendidas por la mañana.

Núñez lo recibió con una felicitación y le dijo que no se afligiera, que él personalmente revisaría todo y le daría la lista de los desperfectos, mientras que con ojos expertos examinaba el auto.

-"Mirá qué raro" - dijo, y le mostró una tarjetita que pendía del señalero - "el anterior cambio de aceite de tu auto lo hicieron en el taller de don Gómez, el que te acaba de auxiliar".

-"¿Sí? ¡Qué raro, no me dijo nada, ni siquiera pareció reconocerlo".

En tu trabajo Manuel no podía pensar en otra cosa que en el probable circuito afectado. Demoró en leer el diario y tomar su café más de lo habitual, y el público que lo esperaba en la ventanilla de su oficina debió hacer gala de una paciencia mayor que la de siempre. Al fin llegó la hora de la salida y tomó rumbo al mecánico.

--"Mirá, el auto está perfecto" -le dijo su amigo-. "Lo hice ver por un especialista y no encontró nada en la instalación eléctrica. No hay ningún cortocircuito".

Al volver a su casa le contó a su mujer todo lo que había acontecido y esa noche ambos soñaron con cables, fusibles, y luces que se encendían y apagaban.

A la mañana siguiente cuando se subió al automóvil, le llamó la atención que el asiento del lado del conductor estaba corrido hacia atrás y los espejos dispuestos como para alguien de mayor estatura. "Núñez no es mucho más alto que yo" -pensó, mientras disponía todo según su comodidad y salía de su casa. Encendió la radio y la encontró nuevamente sintonizada en AM en la misma emisora que la víspera. Volvió a buscar su emisora de FM.

Todo iba bien, y llegó a su trabajo sin sobresaltos disfrutando del suave andar del vehículo. Pero al querer descender del mismo no pudo destrabar las trancas de las puertas. Él no recordaba haber accionado la perilla del bloqueo central, pero, quizás accidentalmente... Lo cierto era que no podía abrir las puertas. Quiso hacer lo propio con las ventanillas pero los levantavidrios eléctricos tampoco funcionaron. Parecía estar en una trampa, comenzó a desesperarse. En ese momento llegó uno de sus compañeros, quien comenzó a gesticular tratando de decirle algo que Manuel no entendía. Al fin se dio cuenta que le mostraba el techo solar. Buscó el botón, lo accionó y el techo se abrió. Con cabriolas circenses logró salir del auto, ante el asombro de unos cuantos y la algarabía de muchos. Estaba visto que ese sería otro día de trabajo perdido. No podía dejar el auto así expuesto, con el techo abierto, allí, en plena calle céntrica, además con las llaves dentro, pues en su aflicción por salir se había olvidado de ellas.

Volvió a llamar al Touring, pero esta vez pidió una grúa. Durante el trayecto le comentó al conductor de la misma lo acontecido, obteniendo como único comentario: "Estos autos modernos, con tantos triquis y tiliquis. Con los de antes no pasaban esas cosas".

Llegados a destino, pagó al de la grúa, y le estaba explicando lo sucedido a su amigo cuando observó despavorido cómo Núñez abría la puerta del auto que no se sabía cómo, durante el traslado pendiente del remolque, de alguna forma se había destrabado.

-"Es evidente que hay una falla eléctrica. Dejámelo, lo voy a llevar a una casa de electricidad que tiene una computadora que hace diagnóstico de las fallas eléctricas. Seguro van a descubrir el problema".

Mientras tanto en su casa Catalina soportaba la inusual visita de doña Irma, quien había venido a congratularla por el auto nuevo.

-"Sí, me extrañó que al día siguiente de haberlo comprado, ya tuvieran que llamar al auxilio" - sentenció con aires de sabelotodo.

-"Es que nos olvidamos de apagar las luces. La emoción, sabe" - se justificaba la involuntaria anfitriona

-"Menos mal que fue nada más que eso, porque cuando uno compra un auto usado puede pasar cualquier cosa" - seguía insistiendo la vecina.

-"Sí, pero a éste lo hicimos revisar y está muy bien" - se defendía Catalina, quien en vez de estar saboreando el triunfo por poseer un auto más moderno, tenía que aguantar la perorata sobre los inconvenientes de los de segunda mano.

-"Sabe" -insistía la inoportuna visitante- "el nuestro ya está viejo, pero cuando lo compramos era un cero, y ahora no lo cambiamos si no es por otro cero".

Catalina no sabía cómo desprenderse de ella, cuando en ese momento sonó el teléfono. -"Permiso" - dijo y atendió.

 -"¡¿Que te pasó qué?!" - exclamó al escuchar a Manuel que le contaba las últimas peripecias, y para colmo el rezongo del jefe por no atender su trabajo. Ella lo escuchó sin contestarle, porque la vecina estaba allí vigilante.

-"Bueno, esta noche lo charlamos" - dijo y colgó.

"¿Algún nuevo problema, con el auto?".

-"No, problemas en el trabajo" - mintió.

"Bueno, que se solucionen, y que disfruten del auto" - dijo Irma y se fue. A Catalina algo ácido le subió a la garganta a la vez que le venían unas ganas tremendas de estrangular a la que acababa de irse.

Pero las vicisitudes de Manuel y Catalina no acabaron. Desde ese día, todos los días, algo sucedía con el bendito auto. O era el acumulador o se le trababa el freno, o por el contrario no frenaba, o fallaba el motor de arranque, o amanecía con una o dos ruedas desinfladas.

Manuel comenzó a soñar calamidades, como que iba por un camino en las montañas y se quedaba sin frenos, y se despertaba sobresaltado en el preciso instante en que el vehículo se despeñaba por el barranco. O soñaba que a medida que lo conducía se le iban desprendiendo partes: el escape, los paragolpes, el guardabarros, las ruedas... Dormía sobresaltado, entrecortado y se despertaba cansado y de mal humor y con la sensación de que el tan ansiado medio propio de locomoción se había transformado en una pesadilla.

Para empeorar la situación, Catalina le iba a la carga, picaneada por los comentarios de doña Irma: "¿Por qué no lo hiciste ver antes?", "Hubieses pedido garantía", "Viste, lo barato sale caro", "Ese Núñez es un ignorante, cambiá de mecánico", etc.

El carácter, normalmente alegre de la mujer, se había agriado, y el matrimonio estable en los últimos diez años comenzaba a zozobrar.

Manuel, todas las mañanas, se acercaba temeroso á la máquina, pensando cuál sería el nuevo problema que surgiría ese día.

El conductor de la grúa a fuerza de verlo a diario, había entrado en confianza y le había dado algunas esotéricas sugerencias, como que el auto estaba embrujado, o seguro que el dueño anterior había atropellado a un perro, y ya se sabe que atropellar perros trae desgracia. Quizás por eso lo había vendido tan barato.

Lo que Manuel a nadie decía por temor a ser considerado loco, era que cuando él soñaba, el vehículo era de otro color. 0 bien comenzaba soñándolo tal cual era, de un rojo escarlata, y luego la pintura se iba disolviendo, caía a chorros y dejaba al descubierto un color gris metalizado.

Otra cosa que lo obsesionaba era que, invariablemente, como si en realidad el auto estuviese poseído por un fantasma, por las mañanas encontraba el asiento corrido hacia atrás, los espejos en otra posición y la radio sintonizada en la misma emisora AM.

Estuvo a punto de llevar el auto a un payesero en lugar de al taller mecánico, e incluso le había colgado una patita de conejo, para ver si la suerte cambiaba. Catalina comenzó a sospechar primero y a tener la casi certeza luego, de que detrás de todo debía estar doña Irma a la cual ya le atribuía dones de bruja.

Pero los raros acontecimientos no se limitaban a los desperfectos de funcionamiento. Varias veces mientras manejaba distraído, no sabía cómo, terminaba en otro barrio, lejos de su casa, siempre frente a la misma vivienda. Una casita de un solo piso, con una reja color verde y una frondosa Santa Rita en la entrada. El garaje vacío siempre estaba con el portón abierto.

Realmente, el placer que había sentido al comprarlo, se había transformado ahora en angustia. Quería venderlo, pero sin papeles nadie lo aceptaba.

Un día, mientras acomodaba el espejo retrovisor, una extraña mancha en el respaldo de su asiento le llamó la atención. Nunca la había visto antes. Al tocarla percibió que estaba húmeda, y al retirar los dedos, comprobó con espanto que estaban teñidos de rojo. Abrió la guantera para sacar un trapo, cuando al hacerlo, algo cayó al suelo. Era uno de esos portarretratos magnetizados que se pegan por el tablero. En él se veía a una pareja retratada con el auto de color gris metalizado. Pero lo que hizo que el corazón de Manuel diese un brinco, fue, que detrás, podía distinguirse claramente, la Santa Rita de aquella vivienda, frente a la cual había llegado en forma extraña varias veces. Resolvió sin más volver allí.

Tocó a la puerta. Lo atendió una criada. -Podía esperar a la Señora, si quería. Ella no tardaría en volver de la Misa.

-Sabe -le comentó la chica entristecida-. Hace poco mataron al señor para robarle el auto.

  

MIMO 

Desde la ventana de mi cuarto solía observar el patio trapezoide de baldosas amarillas que estaba debajo. Éste pertenecía a uno de los departamentos de la planta baja; el cual desde que yo tenía memoria, estaba habitado por una maestra viuda y su único hijo: Mimo.

El nombre de la señora, si acaso alguna vez lo supe, lo he olvidado, pues a pesar de tener muchos méritos además de haber engendrado un hijo, siempre se la nombraba como: "la mamá de Mimo".

De Mimo, sí tengo presente su verdadero nombre, aunque en realidad lo supe mucho tiempo después de su desaparición.

Él era un muchacho grandote, a quien el tiempo le fue despoblando la cabellera brillante y negra de mis primeros recuerdos. Ellos vivían en el departamento de patio amarillo, mucho antes de mi nacimiento, y yo crecí viendo entrar y salir a Mimo, a quien no sé por qué razón, raras veces le dirigí la palabra.

Algunas tardes, inolvidables para mí, cuando mi madre le pedía a la señora, retirada del magisterio hacía ya algunos años, que me ayudara con alguna tarea escolar, yo entraba a aquella casa con la esperanza de que me dejaran pasar al patio.

La maestra me hacía sentar a una enorme mesa color caoba cubierta por un cristal grueso de bordes biselados. Sacaba del aparador unas hojitas rectangulares y amarronadas, de esas que nos repartían en la escuela para hacer redacciones, y con letra típica de docente ponía los ejercicios para que yo los resolviera.

Parecía contenta con aquella misión, pues al fin de la tarea me convidaba con galletitas, lujo para mí en aquella época, que sacaba de una caja de lata azul de interior dorado.

Luego abría la puerta de vidrio que daba al patio. Para mí era un momento mágico, entraba con cuidado y lo pisaba con respeto. ¡Lo había visto barrer y baldear tantas veces desde mi atalaya, que temía, quizás, ensuciarlo con mis zapatos!

Una vez en él, alzaba la vista y con alegría contemplaba mi ventana y el cielo recortado entre cuatro paredes desiguales. Dos con ventanas, dos muros grises y manchados.

Fue durante esas tardes donde pude ver más de cerca a Mimo, quien solía entrar y luego salir a horas algo insólitas.

Recuerdo haber estado sentada a la enorme mesa, tratando afanosamente de imitar la letra de mi instructora, sentir abrirse la puerta detrás de mí, escuchar un

"buenas tardes", que no esperaba respuesta, y ver unas espaldas enormes, generalmente vestidas de negro desaparecer tras otra de las puertas que daba a uno de los cuartos.

Algo que años más tarde, cuando evocaba aquellas vivencias de mi niñez, me llamó la atención, era el hecho de que en esa casa nunca vi un retrato, ni de Mimo, ni grande ni chico, ni de su madre y menos aún del padre muerto hacía mucho ya.

Nunca entré en los dormitorios, quizás estuviesen allí atesorados, pero en la sala no los había, como tampoco muchos adornos. La mesa enorme, aparte del cristal que la cubría, no tenía mantel ni florero que la vistiese. El aparador que abarcaba toda la pared, siempre brillantemente lustrado, apenas sostenía la lata azul de galletitas, que se posaba sobre una carpetita de crochet, que mi madre habilidosa había tejido y obsequiado a la señora en pago de sus amabilidades.

La vida parecía transcurrir sin grandes cambios para esos dos seres que permanecían inmutables a pesar del tiempo. Y mientras nosotros crecíamos, algunos se casaban, otros se mudaban y algunos morían, en ellos el único cambio aparente era la calvicie creciente de Mimo. No se le conocían novias, nunca se habló de casamiento, así que en esa casa solitaria y quieta nunca irrumpió la alegría de un nieto.

En fin, nada pasaba, y todo continuaba igual, hasta el horario atípico, vaya a saber por qué tipo de trabajo de Mimo.

Por eso, aquel día se produjo una gran consternación en el edificio, como si lo hubiese sacudido un terremoto. Tanto que a mi madre, siempre escrupulosa hasta el segundo con los horarios, se le pasó el tiempo y cuando mi padre llegó del trabajo no estaba siquiera programado el almuerzo.

Es que de pronto, Mimo había desaparecido. La madre deshecha por los nervios y el desconcierto pedía ayuda a los vecinos para buscarlo en hospitales, morgues, comisarías, etc.

Porque era seguro que algo muy serio, como un accidente, muerte u otra cosa que nadie quería mencionar, podía haberle sucedido.

Todos colaboraron solidarios. Juanita, la única que tenía teléfono, llamó a todos los hospitales públicos y privados. Los hombres fueron a hacer la denuncia a la comisaría y a preguntar a los pocos amigos que se le conocían si lo habían visto y cuándo.

El patrón, dueño de la fábrica de la cual era promotor, aseguró que hacía dos días no se presentaba al trabajo, pero curiosamente antes de su desaparición había liquidado todas las cuentas pendientes y se había "olvidado" del portafolio donde estaba la lista de sus clientes.

Esto se contradecía con el hecho de que en su casa no faltaba ni una sola prenda, salvo las que llevaba puestas, e inclusive se encontró su cédula. Este hallazgo llevó a pensar que podía estar herido o muerto pero no identificado, por haberse olvidado de portar el documento. Se volvió entonces a buscarlo, pero ahora a cualquier persona muerta, herida o detenida sin identificación. La búsqueda fue infructuosa, como si se lo hubiese tragado la tierra.

Los días fueron pasando y Mimo seguía sin aparecer, y la viuda sin consolarse, pero el ánimo de los vecinos se fue aplacando y a medida que transcurría el tiempo, cada uno fue volviendo a sus quehaceres y "lo de Mimo", pasó a ser una simple pregunta curiosa al llegar a casa: "¿Se supo algo de Mimo?".

Hasta la madre, que durante meses deambuló por hospitales, comisarías, penales y morgues, y hasta por las calles sin rumbo con la esperanza de encontrarlo, fue espaciando las salidas, quedándose en casa simplemente a esperarlo.

Poco a poco todo parecía olvidado y en el edificio se retomaba el trajín habitual. La única diferencia era la mugre que el tiempo acumulaba sobre las baldosas amarillas nunca más barridas ni baldeadas.

Pero a pesar de las apariencias, el caso no se olvidaba del todo. En las tardes en las cuales las vecinas reunidas en algunos de los departamentos compartían el mate y los bizcochos acabados de traer de la panadería, charlaban, y mientras unas zurcían medias, y otras alargaban dobladillos o deshacían pulóveres para aprovechar la lana, todo tipo de conjeturas se tejían acerca del desaparecido.

-"Seguro se escapó para casarse, su madre era muy absorbente, y antes que tener un lío prefirió fugarse".

-"Yo creo que estaba en la política, seguro que cayó en una redada y lo desaparecieron, claro que de esto no hay que decir nada".

-"Con las cosas que pasan hoy, no se sabe, él era un poco raro, a lo mejor le daba al trago o a las drogas".

-"Miren, acuérdense de mí, va a aparecer en los diarios, seguro se metió a tupamaro y pasó a la clandestinidad".

Teorías había tantas como vecinas, y cada una defendía la suya. A mí de todo el asunto, además de la curiosidad exacerbada y la imaginación echada a volar en busca de una explicación, me apenaba la viejita, ahora con el pelo encanecido y cada vez más sola.

Por mi ventana solía espiarla con la esperanza de verla aparecer como antes con el balde de agua jabonosa, blandiendo, la escoba para baldear el patio, que ahora lucía tan gris como las, paredes que lo encerraban.

Pero las puertas de vidrio no se abrieron hasta años más tarde, cuando otras personas vinieron a habitar la casa.

Fue mucho tiempo después, yo ya no vivía en aquel edificio, es más, ni siquiera en el país donde nací. Un día abro el diario, un archivo del horror se había encontrado y allí estaba su foto y su nombre, en la lista de los "desaparecidos" en el "Operativo Cóndor".

Por eso no lo olvido: Víctor García Robles, uruguayo, desaparecido, para mí, simplemente Mimo.

 
 
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